Mientras desde los medios –la televisión, la radio y la prensa escrita, en los que él tuvo roles centrales, hasta Facebook, Instagram y demás– recuerdan sus entrevistas a personajes célebres (en su CV Jorge Luis Borges se codea con Vittorio Gassman y nos deslumbra la británica Vivien Leigh), su conducción con Jackie Rodríguez Stratta del popularísimo Detrás de la pantalla en Canal 10, su idea genial de crear, en 1962, el Premio Florencio y mantenerlo, su rol en la organización, desde 1984, de la Muestra Internacional de Teatro (ventana al teatro del mundo para generaciones de uruguayos que salían, salíamos, del período negro con la voracidad de ver cuerpos libres en la escena), su papel en las asociaciones de críticos teatrales y cinematográficos o los premios recibidos, pienso en un Yamandú menos mediático. El que conocí en los años 90, cuando empezaba a escribir sobre teatro, y al que recurrí, en varias ocasiones, para consultarle sobre obras, elencos, ideas, materiales. Y cuando volví, tras años fuera de Uruguay, y me abrió las puertas de la Asociación de Críticos Teatrales del Uruguay, junto con toda una nueva generación de periodistas.

De allí en más empezamos a vernos semanalmente, en cada estreno, y a escribirnos. Me pregunto qué quedó de nuestro epistolario. Y descubro –lo hice automática, instintivamente– que, cada vez que tuve que borrar de la casilla mensajes pasados para hacer lugar a los nuevos, elegí siempre conservar los suyos. Son cientos en los que nos contamos novedades en el trabajo, hablamos de las obras que fuimos a ver, fijamos reuniones en ACTU o en alguna sala para un estreno, nos prometemos más cháchara.

Encuentro un mensaje del 30 de julio de 2011: “Querida Georgina: te envío un resumen, posiblemente aproximado, de lo que nos espera la semana próxima en materia de estrenos. ¡Ocho estrenos en una semana! ¡No hay respiro!”. Tan suya la generosidad de ordenar las cosas para el otro. Tan típica esa última frase, porque quienes lo conocieron escucharán, como yo, el tono de puro deleite con que la habría pronunciado.

Me topo con la prueba escrita de su entusiasmo, tan contagioso, por el teatro y todo lo que lo rodeaba: por los actores, directores y cada músico, escenógrafo, vestuarista, iluminador, por las piezas, por los espectáculos, aunque estos no fueran perfectos. Y por nosotros, sus colegas. Todo eso que se escapa de la lista de proezas “oficiales” del hombre. Su goce, desmedido, desatado, por el hecho teatral (y cinematográfico, pero de eso casi nunca hablábamos).

Sus palabras me catapultan a la calle Tacuarembó 1442, la sede de ACTU, en la que cada noviembre nos reuníamos para aventurar las nominaciones de su Premio Florencio. Cada uno llegaba a Tacuarembó con su inventario de favoritos, con fundamentos para el debate, varios provistos de los ciento y tantos programas de mano de la temporada (los suyos, que cubren más de medio siglo, los donó a Roger Mirza para el Departamento de Teoría Literaria de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Era generoso hacia el futuro, con las generaciones nuevas, las que ni siquiera habría conocido). En día de nominaciones se debía, al mismo tiempo, ordenar el magma, ajustar criterios, revisar memorias, discutir con los otros y convencerlos o dejarse convencer. Eran jornadas infinitas, pero se salía –esa era la certeza– con una lista concebida fatigosamente entre todos. Y Yamandú era, siempre, un amable articulador.

Recuerdo que en 2010 estuvo internado, justo antes de los Florencio. Vuelvo a 2010, busco rastros de eso. El mensaje está ahí. Nos cuenta que “estando en el CTI le pedí a Nevers [su esposa, inseparable] el grabador para enviar material. ¡¡¡Casi me mata!!!”. Y sigue: que esa semana grabaría desde su casa y el fin de semana ya iría al teatro. Remata: “Espero ponerme las pilas durante los próximos días. Ya me dieron de alta, pero me aconsejaron un ritmo más lento estos días. Extraño como loco”. Compendio perfecto –uno entre tantísimos– de lo extremo, exagerado y pasional de su relación con el teatro, pero también de su saberse extremo, exagerado y pasional, y permitirse la humorística autocrítica.

Me cruzo con otros y veo que nuestros intercambios solían terminar con un “ya te contaré” suyo. Reconocí ese gesto de dejar abierta la charla (a pesar de tener una agenda siempre repleta, rica, de cosas) en nuestro último encuentro. Fue en febrero de este año, durante el Festival de Cine de Punta del Este. Hacía muchísimo que no nos cruzábamos y nos pusimos, los dos, tan alegres como siempre de vernos. Yo salía de una función, él entraba. No teníamos mucho tiempo. Así que aceleramos la conversación y me dijo, mientras se dirigía goloso a la sala, “¡tomémonos un café y charlemos!”.