Yeison Maturana Murillo llegó a Uruguay casi al mismo tiempo que 15 prominentes futbolistas más, todos estafados por un supuesto agente llamado Eduardo Britos, que los cargó con pasajes e inversiones que alcanzaron los 5.000 dólares per cápita. La gesta estuvo sostenida en contratos falsos con clubes de nuestro país y en el usufructo de las pasiones, confundidas en sueños de botijas que anhelan, más que nada en el mundo, el arco de enfrente, la supuesta vida del jugador de fútbol.
Lo primero que hace Yeison cuando prendo el grabador es presentarse: “Mi nombre es Yeison Maturana Murillo, tengo 22 años. Nacido en Bogotá pero criado en Tadó Chocó, en el barrio de La Punta”. Las gotas de una flamante ducha después de entrenar todavía se sostienen de la frente. “Es un lugar tranquilo”, dice, “un pueblo chico donde hay mucha agricultura, mucha minería. Tiene dos ríos, el San Juan y el Mungarrá. Hay mucho folclore, mucha comida. El fútbol también está muy ligado; el deporte en general, pero el fútbol sobre todo. Entonces, lo que más nos identifica es el fútbol, el trabajo en las minerías y las chirimías. En setiembre, en mi región se hace la fiesta de la Virgen de la Pobreza. Cada barrio tiene su comparsa y hasta que no pasan todos no termina la fiesta. Somos un pueblo muy humilde y muy allegado a Dios. La Virgen de la Pobreza cree en los humildes”.
La Virgen de la Pobreza cree en los humildes, repito. Yeison tiene la capacidad narrativa de situarnos en una esquina del barrio La Punta viéndolo crecer. En los gestos de sus manos el entusiasmo de contar quién es, de dónde viene, quiénes y qué lo identifican. En los ojos, un viaje aparte. Vuelan con una mosca que se posa y se va como si nada. Van hasta el final del pasillo, donde el resto de los muchachos vienen y van entre un gimnasio improvisado, un café de media tarde y un partido en la tele. Vuelven a lo nuestro para seguir narrando: “En el Estrellas del San Juan me dirigía Dalio Murillo, un pilar para los jugadores. Pero ahí estuve muy poco porque me iba mucho para la capital con mi mamá a trabajar, es profesora, docente de primaria. Por eso digo que me crie en el Chocó, porque iba y venía, y ahí está todo el resto de la familia. Allá la distancia es por montañas. Son ocho horas de Bogotá al eje cafetero, ahí hacemos trasbordo, toca pasar por Risaralda, por Pereira. Cuando me pasé a estudiar a Bogotá empecé a entrenar de delantero, tenía como 13 años. Supuestamente me destacaba por mi tamaño. Después dejé por un tiempo, porque mi mamá quería que estudiara. El profesor Raúl González llamaba a mi mamá para que volviera. Retorné, pero tuve que dejar de ir por cuestiones económicas. Mi mamá desde chiquito siempre estuvo a la par, mi papá no, mi papá no estuvo. Cuando retorné ya estaba en el secundario. En el barrio El Tintal empecé a ir a una escuela que estaba detrás de mi casa, no tenía que pagar pasaje. Después el mismo profe me llevó a una filial de Vélez. Me pagaban los boletos. Luis Carlos Alvarado, que es muy reconocido en Colombia, me hizo hacer unas pruebas para ir a Argentina. Jugamos un par de copas regionales y nacionales, y fuimos a Argentina a jugar con Vélez. Nos fueron a ver jugar y me eligieron para que me quedara. Hablaron con mi mamá y ya ni siquiera volví, me quedé dos años, cuando fui por una semana. Nos llevaron a conocer La Bombonera, el de River, el de Newell’s, el de San Lorenzo. Llegamos a la final con Independiente y perdimos. Pero me eligieron para que me quedara. Mi mamá no quería saber nada de eso. Me preguntaba por el estudio. El profesor la convenció de que me quedara jugando en Vélez. Yo extrañaba a mi mamá, porque las cosas no son fáciles. Me di cuenta de que debía depender de mí”.
