No vi la Bundesliga. No, no la vi

No he visto ni un solo partido por televisión desde que empezó mi confinamiento. Mi cuarentena voluntaria, sugerida, en términos de coacción laboral, empezó el lunes 16 de marzo, y con ello mi sensación de tiempo completo de teletrabajo.

Calculo que por debajo de la pata debo mirar más o menos 250 partidos por año. Ahora, es decir hasta la pandemia, hasta que uno podía sentir el olor a cuero y el perfume del pasto, la mayoría de ellos los miro en pantalla.

Miro partidos como parte esencial de mi trabajo: es mi responsabilidad, aunque siga siendo mi placer, mi fascinación. Pero nada es igual. No es lo mismo mirar que jugar. No es lo mismo estar en la cancha que detrás de la pantalla. No es lo mismo.

En la primera década de mi vida debo haber visto a reventar diez partidos en vivo por televisión. Para la segunda, la de 1970 a 1980, capaz que fueron 100 matchs a puro blanco y negro en vivo y en directo. Sin dudas, fueron muchos más en el 3D de la vida, en las canchas de Montevideo, Florida, Canelones, San José, Colonia.

Entre 1980 y 1990 dupliqué o tripliqué la cantidad de partidos por TV. Fue en esa época cuando empecé a trabajar por televisión. No, no era que yo trabajaba en tevé, sino que debí modificar mi acción cargada de placer y expectativa de ver un partido por la de responsabilidad y seriedad laboral de trabajar mirando un partido de televisión en televisión. Ese proceso de desromantización de la visualización, de pérdida de aquel disfrute natural y sublimante, también me pasaba en las canchas, pero con muchísima menos pérdida de los valores esenciales que elevaban aquella experiencia: había un partido, colores, olores, un alambrado, sonidos; la grasa de las tortafritas y de los chorizos, el perfume de las tangerinas, la musicalidad de la cáscara de maníes y, claro, el coro de la tribuna.

El placer de ver fútbol siempre está, aun trabajando, aun siguiendo sin poder recrear la sensación de tribuna, el partido o los campeonatos desde televisores ajenos. La Eurocopa de 1988, la del golazo de Van Basten a Dasaev, la cubrí desde la vidriera de un comercio de Akodike Hogar en el Centro de Montevideo.

Entre 1990 y el 2000 se disparó la cosa y empezaron los primeros casos de síndrome de pantalla verde, serios problemas de convivencia y rupturas familiares, porque a partir de los envíos televisivos que traían fútbol en directo de otros países, más las competencias internacionales que involucraban a los nuestros, más, a fines de siglo, la aparición de la transmisión de partidos del fútbol uruguayo, había –en casa, en el trabajo, en el club, en la pizzería o en lo de los primos– partidos a troche y moche.

Control remoto

Ni hablemos del siglo XXI, ni hablemos del ciberfútbol, en que seguramente no haya un solo día del calendario en que uno no pueda sintonizar un partido en vivo. Así las cosas, el sentimiento y el gusto se van modificando. La sobreabundancia de oferta e información de fútbol televisado soterran aquella fascinación. Un partido de fútbol emitido en directo como programa de televisión ya no es ni cerca lo mismo que cuando la televisión pasaba en directo un partido de fútbol. No hay emoción ni fascinación.

Hay una fuerte corriente teórica que, en base al empirismo de las más desviadas formas de la comunicación, sostiene que la gente come. Vos entendés qué es eso. Que te tragás todo lo que te dicen, lo que te quieren hacer creer, lo que te quieren hacer pensar. Se da en todos los órdenes del periodismo, pero se sabe que en el deportivo, desde hace unos años, es donde está el fuerte, la fuente de comida.

“La gente come” proclama un comunicador, y entonces me reconozco como gente. Te estoy escuchando, pero no siempre como. Hay platos que ya no los soporto más y me revuelve el estómago, como si pasara cerca del extractor de aire de la hamburguesería.

Allá y aquí están desesperados y operando más que los cirujanos y los anestésicos quirúrgicos para que vuelva el fútbol, que no es otra cosa más que el fútbol por televisión. Al fútbol lo han hecho volver de pesado, sin el más mínimo respeto por la gente.

Hace dos meses que no miro un partido de fútbol. Ni por placer, ni por trabajo, ni por las dos cosas juntas. El sábado volvió el fútbol alemán, pero no la de Transtel y el colombiano Andrés Salcedo, de cuando éramos jóvenes, felices e indocumentados, al decir de su enorme connacional Gabriel García Márquez.

Volvió el fútbol. Por televisión, sin gente y allá lejos. Cumplen, no juegan. Los dealers de la pantalla verde están ahí para que el producto circule, para que las cuentas queden claras, para que las deudas se salden.