El mismo día que comenzó la prueba de admisión para el carnaval 2023, en San Juan, Puerto Rico, se cantó una conocida despedida. De esas retiradas clásicas, icónicas, que se repiten y se comentan en cada asado. Se busca la vuelta. Se cambia. Se intenta. Se termina para volver a empezar, pero la misma melodía sigue resonando desde 1986. Otra vez, el Mundial lo vemos por televisión.

Matemáticamente hay chances y toda la bola. Quedan los partidos ante Estados Unidos y México de local en febrero. Habría que ganar los dos, y a los aztecas por más de 20. Y encima, esperar algún resultado que caiga del cielo. Las posibilidades exceden, incluso, al cajón de los milagros.

Esta ventana era clave y quedó tan abierta que el viento arrasó con todo. No hubo resultados, juego ni rebeldía. La imagen fue muy magra y las derrotas consecutivas ante México y Puerto Rico, dos rivales directos, entonaron la bajada.

Ante los boricuas este lunes, Uruguay hizo un primer cuarto casi perfecto. Con cambios en las cortinas directas entre todos los defensores a excepción de Esteban Batista y una buena custodia del rebote en el aro propio con Gonzalo Iglesias y Emiliano Serres colaborando en el rubro. Esto les quitó vértigo y verticalidad a las ofensivas locales.

El ala pivot del Clavijo español puso dos bombas para dar apertura, en un equipo que ganó espacios y siempre eligió generar desde Batista, tanto en los posteos como en las caídas del pick. Cuando el capitán juntó gente en la pintura, aparecieron descargas y pases extras, además de buenos porcentajes que ilusionaron al irse 23-12 al primer descanso.

El gran desafío de cada enfrentamiento ante equipos centroamericanos es la lucha por el control del ritmo. Uruguay necesita “embolar” el partido, hacerlo lento y tedioso. Los boricuas disfrutan de ofensivas rápidas, correr y tirar, ingresar en el vértigo en que se sienten a gusto.

La salida de Batista a descansar hizo que el equipo de Magnano perdiera el norte ofensivo. No hubo plan B para generar. Nadie fue capaz de sacarle el balón de las manos con criterio a Fitipaldo o Granger para que estos aportaran desde la salida de cortinas indirectas. Se perdió rapidísimo la línea de juego.

Robos, ataques rápidos y ocho puntos de Stephen Thompson alcanzaron. Puerto Rico, sin haber pasado, ya había quebrado el trámite. Uruguay estuvo trancadazo ofensivamente, sólo anotó dos goles de campo en 15 minutos. La virtud de poner al rival rápido en colectivas se volvió falencia con el bajo porcentaje de libres (65%). No se veía el camino. Llegar seis abajo al descanso largo fue una medalla de oro muy parecida a la que ganó Rubén con Argentina en los Juegos Olímpicos de Atenas.

El segundo tiempo fue un suplicio. La celeste nunca logró establecerse defensivamente más allá de las variantes de estrategias, y ofensivamente fue un cúmulo de impulsos de tipos que se notaba que querían ganar pero no tenían claro cómo.

Ante un rival como Puerto Rico, la falta de paciencia fue clave. A Uruguay le ganó la ansiedad y terminó comiendo el dulce de intentar traerlo de la forma que más le gusta jugar a los boricuas: aumentar el ritmo. Errorazo. El cambio del gol por gol fue más perjudicial que volver de Buenos Aires con pesos argentinos. Terreno de arenas movedizas donde hacer pie; fue imposible.

Ya con el partido quebrado hubo alguna buena combinación para maquillar el score y estampar la diferencia final en ocho unidades, algo que sirve en caso de que -milagro mediante- Uruguay termine igual que Puerto Rico en la clasificación final.

Como decía la murga Falta y Resto: “Otra vez a comer a la cocina”. Mientras en el living otros disfrutan de una fiesta que se ve de cerca, sin ser parte. Los libros cuentan que alguna vez hubo camisetas celestes por ahí, aunque las nuevas generaciones crean que se trata de una fábula creada por el mejor escritor.

“Se va la murga entonando las estrofas más sentidas, para aliviar una herida, imposible de cerrar”...