Yeison Maturana Murillo siempre quiso ser futbolista. Ama el fútbol más que a nada en el mundo, y por eso su madre entiende y persigue con él de alguna forma eso que generalmente llamamos “sueños”. Quizás la zanahoria deberían ser las pasiones, y no hay que esperar nada de ellas, sólo soñar con que estén y que existan cuando despertamos.
Dice el poeta argentino Leandro Gabilondo: “lo que me conmueve me conduce”. Conduciendo la emoción de un cabezazo que termina en las redes, Yeison cabeceó el lado hostil de la pelota: “El racismo lo viví mucho. Yo no estaba acostumbrado a ese tipo de cosas. Siempre viví con el respaldo de que eso nunca me iba a pasar, porque tenía a mi mamá y a mi familia. Ahí me tuve que ganar el respeto de los demás. Los primeros entrenamientos ni me pasaban la pelota. Cuando vieron que uno se acopló empezaron a pasar los problemas, me escondían los guayos [zapatos de fútbol], me mojaban la ropa, me hacían la vida imposible para que me volviera a mi país. Vivía en la casa-hogar de Vélez en Liniers. Terminé a los puños. El técnico me decía: ‘Yo te traje acá por lo que jugás, no porque sos el mejor peleando’. Pero de la discriminación no decía nada. Duré dos años en Vélez, hasta que me fracturé la escápula derecha. Me mandaron para Colombia. Ahí jugué en Boyacá Chicó, que ahorita está en la B”.
Mientras todo eso pasaba, Yeison rindió virtualmente noveno y décimo. Volvió a Colombia y se graduó en la escuela de la Cooperativa de Maestros mientras jugaba en el Boyacá Chicó. Es estudiante avanzado de lo que en Colombia llaman Cultura Física y Deporte. Dice que en Colombia a lo que nosotros llamamos “chamuyo” ellos lo llaman “palanca” o “rosca”, y utiliza el concepto para decir que hay un momento en el proceso del futbolista colombiano en el que sí o sí interviene el dinero: “Nos pedían dinero para debutar en primera, tres partidos con diez minutos cada uno. Y tenía que poner 20 millones de pesos. Yo no quería perder ni mi tiempo ni mi plata. Entendí que el fútbol empezaba a ser un negocio. Hay muchas empresas que te dicen una cosa o te dicen otra pero después no pasa nada, y siempre terminas poniendo plata. Me puse a estudiar y entrenaba con Wilson Londoño en el equipo de la universidad, que más que un profesor era un amigo. Porque en el fútbol siempre te piden plata que después nunca se ve. Chamuyo. Me quedan tres semestres para terminar la universidad, pero este año me salió la oportunidad de venir acá”.
Qué viaje
Estando Yeison de vacaciones en su pueblo, en diciembre del año pasado su representante, un familiar, le habló de una posibilidad de viajar a jugar a Uruguay, a Bolivia o a América Central. Que buscaban un volante central o un zaguero, y Yeison conocía ambas posiciones. Pero el hecho era que había que hacer una primera inversión que incluía los pasajes y unos 3.700 dólares que suponían una temporada en un club, con hospedaje, alimentación y botines (ese fetiche infernal que sale caro). Yeison aplazó el semestre venidero y se la jugó entera. Con su mamá pidieron préstamos por todos lados. “Me gusta el fútbol uruguayo por su garra, por el sentimiento, por la forma en la que ven el fútbol, por la forma en la que lo viven. Era mi última oportunidad y la tenía que aprovechar. En Colombia cuando cumplís 18 ya no servís para jugar al fútbol. Acá me pintaron que en Uruguay no pasaban ese tipo de cosas”.
Al aeropuerto lo fue a buscar un tal Carlos Ibarra, que representaba a EB Agency Fútbol, de un señor venezolano llamado Eduardo Britos. A Yeison lo hospedaron en el hotel Esplendor. La carta invitación decía que Rampla Juniors, el popular equipo del Cerro, se haría responsable del hospedaje y la mensualidad mientras él se debatía en los entrenamientos por un puesto. Yeison olió el cuero de la pelota. Pensó en el otro lado, en el lado claro de la pelota, en el lado liso del cuero, en el lado mágico. Pensó en esa emoción que lo condujo. Pasaron los días y el único movimiento era la llegada casi constante de más jugadores con el mismo verso empezado de un poema triste sin final.
