El Mundial tiene eso. Activa un público foco latente cuatrienal o bianual, que se suma a nosotros, los entendidos de siempre, los opinólogos de plasticina, los especialistas de kermesse. Y entonces, en ese período entre la clasificación y la lista, pasan cosas, muchas cosas, pero lo que es inmodificable y toma vida propia es la confección de la lista, la elección de los nombres y el descarte de otros, para después, a partir de esta semana, con la selección ya entrenando, ir determinando estrategias, tácticas, oncenas, posibles cambios y todo eso. Siempre, casi siempre, por encima del director técnico y su saber, su experiencia, su manejo. Todos, casi todos, parecen saber más que el cuerpo técnico. Y ahora, con medios sociales, ni te cuento. El que nunca tuvo un serrucho a mano para descalificar a un director técnico, un jugador, un juez, que tire la primera crónica.
Y sí, me refiero específicamente a periodistas, una profesión en la que para ejercer es necesario haber superado aquellas irracionales y fermentales etapas en las que cree que va a resolver todo avisándole desde la tribuna al 8 que levante la cabeza y vea cómo el 11 está solo. O cuando, ya un poco más mayorcito y como aprendiz del Cirque du Soleil o del Bolshoi, bajás en puntas de pie, con la técnica de un saltarín, cuatro o cinco escalones-asientos de cemento, para culminar tu performance contra el alambrado para ordenarle al árbitro asistente que baje la bandera, invitándolo a ponerse lentes, o para conminar al 5 rival a que cese en sus acciones o, de lo contrario, se encontrarán caballerosamente afuera para iniciar otro tipo de lances.
De afuera, en la tribuna, en el murito, en el club, en la cantina, en el salón de clases, en el recreo corto, casi seguro que lo vamos a experimentar, a tomar como conducta habitual. Serruchar, putear, descalificar, creerse que uno sabe más que ese que se preparó y tomó con responsabilidad su trabajo. Espero que podamos educar en tal sentido para evolucionar y minimizar esos estadios emocionales hasta atravesar el puente de la finitud, de la comprensión de que no todo lo podemos, y que el sentimiento de omnipotencia que viene en nuestro código de barras se empieza a quedar sin garantía. Es decir, que esa niña, ese muchacho, tempranamente empiece a darse cuenta de que ese guascazo no lo sacaban ni siete arqueros juntos, en vez de ensayar un “ándate, Fulano, ¡no te pueden meter ese gol!”.
Pero ese es otro tema. Yo me quería volcar a un espacio específico, un rol profesional que, cumplido a cabalidad y en condiciones de laboratorio, no debería admitir especulaciones hibridadas con juicios de valor acerca de decisiones, determinaciones, acciones ejecutadas en el ejercicio de un rol que no sólo no es el nuestro, sino que nos es ajeno por nuestra especificidad (estoy siendo periodista, analista, no director técnico o jugador), pero también por la realidad (no soy yo quien se mete entre los zagueros centrales, o quien elige y determina el cambio a los 15 minutos del segundo tiempo). El cómo debería ser y cómo es, en cuanto a la relación de dos dimensiones que se entreveran y se entrecruzan: la del deportista y la del periodista, crítico o analista.
Comiendo del _tupper_
El otro día me crucé con César Luis Menotti. Así, virtualmente, en este Gran hermano de la vida que se nos ha hecho cotidiano. Se filtró, lo filtraron como acción propagandística, o simplemente publicaron como un reportaje audiovisual una conversación-entrevista con quien para mí es un personaje admirable del fútbol mundial. Y yo, y cada uno de ustedes que quisiera pasar, estábamos sentados del otro lado de la mesa del living del Flaco, mirándolo con su camisa desprendida que descuidadamente asomaba por fuera del pantalón. Ahí está César, y es muy crítico con el nivel del periodismo deportivo actual y con los opinólogos.
