La Copa del Mundo de fútbol femenino no llegó así nomás a esta parte del globo. En Uruguay el público que quiso vio cómo se puede desarrollar con éxito un Mundial sub 17. “El mismo juego, la misma pasión” fue el eslogan de la Asociación Uruguaya de Fútbol que las mujeres izaron como bandera. Nada más justo: la Copa del Mundo significó romper todos los récords de participación –en clubes y, por ende, de mujeres– en la historia del fútbol femenino de Uruguay. “Ignoramos nuestra verdadera estatura hasta que nos ponemos en pie”, diría Emily Dickinson.

Entre lo bajo y lo alto la marea cercana fue verde y albiceleste. El árbol: Argentina volvía a un Mundial femenino después de muchos, muchísimos años. El bosque: Argentina feminista reclamando con la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito, militada en la calle y en las canchas, con una selección de futbolistas a un tiro libre de conquistar el profesionalismo. Gol y pico. Además, las albicelestes cosecharon dos empates en el Mundial que hablan mucho más que dos puntos: parecen construir un fuego.

Las mentes ilustres que organizan los calendarios a veces parecen tener menos luces que un barco pirata: el Mundial femenino en Francia se jugó casi en las mismas fechas que la Copa América, la Copa Oro de la Concacaf y la Copa Africana de Naciones. Pese al desatino (siendo generoso con el calificativo), los estadios franceses tuvieron arriba de 70% de capacidad colmada, a la final asistieron 57.900 personas y las audiencias televisivas superaron todos los guarismos anteriores. ¡Bum! Qué poco se habla de algunas primaveras...

En el medio del juego, las canciones: Marta diciéndole no a la marca que quiso comprar sus pies, porque no era una oferta equitativa comparándola con la de cierto varón. Marta, entonces, jugó con botines negros, se pintó los labios y a fuerza de goles terminó siendo la máxima artillera en la historia de los mundiales femeninos y masculinos. Marta, también, aceptando la derrota de eliminación ante las cámaras, emocionada, exigiéndole a su género que tomen partido con el fútbol porque el fútbol las necesita.

Al Brasil de Marta y compañía lo eliminó la Francia de Wendie Renard. Domingo 23 de junio. Renard, firme zaguera, no hizo gol en ese partido ni fue tan influyente en el triunfo galo. Sin embargo, hubo quienes se ensañaron con ella, no por su calidad de futbolista, sino por su cabello afro ajeno a los patrones de belleza blanca. Se llama discriminación. No encontré si Wendie declaró sobre eso. Pero sí hallé una historia previa a su currículum de 13 campeonatos franceses y seis Champions League ganadas: cuando era niña, ante la típica pregunta de “qué quieren ser cuando sean grandes”, Wendie, en alguna escuela de su Martinica natal, escribió “azafata y futbolista”. La maestra tachó futbolista, una cosa que suponía que no era para señoritas. Wendie tachó azafata y volvió a escribir futbolista. Sólo futbolista. Sola. Algo de Wendie Renard me recordó a Nina Simone y su primer deseo como música: tocar en el afamado Carnegie Hall. Digresión: quería ser la primera pianista afrodescendiente en hacerlo. Nadie de toda la parafernalia se lo consiguió, ni contratistas ni promotores. Lo logró por sí misma, junto a su esposo, y nada de tocar Johann Sebastian Bach: tocó libre como el jazz. Nina Simone no fue futbolista, pero rompió alguna que otra cadena. En los agitados 60 y 70, con el racismo rompiendo gente en Estados Unidos, Nina compuso “Mississippi Goddam”, canción que se transformó en ícono de las reivindicaciones de la población afroamericana. Canción con frase de título, además, que ningún varón se animó a decir.

Megan Rapinoe también es estadounidense. Ama su país, declaró, pero aclaró que no cualquier país ni de cualquier modo. Jill Ellis, su entrenadora en la selección campeona del mundo, dijo sobre ella que “está hecha para esto, para ser la portavoz del fútbol femenino, tiene una elocuencia increíble. Cuanto más se expone, más brilla”. Rapinoe, antes de salir campeona y de ganar el Balón y la Bota de Oro del Mundial por ser la mejor jugadora y la goleadora del torneo, en medio del campeonato se le puso firme a Donald Trump declarando que no irá a la Casa Blanca a festejar el título. Tampoco cree que las inviten. Tiene sentido: Rapinoe y también Alexandra Morgan, la otra crack de la selección, han presentado denuncias exigiendo igualdad salarial entre mujeres y hombres en el fútbol profesional. “Equal pay”, coreaba el estadio después del título estadounidense. El 8 de marzo de este año, cuando presentaron la denuncia ante la Federación Estadounidense de Fútbol (USSF) por discriminación salarial con el equipo masculino, la selección femenina argumentó que las mujeres ganan casi 40% de lo que ganan los hombres, pese a haber conseguido logros más importantes. A saber: cuatro mundiales ganados (1991, 1999, 2015 y 2019) y cuatro medallas doradas en los Juegos Olímpicos (1996, 2004, 2008, 2012), mientras que la selección masculina sólo tiene un tercer puesto en un Mundial, allá por 1930. En el marco de aquello que decía Sócrates y su democracia corintiana: “que cualquier sociedad puede y debe ser igualitaria. Que la opresión no es imbatible. Que una comunidad sólo puede fructificar si respeta la voluntad de la mayoría de sus integrantes. Que es posible darse las manos”, varias de estas jugadoras de la selección femenina de Estados Unidos también han levantado la bandera por más y mejores derechos de los colectivos vulnerados. Hay canchas que son mejores. Sin dudas.

Un Mundial femenino y cuántas cosas. En Rusia 2018 hubo show business, como siempre, pero ni individual ni colectivamente se levantaron las banderas de las minorías. Un Mundial femenino como un fuego, donde no importó tanto el espectáculo: importa la realidad.