Carlos Ibarra sostenía que primero tenían que llegar todos a Montevideo para después derivarlos a los equipos que esperaban su llegada. Llegaron 16. 15 colombianos y un peruano. A todos les habían cobrado lo mismo. A todos les habían prometido lo mismo. Les pusieron un entrenador a cargo y se enfrentaron en partidos amistosos con Miramar Misiones, Cerro y Torque. Dice Yeison que durante esos partidos fueron de menos a más.
Apareció otro actor en la jugada, Carlos Freira, que supuestamente trabajaba con Ibarra y que afirmó que los equipos estaban y el lugar para vivir también. El problema era que la plata no había llegado nunca. Los días empezaron a pasar con incertidumbre. Los representantes decían que habían puesto el dinero que las familias habían recaudado entre préstamos eternos y bolsillos prestados en la cuenta de un tal Menino, que era el intermediario con Eduardo Britos, el venezolano dueño de la empresa que hacía el negocio. El mismo Carlos Freira que aseguraba el arribo a los clubes unos días antes los amenazaba con sacarlos del hotel días después si el dinero no aparecía. Los terminaron echando. Algunos se volvieron para Colombia, los otros se hospedaron en un hostel cercano y juntaron el dinero para pagar la primera noche. A partir de la segunda noche, Eduardo Britos, que ahora había cambiado de agente en Montevideo, se encargaría del resto de la estadía. Empezó la pandemia y eso complicó aún más las cosas. Entrenaron solos, juntaron el dinero que conseguían que los representantes mandaran de Colombia para comer, vendieron empanadas, arepas y deditos de queso. Llegaron a un merendero y a una olla popular donde comieron y conocieron gente que les tendió la mano. Que nunca los dejó solos. A los cuatro meses se enteraron de que Eduardo Britos no había pagado ni un mes de la estadía en el hostel: “Llamamos nuevamente a Britos y seguía hablando de los problemas del envío de dinero, después dijo que la plata la alcanzaba alguien, después que la enviaba por un banco, que la iba a consignar a una cuenta. Fue generando mentiras. Hasta que un día llegó el dueño del hostel, nos reunió a todos y nos dijo que habláramos con la gente que nos había traído porque si no nos tenía que echar, porque ya habían pasado muchos meses, y que nosotros no éramos responsabilidad de él y que estábamos generando gastos y deudas. Empezó a ser una presión todos los días”.
Volvieron a hablar con Britos, volvieron a hablar con sus representantes, que volvieron a hablar con Britos y así. La alacena se fue quedando vacía. Aparecieron unos contratos para firmar, escanear y volver a enviar de Albion, Villa Teresa, Rampla y Atenas de San Carlos. Esos también fueron falsos. En una reunión por videollamada entre todas las partes se dijeron un montón de verdades, pero la única certeza era que los chiquilines habían quedado tirados en Montevideo.
“Ahí saltó que Eduardo [Britos] era un mentiroso, un estafador, que nunca había tenido ningún club para nosotros y que todo era mentira. En Uruguay ya se sabía quién era él. Terminó diciendo que unos empresarios de Israel iban a poner un dinero y que entonces los diez que aún estábamos en Montevideo íbamos a ir a Rampla y de ahí derivarnos a los otros equipos. Eso tampoco pasó. Nos estafaron. El hombre es un estafador. Quedamos con las deudas del hostel, estábamos sin equipo y nos estábamos quedando sin comida. Por suerte el dueño del hostel se dio cuenta de que nosotros no teníamos la culpa y nos aguantó. El señor Britos en una última instancia dijo que iba a aparecer un señor llamado Juan Saraví, que tenía contactos en equipos de tercera. Que nos iba a llevar a probar, que si pasábamos la prueba pasábamos a ser jugadores de él. Juan Saraví nos hizo el contacto para las pruebas, fuimos a Canadian y a Oriental de La Paz. El dilema era que había que pagarse el fichaje, que son como 16.000 pesos. Hablamos con nuestro representante para volvernos a Colombia. Yo siempre he confiado en él, yo siento que a él también lo engañaron. Cuando él hizo la demanda para que aparezca el dinero, Britos salió diciendo que teníamos que esperarlo, que tenía una opción en Argentina, en Mendoza y en Jujuy. Lo único que pretendía era que le sacaran la demanda. Pero no hemos sabido nada de él. Lo último que supe es que estaba en Portugal”.