“Hay que tener mucho cuidado. Yo veo las agresiones, la soberbia de tipos que no jugaron nunca al fútbol y agreden, ofenden. Dicen: ‘Se equivocó en el cambio, tendría que entrar tal’. ¿Vos quién sos? Decí que el cambio que hizo perjudicó al equipo, y listo, pero no digas que vos hubieses hecho otro cambio. ¡Vos no lo vas a hacer nunca porque no sos entrenador! Hay un conjunto de pibes jóvenes que creen que saben todo y analizan con una soberbia que no se condice con su condición de periodistas. ‘Yo el penal lo hubiese tirado…’. ¡No, vos no lo hubieses tirado ni lo vas a tirar nunca, porque vos no vas a entrar nunca a jugar 11 contra 11 en la cancha de Boca! Entonces aprendé, escucha lo que se siente al ponerse una camiseta y entrar a una cancha. Sé prudente. Esto no quiere decir ser obsecuente, pero sé prudente. Hay una imprudencia en el periodismo que también atrapa a los entrenadores”.
Y tiene razón, ¿no?
Me gusta ser una arandela, una cinta de teflón entre el deporte y sus aficionados. Un intermediario no siempre necesario pero apto. Para ello es condición sine qua non saber del arte de la intermediación –en este caso la comunicación calificada, como periodista– y conocer de lo que se habla o escribe, de sus leyes, de sus dinámicas, de su sistematicidad, de sus imponderables.
Pero ya comí del tupper, y del tupper blanco de Crufi, cuando aún no existía. De la mano comí, y no te creas que fue en tiempos guachos de andar rociando puteadas por detrás del alambrado, o enseñando a mis futbolistas desde el cemento de la tribuna, sino como enviado especial para un medio de alcance nacional para cubrir las eliminatorias para Italia 1990.
Estábamos en La Paz, después de haberle ganado a Perú en Lima, y tras haber preparado el partido con los bolivianos en Santiago de Chile. Desde hacía un par de años viajaba acompañando a nuestros representativos –como se debería seguir haciendo–, y estaba más o menos habituado a compartir visiones y estaciones con los enviados de El Día, La Mañana y El Diario, Últimas Noticias, El País, y de radio Oriental, Carve, Sport, Universal y La 30. Los de los diarios nos ubicábamos más o menos juntos, y ahí estábamos en el precioso Hernando Siles. Como casi siempre, ahí estaba brava la cosa. Los bolivianos ganaban 2-0 y mis experimentados colegas mayores alternaban, entre sus apuntes con letra de médico, afirmaciones aparentemente irrefutables acerca de la elección de los jugadores para cambiar el destino del partido. El nombre, porque básicamente era uno, era el de Pablo Javier Bengoechea, que desde el banco de suplentes se avizoraba como la pieza clave. La idea encajó con la realidad, porque el riverense entró en sustitución de José Pepe Herrera –andá a saber quién pasó al lateral– y Pablo se unió a Alzamendi, Francescoli, Paz y Sosita. Al final, descontamos y capaz que hasta quedó la sensación de que con Bengoechea no perdíamos. No sé. No me acuerdo.
Lo que no me olvidé, y me quedó para siempre, fue lo que pasó después. Terminado el partido, esos ocho, diez periodistas nos acercamos a los vestuarios y, seguramente en las escaleras, a paso lento por la altura, seguiría la cantinela de Bengoechea. Allá abajo, conseguimos la palabra del Maestro. Era básico, para un enviado especial, recoger el testimonio del director técnico de la selección, y ahí, tembloroso, acomodé mi grabadorcito General Electric cerca de la boca de Tabárez.
Los respetables y venerables periodistas preguntaban y el Maestro respondía. Una, dos, tres, cinco, siete preguntas; todas respondidas con corrección desde la razón, pero, llamativamente, ni una referencia a la ausencia/presencia de Bengoechea ni al efecto que su ingreso había tenido en el juego. En un momento sentí palpitaciones, la vi picando en el área y dudé de si mis compañeros me estaban haciendo una cortina para que la empalmara o si no se animaban a preguntar lo que para ellos estaba tan claro hasta cinco minutos antes. Entonces acomodé mi brazo, sentí el calor que me subía y, símil muy suelto de cuerpo, me mandé y reboté de aquí a Nizhni Nóvgorod:
–Maestro, ¿no cree que con Bengoechea en la cancha durante todo el partido el resultado pudo haber sido otro?
