Todos los caminos conducen a Montevideo. Monte sexto de este a oeste. Monte vide eu. Monte Vidi.
Fue Bruno Mauricio de Zabala y su gente, quienes construyeron y dieron nombre al poblado que se transformaría dos centurias después de aquella voz, de aquella indicación, de aquel nombre de la capital más austral del mundo en el lugar indicado para dar nacimiento al espectáculo público masivo y universal que concentra la mayor atención del orbe cada cuatro años. Empezar por el final, y no por la final puede ser peligroso.
¡Bo, guacho!, te voy spoilear el final de esta docu-serie, pero vos ya lo sabías. Ya lo sabés y se te hincha el pecho. Vos te imaginás en la cancha, húmeda, medio pelada, junto a José, el hijo del tano y la vasquita, con el Gallego Lorenzo, con el Negro Andrade, con el Vasco Cea, con el Mago Scarone, mirando como en la torre de los homenajes sube la bandera, despacito y temblorosa, como esa misma emoción que sentís al imaginarlo, y sube hasta el cielo, el cielo de nuestros dioses paganos, nuestros campeones mundiales.
Che, gurisa, a vos que te dejaron entrar tarde en esta historia, tampoco te vas a quemar si arrancamos por el final. Hay tanto para ver y disfrutar. ¿Igual, cuantas historias se cuentan empezando por el final? ¿Vos cómo compondrías una emoción, fatua, pero asimismo imperecedera en tu recuerdo, aún sin haberla vivido? Yo creo que es como cuando uno escucha La margarita. No sé, dos, tres acordes, combinados, con una frase, idea que conmueve, te sacude. Ponele El Beso cuando arranca con Aquel atardecer. Diego Sciuto hubiese querido estar en la cancha aquella tarde, pero como jugador, como lo hacía hasta hace unos años atrás, hasta que aquella maldita rodilla lo había pasado a Wing, el seudónimo que anticipó al de Diego Lucero.
Diego bajó del tranvía, se volvió a abotonar el sobretodo y rodeó su cuello con la bufanda de lana tejida. Llegó a su casa y se dirigió derecho a su Remington negra, nueva y reluciente. Dejó su gacho al costado, abrió la gaveta, sacó una resma de hojas y empezó a teclear, a describir la gloria por dentro.
Wing nos dejó dicho, esa misma noche de 1930, lo que es la dicha de un héroe en la aldea, su nación, su vida: “Hacía rato que se había hecho noche cerrada. La mesa estaba puesta, la comida pronta. Hacía frío. Cenamos en aquella rueda de familia, la noche de un día inolvidable. A eso de las nueve y media fuimos para el Centro. Las calles de Montevideo eran pura fiesta, la fiesta de un pueblo en júbilo. Dimos unas vueltas y nos largamos al Tupí Nuevo. Como en la planta baja no había mesa, fuimos arriba. Llegaron algunos muchachos de la rueda de los atenienses. Se hablaba del partido, ¿de qué se iba a hablar? Y eran puros abrazos de los que se acercaban a saludar al capitán. Tomamos un café. Otro café. Un cigarrillo Guerrillero. Nasazzi estaba cansado. Se le cerraban aquellos ojos fulgurantes, color celeste claro siempre como sobresaltados, que por eso le llamaban de chico El Terrible. Todos estábamos cansados. Volvimos al barrio. Había cerrazón y en el cielo las estrellas querían abrirse paso por entre la niebla para asomarse a la fiesta. Así sencillamente, terminó la jornada del gran capitán, el día de la máxima gloria. Así sencillamente, casi espartanamente. Lo dejamos en la casa. Nos fuimos a dormir. Eran apenas pasadas las doce…”.
Centenario
Esa era la gloria, aquella de 1930, esta que aún se vive, se vibra en 2020 con aquellas líneas. El Uruguay del centenario, Montevideo, su Copa del Mundo y su estadio, el más maravilloso del mundo según Jules Rimet, multiplicarían sus menciones en otras partes del mundo, pero los uruguayos, esos de gruesas camisetas color cielo serían los que para siempre inscribirían su nombre en la imperecedera historia de la gloria. Es el campeonato de Jules Rimet y la copa que llevaría su nombre, y el de la gloria, el de las 12 delegaciones que conocerán los atracaderos de las dársenas del puerto montevideano, el de los hinchas que por ese momento eran aficionados a pesar de que Prudencio Reyes, el hinchador, el hincha, ya venía hacía años hinchando pelotas y gritando por su Nacional.
El destino es de Uruguay. El destino es Uruguay. Desde 1929, cuando una vez más Enrique Buero resulta el eslabón determinante para que Uruguay sea el primer organizador de una Copa Mundial de Fútbol, todos los caminos conducen a Montevideo.