Si hay algo cierto en la historia es que 16 familias se endeudaron con parientes, empresas y vecinos para cumplir un anhelo apostado en contratos falsos de los cuales los clubes nunca tuvieron idea. Que los actores de reparto que aparecen en escena desaparecen casi instantáneamente una vez que el vil metal no brilla. Que la fantasía de un hotel y unos guayos nuevos se esfuma en la soledad de la habitación cuando no se sabe qué hay mañana. Cuando lo único que aún rueda y no se mancha es la esfera de cuero que se parece al mundo picando entre matas, pozos, y cerca de un arco con chancletas.
“Vimos que a dos cuadras del hostel donde vivíamos había un lugar donde repartían comida desde que empezó la pandemia. Un día un compañero se atrevió a ir a que le dieran de comer y a preguntar qué era lo que pasaba y si se podía ayudar. Era un merendero popular en el barrio de Ciudad Vieja, por el invierno y por la pandemia, había comida, ropa y libros. Empezamos a ir a comer y a dar una mano. Es que en un momento pasamos mucha hambre. Hablamos con Santiago [Cal], un muchacho del merendero, que se dio cuenta del proceso que estábamos viviendo y nos dio una mano con canastas y con atención. Hasta ahora estamos ayudando en ese merendero y en una olla de la calle Andes. En esos lugares conocimos personas espectaculares, como Jacinta, como Yolanda, como Beatriz, como José, Magalí, Claudia, Marisol, como Mario, son unas cuantas personas que nos acogieron. Empezamos a hacer comida para vender en la calle, empanadas, arepas y deditos de queso, y con eso pagábamos los boletos para ir a probarnos a los equipos”.
En un hostel de la calle Charrúa pagado por la Embajada de Colombia aún quedan seis prominentes futbolistas colombianos con el corazón en la mano y los botines colgando del cogote. Algunos ya tienen su cédula de identidad y otros están en proceso. La Organización Internacional para las Migraciones canceló la deuda con el hospedaje anterior. El Ministerio de Desarrollo Social les brindó canastas y tienen una tarjeta –también generada por la embajada– para comprar comida.
“Yo todavía tengo fe de que me va a salir algo para jugar, porque tengo 100% confianza y fe en mi representante, de que hace las cosas bien, de que esto que pasó fue un desliz por el cual no voy a darle la espalda. Siempre ha estado dispuesto para que yo esté bien, porque siempre piensa en los demás. He trabajado con él desde hace rato y me genera confianza, sé que él me tiene un futuro, mientras nosotros salimos todos los días a entrenar”.
Yeison Maturana Murillo tiene 22 años y vive en Montevideo. Siempre quiso ser futbolista. Entrena a diario con los otros cinco colombianos de las 16 personas que llegaron a nuestro país estafadas por un supuesto agente venezolano mentiroso, maniobrero y estafador. “Estoy agradecido a las personas de Uruguay, uno cuando sale de su país sabe que tiene que guerrearla por uno mismo, pero yo creo mucho en Dios y Dios nos pone personas especiales externas al fútbol, las personas del merendero, las personas de la olla de los jueves, que son un pedacito de uno”.
Yeison sigue creyendo en el fútbol. En algún lugar del mundo hay una pelota picando siempre. Hay algo de cierto en aquello de que esa pelota no se mancha. Pero también hay algo de cierto en que hay quienes se esmeran en poder hacerlo. Al folclórico fútbol criollo, en el que los balones se pierden en el barrio tras el alambrado, llegaron 16 muchachos cargando un concepto que confunde, un concepto que marea, un concepto que atrae otros conceptos: malandraje, mentiras, desasosiego. Es el concepto de los sueños.