El 2 de agosto la Embajada de Estados Unidos avisó a sus ciudadanos que para viajar a Uruguay tengan “mayor precaución debido a la criminalidad”. También recomendó no visitar algunos barrios montevideanos, debido a razones de seguridad. El lunes 5 el Ministerio de Relaciones Exteriores de Uruguay, también comunicado mediante, alertó “a los compatriotas que viajen a los Estados Unidos a extremar las precauciones ante la creciente violencia indiscriminada, en su mayor parte por crímenes de odio”. Igual que los del norte, también sugirió no ir a ciudades concretas.
En principio, que un país recomiende a su gente determinadas cosas no es del todo grave. Se podrían citar algunas diferencias entre países con respecto a la inmigración, pero no es el tema. También sobre la convivencia en uno y otro lugar, porte y uso de armas incluido, pero no: para muestra basta un botón. En definitiva, ninguna de las dos acciones es inocente.
En el medio del cruce diplomático, el club Villa Española tomó partido. Su barrio, el que le da nombre a la institución, fue uno de los 13 integrantes de la lista roja sugerida por la embajada estadounidense. Touché. El Villa, embanderado en sus estandartes, utilizó sus redes sociales para dejar en claro su posición: “Vamos a seguir insistiendo con la cultura de barrio, la educación popular, la solidaridad y todos los valores que se alejen de su ‘vieja cultura frita’ del individualismo”.
No es un hecho aislado de Villa Española. Hace un tiempo que el club ha cambiado su rumbo con iniciativas de carácter social, desde las situaciones más trascendentes del país, como convocar y adherir a la Marcha del Silencio y a la marcha por el Día Internacional de la Mujer, hasta los gestos simples del buen vecino, como armar una biblioteca dentro de su propia sede, funcionar en varias áreas como si fuera una cooperativa u organizando, un fin de semana sí y otro también, eventos artísticos y culturales para toda la familia. En suma, elegir otras maneras de aproximarse, darles vuelco a las cosas, volver a lo primitivo de generar comunidad.
Otro fútbol es posible. Por tradición y consecuencia, dos de los casos más notorios son el del Sankt Pauli alemán y el del Rayo Vallecano español (sin olvidar a Livorno, a Corinthians, a Celtic, entre otros). Si bien ninguno nació por razones cercanas a la conciencia social y sí por cuestiones más bien lúdicas de práctica deportiva, ambos fueron reconstruyendo su identidad con posicionamientos políticos, sociales, comunitarios, contestatarios, hasta llegar a lo que son hoy (salvando las diferencias): movimientos sociales vestidos para ganar que se preocupan por el respeto de los derechos humanos, por reivindicar los espacios para las minorías, por su oposición a la violencia y al racismo, por el cuidado del medioambiente, entre otras causas.
“Sudor y pedigrí”, proclama la clase obrera de Vallecas. Recuerdo un hecho de hace unos años del Rayo: una camiseta de alternativa de color negro y con la franja cruzada de izquierda a derecha pintada con los colores del arco iris: rojo para los que luchan contra el cáncer; naranja por la integración de las personas con discapacidad; el amarillo de los que nunca pierden la esperanza; el verde del medioambiente; azul para los que luchan contra el maltrato infantil; violeta para quienes luchan contra la violencia de género; un arcoíris para los que luchan contra la discriminación por orientación sexual; y abajo una leyenda: “solidaridad”.
De St. Pauli hay más. La rebeldía del club nació en los 80 de la mano del movimiento punk y del fenómeno de ocupación de viviendas. Hoy es ícono del antifascismo, decididamente feminista, un club que desde 2009 –y a instancias de su primer congreso– incluye en sus estatutos principios fundamentales para sus miembros: conciencia sociopolítica, comportamiento y respeto a las hinchadas rivales, relacionamiento con la comunidad promoviendo campañas contra la violencia cualquiera sea su cara. St. Pauli es un club que sacó de su estadio una publicidad por el uso sexista de las mujeres, el mismo que tiene hinchas que se pararon frente a la Trump Tower con banderas LGTB, la misma institución que abrió el estadio bajo la consigna Yes, we camp (Sí, acampamos) para que, en el marco de la cumbre del G20 en Hamburgo, el derecho a manifestarse y la libertad de expresión no fueran reprimidos.
Por mucho que pese fuera y dentro de la cancha, tal y como afirmó Antonio Gramsci, la hegemonía es cultural. Continúa siendo así porque las visiones de los mundos basadas en las clases sociales sigue dejando en evidencia lo que los seres humanos o deberían ser.
Hay que tener cuidado con las recomendaciones, sobre todo cuando afectan a hombres y mujeres. No es inteligente tomar la parte por el todo. Para estos casos el deporte regala metáforas: hay que jugar menos para la tribuna y embarrarse más las patas. Un poco de eso se trata la vida. Aquí como allá, me encantaría saber que un equipo de béisbol o de fútbol americano, de Baltimore o de donde sea, dijera: “Ey, amigo, lo invito a ver lo que hacemos para la comunidad”. Seguro que los hay.
Más allá de lo novelesco, lo reconfortante fue ver a un club, en este caso Villa Española, salirse de los parámetros del fútbol-negocio para marcar su posicionamiento no indiferente hacia la gente que lo rodea. Lo que pasa en estos clubes, igual que en la sociología, es que no se habla desde el poder, sino que se habla del poder. Eso es lo genuino. Eso les molesta. O peor: los confunde.