El Morocho
Mi tío abuelo, el Morocho Figuerón, que nació en 1910 junto a la camiseta celeste, que vivió de purrete a los 14 la epopeya de Colombes, que ya de pantalones largos alcanzó la mayoría de edad festejando el triunfo de Ámsterdam, venía en tren desde su casa en Villa Colón, y después en tranvía hasta el campo chivero. Figuerón hizo músculo y callos antes de cumplir los 20 abriles, cuando participó de uno de los turnos de la construcción de la América, que justamente se empezó a levantar apenas dos meses antes de que se estrenara el Centenario, un poco antes de que los uruguayos al mando del coloniense Alberto Suppici se instalaran en lo que había sido uno de los chalets de Juan Buschental, en el Prado de Montevideo.
El Buzo, el Pulpo
El chalet de Buschental, en el Olimpia Park, donde hoy está el Parque Saroldi, era el lugar para que las condiciones de inteligencia y habilidad para la práctica del football se multiplicaran con un buen estado físico consecuencia de una buena alimentación, la práctica de ejercicios convenientes y un buen descanso. Eso pensaba Suppici en junio de 1930. Uno de los viejos héroes de seis años atrás en Colombes, emparentado con la preparación física y atlética, no encajó tanto en algunas de las premisas y las reglas del campamento en el Prado: El Buzo, Andrés Mazali, el golero de los laureles olímpicos del 14 y el 28, se descolgó del Mundial, descolgándose de uno de los balcones del chalet de Buschental, para irse a la milonga. Lo descubrieron y Mazali se quedó sin Mundial. Atajó el Pulpo Ballesteros.
Ondino
Ondino Viera, por ese entonces un jugador de fútbol que estudiaba Educación Física, pero unos pocos años después el revolucionario director técnico que cambiaría el juego del fútbol brasileño, había llegado de Melo, primero para jugar en el Campeonato Nacional de 1929 representando a Cerro Largo, y después para avanzar en sus estudios y trabajar en la construcción del estadio Centenario. Ondino era sobrestante en aquella obra que parecía no llegaría a su fin, con 1800 obreros trabajando en tres turnos durante las 24 horas.
Ondino, aún mucho antes de ser técnico y dirigir los destinos de la celeste en el Mundial de 1966, donde había nacido el fútbol, en Inglaterra, supo que en aquel otro Mundial, el del 30, el de la utopía, el del Centenario, y el primero, seríamos campeones. Lo sabía en el medio de la obra, cuando, un alemán, un eslavo, un español, un italiano o un ruso, cargaba tres carretilladas, y los uruguayos llevaban con frenesí y el empeño el doble.
Campeones
El arquitecto Juan Antonio Scasso, por ese entonces director de Paseos Públicos de la Intendencia Municipal de Montevideo, director y proyectista del Field Oficial donde estaría en disputa la primera Copa del Mundo, armó el primer gran combinado. Los trabajadores que terminaron siendo los primeros ganadores de la Copa del Mundo, cuando aún la Jules Rimet no había llegado, que en menos de nueve meses lograron terminar esa maravilla impensada y posible: el estadio Centenario.
Llegar a aquel Montevideo de 400.000 habitantes un y crisol de nacionalidades, vanguardias y trabajo, será llegar al estadio Centenario, a la Copa del Mundo, al centenario de una joven nación, que bajo la línea de acción de José Batlle y Ordóñez, fallecido en 1929 tras más de dos décadasde una profusa y profunda actividad que modernizaría al joven Uruguay, ya era un estado laico, con ley de ocho horas laborales y, aunque apenas con un episodio en Cerro Chato en 1927, con las mujeres votando antes que en cualquier otro país de Latinoamérica.
Escalera al cielo
Claro que sí, quién no se siente ahí, en ese estadio maravilloso, el primer estadio del mundo solo para fútbol según sentenció Jules Rimet el 18 de julio, el día del debut ante Perú, viendo bajar por las inmensas escaleras al Terrible Nasazzi. Quién no se hace un lugarcito entre andamios, cemento fresco y grúas para ser uno de los que se inmortalizará con aquella victoria inmensa, propia, fermental. Y la bandera, la patria otra vez.
Aquella tarde, fría y soleada, en la que parecía que el Uruguay entero estaba en el stadium, cuando las radios, aquellos enormes dispositivos del futuro traían en cada pago las voces de los homeros Emilio Elena e Ignacio Domínguez Riera a través de la radio del estado, la primera radio en transmitir un Mundial. Nasazzi, el capitán, junto a Ballesteros, Ernesto Mascheroni, José Leandro Andrade, Lorenzo Fernández, Álvaro Gestido, Pablo Dorado, Héctor Castro, Pedro Cea, Héctor Scarone y Victoriano Iriarte, subieron los más de 60 escalones que separaban la cancha de los vestuarios de la Olímpica, con la carga de una derrota 2-1 ante los argentinos.
15 minutos después hicieron sonar la música de los tapones sobre aquellas cinco docenas de escalones de cemento, para escribir el mejor inicio de esta historia, de la historia del Centenario, de la Copa del Mundo, del fútbol, de los uruguayos. La de la victoria. Un 30 de julio de 1930 Uruguay le ganó a Argentina por 4-2 la final de la Copa del Mundo, y una vez más éramos campeones mundiales. No hagan ruido que el Terrible está descansando.