Mariana cree que en la vida las mariposas vienen hacia ella. Las espera, las mira con deseo, les pide por favor o lo que fuera necesario. No es ingenua Mariana, es niña nomás. Y en su andar de poco tiempo las cosas que más quiere le han tocado sin saberlo: lo de la mariposa y otras parecidas, papá y mamá, amiguitas y amiguitos en la escuela, ser de Peñarol.
Fue el abuelo Ricardo el que le sembró la semilla. Empezó como todo: horas compartidas cuando sus padres lo necesitaban o lo pedían, charlas mudas entre viejo y niña –en esa imaginaria concepción de que lo hablado llega a destino aunque la bebé no lo manifieste–, los primeros pasos agarrada de la mano, infinitos relatos y otros papeles olvidados. Nada del otro mundo: un intento de transmisión hereditaria, el deseo de continuar la revolución familiar, un salto al vacío, también. Todo abuelo lo sabe.
María José se enteró por su propia hija. Soy de Peñarol, le dijo. Si lo pensaba, no le resultaba difícil de predecir. Pero, como esas frases inesperadas, la confesión de Mariana fue un viaje de placer. Como el abuelo, mi vida, siempre amarillo y negro, como mami también, qué lindo, un día vamos a ir a verlo. Mariana rio y saltó cortito, como el gorrión cuando tiene flores en el ombligo.
No pasó mucho tiempo para que sucediera. Tal vez ir a la cancha entre todos resultaba un tesoro difícil de costear, entonces, como eligen los grandes, decidieron ir al clásico desde el lugar que más les gustó: va a ser una fiesta, mi vida. Y ella, Mariana, como es niña y ama libremente, no pudo contener la emoción. Se lo contó a todos sus mundos, lo vivió con lógica ansiedad y pidió la camiseta que le regaló el abuelo para llevar a la cancha. Será que en la niñez el fútbol todavía es un viaje de placer.
Mirá que si no te quedás quieto no vas al clásico. Clarito te lo digo, Martín. Ningún ningún, ¿eh? Ya sabés. Fue como un muro. Ni besos ni frases de amor. Se detuvo el tiempo, el silencio cortó el aire, el gurí agachó la cabeza y se fue al cuarto. Cuando uno quiere, vale la pena esperar. Siempre, a los 8 o a los cuarenta y tantos.
No podía hacerse el loco, lo sabía. Su viejo se lo había advertido: si te portás bien, vamos al clásico del domingo. Mentira solapada, vamos, porque Javier ya tenía planificado comprar las entradas. Lo decidió el lunes pasado, en la madrugada, cuando la locura lo despertó y se fue a fumar a oscuras al patio. Es ahora, pensó.
Nada del otro mundo: seguramente los hijos sean la región más sensible de cualquier ser humano. Cuando se lo dijo, la noticia volvió loco de felicidad al niño. Aparte, el viaje. Para ese niño significaba descubrir por primera vez la inmensidad de Montevideo: un viaje infinito, malestar de ómnibus, la adrenalina de lo desconocido, la necesidad de juguetes, una mochila con la merienda, el beso y el abrigo que exigió la madre. La camiseta de Nacional, su motivo para festejar, cantar y que reviente la voz.
No podía esperar más. Camino al estadio su mente explotó. Una marea tricolor lo llevó por el camino correcto. La Torre de los Homenajes como faro y guía, imaginaba el padre. Javier miró a su hijo como para hablarle, pero prefirió callarse cuando vio dos ojos de emoción. Los mismos faroles con los que el niño mira el campito cada sábado y domingo de siesta. No falta mucho para la hora del partido. Javier abre la mochila, saca la blanca número 10, lo viste. Es hora de que comience el fútbol. Ese exacto momento que no se olvidará jamás.
Ni Mariana, ni María José, ni Martín ni Javier han llegado al estadio. Les faltan pasos para inventar sus propias historias. Importará lo que suceda adentro de la cancha, la pelota por los jugadores, lo que interfiera el azar, la distancia entre el gorrión y el hornero. Todo lo que es. Colores aparte, los une un contexto irremediable: el fútbol, el mejor fútbol, el que vive adentro y mueve, ese que todavía no ha sido.
El fútbol es el arte de lo que puede suceder. Por eso vive hace tres siglos. La pelota descansa en la mitad de la cancha. Alguien la va a mover. Es la hora para que el fútbol, su ciencia, sus milagros y supersticiones, sus realidades y locuras, queden en suspenso para que empiece el partido.
Se entrena, claro, como las historias de amor: hay que esperar que duren para siempre, pero aceptar que podrían acabarse mañana. Esa sería una realidad. Pero tal vez no la de los niños, quienes, como en la vida, desean recordar un poco más que resultados. También así es el amor, suave danza en el corazón. Mientras vos deseás que empiece, a ellos nada les quitará la emoción del camino ni los amigos del lunes. Van a seguir cantando. Eso hay que cuidar. Ahí está la revolución.