Tarde soleada, domingo, final. Viaje largo y madrugador, almuerzo opíparo y con tiempo. Tensión, emoción, sueños y realidades. La primera final de la Copa Nacional de Clubes de la Divisional B, que se jugó ayer en el estadio Campeones Olímpicos de Florida, tuvo buena parte de los ingredientes de esta fiesta criolla, a la que le sobraron unas inexplicables y desafortunadas corridas de aficionados por la calle.
En una final interesante, jugada con ganas y sueños, Quilmes de Florida y Huracán de Paysandú empataron 1-1 en el juego de ida en un adelanto de la definición final, que se dará el domingo en el estadio Artigas de Paysandú, cuando definitivamente alguien alce la copa. Cuando empezó el partido me hubiese gustado ser uno de los jugadores de Quilmes, que duritos, serios y con la frente en alto salieron a la cancha ante sus vecinos sabiendo lo crucial del momento, asumiendo una responsabilidad que no pidieron, pero que sí se ganaron con el batallar de cada juego.
Hubiese querido ser Lucas Barudi cuando en ese cuarto de hora inicial mandó un zurdazo georreferenciado al ángulo superior izquierdo del arco defendido por Huracán y su arquero, Nicolás Giles, que no sé cómo ni cuándo llevó el brazo a ese remoto lugar para sacarla al córner. Quilmes tuvo en ese primer tiempo dos, tres o cuatro situaciones claras de gol para ponerse arriba en el marcador, pero además pudo desarrollar casi todo su intento de juego en el campo de la visita.
Los sanduceros, conducidos técnicamente por Juan Ramón Silvera, intentaron con un par de ataques, pero se vieron muy superados por los locales, aunque se fueron a los vestuarios con un 0-0. En el segundo tiempo hubiese querido ser el capitán de los floridenses, Matías Castro, zaguero central, que bien sobre su línea lateral derecha salió a cortar un contragolpe, un ataque peligroso del globito. Matías, que no es López y sí Castro, combinó con Bautista y atravesó los sueños bordeando los confines de la cancha para ya adentro del área, lejos, muy lejos de su área, mandar el pase perfecto para que Facundo Spinelli conectara al gol cuando apenas iba un minuto y pico del segundo tiempo. El pellizcón del gol hizo reaccionar de otra forma a los sanduceros, que se empezaron a conectar en campo contrario, mostrando capacidad y juego.
Quilmes bancó bien, desarmó casi todas las acciones peligrosas de la visita y pareció tener margen para acercarse a un segundo gol que lo pusiera definitivamente en la orilla de la victoria. Pero algo le pasó a la oncena floridense, que se durmió, se quedó medio aletargada, quizás narcotizada por el que parecía un probable triunfo y permitió que los diez guerreros del globito buscaran y encontraran el empate.
Definitivamente, al final del partido quisiera ser Matías Vidiella –Vidieya, como lo pronuncian los sanduceros–, y tener la furia y los sueños de su zurda mágica para empezar a bordar con la pelota y su pierna izquierda haciendo equilibrio contra la línea de cal hacia el fondo mismo de la cancha. Cuando la cinta del agrimensor ya medía 100 metros y la banderita del córner marcaba el fin, Matías empezó a bordar de izquierda a derecha en dirección al arco, llegó hasta el área chica y, desafiando cualquier lógica de definición, la mandó casi en paralelo a la línea de gol para anotar el empate. La sensación, de un lado o del otro, fue la de una final, la de una final del interior, y eso es impagable.