–Puede ser –arrancó su respuesta–, y entiendo que si usted fuese el técnico lo hubiese puesto todo el partido y me parece bien. Pero hoy el técnico soy yo.
¡Puf! Lo que parecía –y era– una fenomenal tapada de boca –para no decir como lo diríamos en el vestuario– fue una enorme lección aprendida, como nunca la había aprendido en ninguna aula, simposio o encuentro. Ningún especialista, crítico deportivo o simplemente comunicador se puede arrogar el derecho a sentenciar desde afuera decisiones que le son ajenas y que corresponden a aquel que por idoneidad, capacidad o el interés que fuere ha sido elegido para celebrar un contrato privado entre partes que lo habilitan a dirigir y decidir.
Ya hace casi 30 años me sentía atraído por el conocimiento y las inquietudes de Tabárez, y tenía muy buen diálogo con él.
Juegue, juegue
El mundo del fútbol ha fortalecido, en pro del negocio y de la venta, a ese a veces invisible intermediario que, en algunos casos de manera permanente y diaria, pistonea sin cesar y mueve el motor comercial del deporte paseándonos por góndolas insospechadas para nuestro espíritu natural de consumo o necesidad. Por ejemplo, la especulación de quién será el que quedará fuera de la lista de concentrados; las elucubraciones sobre la conversación entre un jugador y un miembro de la sanidad al lado de un tero que tiene su nido en el córner; o el viaje que hizo un señor de la directiva a Saint Martin.
Otros tantos –en los que, como el juego de la silla, en cada vuelta trato desesperadamente de ubicarme– tratamos de pararnos como sobrios y humildes críticos de los desempeños de los colectivos, de los jugadores, de los técnicos, de los profes, del todo, a fuerza de intentar saber qué es lo que hacen, de revisar virtualmente si esa expectativa de juego colectivo de estrategia y de desarrollo puede o podrá ser válida en cuanto haya interacción con el/los antagonistas. Y algunos –los más audaces– proyectarán razones y sinrazones de esas ideas, de ese plan, de ese trabajo, de esas elecciones. Pero no siempre es así.
No sabés nada
Una entrevista de Patricia Pujol a Francisco Maturana, publicada hace un par de años en estas páginas, me quedó como patrón y texto de consulta por la claridad y sabiduría con la que Pacho describía la situación: “Casi siempre me relacionaba [con la prensa] desde el respeto. Al principio, los medios eran uno más del grupo de trabajo, que era a puertas abiertas, y les decíamos todo. Desde el primer día sabían cómo era la alineación. Con algunos me senté a explicarles cuál era el proyecto y la estructura. A la vuelta de algunos años, la cosa fue cambiando. Y para explicar esto cito a Eduardo Galeano. Él decía que los indios tenían la tierra y el oro, mientras que los españoles tenían la Biblia y los crucifijos. Incitados a orar, los indios cerraron sus ojos. Cuando los abrieron tenían en sus manos la Biblia y los españoles el oro. A nosotros nos pasó. Nos abrimos a los periodistas. Muchos no tenían pasaporte y Colombia los hizo conectarse con el mundo porque comenzamos a viajar. No sé en qué momento ellos sabían todo y nosotros no sabíamos nada. Eso lo respeté. Siempre sentí eso, pero nunca lo dije. No sé en qué momento se capacitaron ellos tanto que nos superaron. Yo aprendí la diferencia. Si usted como periodista piensa esto, tiene derecho a eso. Al principio me peleaba, y ahora respeto la diferencia y no entro en la confrontación. No quiero seducir a nadie. El fútbol se puso tan complicado, que ganar avala todo. Vos podés hablar, explicar, pero si no ganaste, perdiste todo el año”.
Ahora que el módulo mundial orbita en este espacio de especulaciones, televisores, préstamos, listas definitivas, puede estar bueno pegarse unos buches del gatoréi de la sabiduría, encajarse unos mates de mesura y ubicación, y, con estos fríos, zamparse un guiso de confianza con un par de vasitos de soy lo que soy.
Ya lo dijo el Maestro. Vamos a disfrutar del Mundial.
¿Oiga, Maestro, no le parece que el Fuchi se lo comería en dos panes al Salah ese?
Yo, para mí…