Ya hace diez días que estoy acá. Ustedes no podrán imaginar cuánto me costó estar. Primero porque durante más de cuatro años estuve convencido de que yo no vendría por estos lares, pero soy voluble y entonces el 10 de octubre de 2022 me entró la automanija de que debía intentarlo. Después de tantas finales del mundo, aquí, allá en la vereda de mi casa, en el Centenario, en el Maracaná, en el Bernabéu, en el Campeones Olímpicos y en el Mario Vecino o en el Campeones de 1947, empecé a sentir que las gambas ya me estaban pesando de una manera distinta.

“Mis 61 años me van alejando de las canchas, pero no porque no me pongan, sino porque ya no estoy llegando a todas las bochas que me tiran, ya veo que me van costando los firuletes porque las gambas no siguen a las ideas, porque me voy gastando. Ojo, todavía puedo hacer la diferencia en un tiempo, en la última media hora, o bien parado en la mitad de la cancha, pero lo que es seguro, o casi seguro, es que así como me gusta, yendo a todas, jugando de primera, no me queda más que este Mundial. De esto me estoy dando cuenta este año, pero sobre todo en los últimos meses”, les escribí a hijos y ahijados de la vida.

Y ahí me sentí como el Héctor, a quien llamaré el Gordo, pero para todos nosotros, los del Castelar, siempre será el Héctor. Yo no sé si vos te acordás de que hubo una época en que las sanciones por expulsión eran redimibles en UR. Fue en el 82, a fines del 82 cuando yo me volví de España. El Carrasquito jugaba los kilos, era gordito, sí, pero jugaba mucho. Vivía a una cuadra de casa y me ponía buenas pelotas cuando jugábamos juntos. El Gordo jugaba en la tercera y entrenaba con primera, y el Gari, mi vecino de al lado, ya jugaba en primera con edad para la sub 19. El cuadro de aquel año era un aviso de lo que vendría, y aquellos guachos llegaron a la final contra Racing. El Gordo estaba suspendido. Su padre, el Gordo grande, trabajaba en el puerto, no había mucha teca ahí, y en el cuadro tampoco, ya le habían dicho que no le pagarían. El Gordo le preguntó a Antonio, el técnico, si él se pagaba las unidades si lo ponía en el plantel. Antonio, que era medio soretón, dijo que lo iban a hablar en el vestuario. El Gordo pagó la multa, y me acuerdo de su cara de felicidad caminando para la cancha. Nuestros amigos y compañeros del barrio estaban divididos, “¡andá, gil, cómo vas a andar pagando para jugar!”. O vamo' arriba, Gordo, qué bueno que puedas estar. Perdimos con Racing, sin saber que al otro año, y al otro, seríamos campeones de todo, aunque ya sin el Gordo, que salió en la foto porque llegó corriendo porque tenía que andar acomodando contenedores en el puerto.

No es igual, ya sé. Yo jugué y salí campeón con la diaria, con mis amigos, metí gambetas y ollazos, me fajé y tranqué con la cabeza, pero me parece que así, en los últimos estertores de mi plana -dice plana sí, no plena- idoneidad, quiero estar y jugar. Así acomodé mis caderas viejas, y empecé a buscarle la vuelta al viaje. El pasaje fue tan fácil como doloroso. Era poner la tarasca y a otra cosa, eso sí, volviendo el 20 porque, sin que me lo diga Diego Alonso, yo sé que los uruguayos siempre soñamos con ser campeones. La acreditación de la FIFA ya estaba, pero la visa, la Hayya, no. ¡Escúcheme, príncipe, que Cono es nombre, no apellido! Y entonces cuando ya estaba todo gatillado, el pasaje, la acreditación y las entradas, faltaba poder entrar, y con ello el alojamiento.

Si me costó llegar acá intentando resolver un entripado que aún no resuelvo, no podrán creer lo que me pasó con el alojamiento. Mi persecuta me hizo dudar por semanas del ofrecimiento de Ulrik, lanzado a la marchanta en los mares embravecidos de internet. La cosa fue así: entré a averiguar quiénes éramos los y las periodistas uruguayos que viajábamos, y quién había quedado con lugar extra de alojamiento o desparejado. Nada, ya estaba todo acomodado. No somos muchos, y la gente y las empresas hacen esto con tiempo. Nada, y esta vez no había ni Booking, ni Airbnb, ni un conocido de una amiga que vive allá.

Esta vez la gran inmobiliaria es el Estado de Qatar y nada, nadie tenía lugar para una estancia módica. Entonces, un fotógrafo, que al final no vino y a quien yo no conocía, me dijo que él tenía un correo de un fotógrafo danés a quien no conocía pero sabía que estaba ofreciendo un lugar. Le escribí a Ulrik, y como no conozco al Fibra ni a sus contactos me puse a googlearlo sin suerte. Ulrik Pedersen hay varios. Un futbolista danés internacional, un economista, un usuario de Facebook, y a juzgar por los créditos de miles de fotografías, un fotorreportero, sin ninguna entrada, sin ningún sitio.

Ulrik me respondió a vuelta de correo, me contó cómo fue que había terminado quedando él solo con ese apartamento tan lindo -sus colegas se habían bajado del viaje- y me mostró las fotos y el link del lugar. Un chiche el derpa, recontra chiche comparado con lo que los miles de rioplatenses han definido como la cárcel, el Barwa, o la playa de contenedores hechas habitaciones. El Ulrik dejándome pegada la etiqueta del Google Translate me apuró si le pagaba por Paypal o transferencia, y yo que soy un canario traumado por las burlas de la metrópoli sentí que me estaban pescando como a mojarrita sembrada en tajamar. Un phishing de aquellos.

Hice que Bermúdez Mastrángelo le escribiese a una dirección que tenía el dudoso dominio de su propio nombre punto com, y la respuesta a la que tuve acceso inmediatamente era igual. Pregunté por lo menos a una decena de mis hermanos fotoperiodistas si lo conocían. Pregunté aquí y allá. En Uruguay y en Europa. Nada. Nadie lo había tratado. Pasaban las semanas, se venía el momento del viaje y yo seguía sin alojamiento, y con el derpa ahí esperándome, además del ofrecimiento de que él dormía en el living y yo me quedaba solo en una de las enormes piezas. Mi persecuta en aumento. Ulrik me pidió datos. El club de pesca crecía, pero al fin y al cabo quien no sabe que mi segundo nombre es Cono, que mi pasaporte empieza con D y la cédula, que andá a saber si no es una de las 80.000 hackeadas, empieza con 3. Ta, yo se los doy.

La FIFA acodamation no me encontraba acomodo, y le escribí a Ulrik que le pagaría en mano, que yo llegaba el 19 e instalado en el apartamento me haría cargo de mi deuda. Era tan simple como eso. El fotógrafo danés, que ahora está a un metro mío editando sus fotografías de anoche, me mandó el voucher, me dijo que no había problema, que me instalara, que yo llegaría antes que él y que no había problemas con la plata. Te das cuenta, es para sentirse mal.

No me gustan muchas de las cosas que a distancia me he enterado de otras formas de vivir de otras sociedades que no son la mía, ni puedo determinarlas o encasillarlas porque no las vivo.

Mi concepción de vida dista muchísimo de esta. No puedo comprender unos principios religiosos, porque me cuesta entenderlos todos, pero mucho más cuando obligan a principios de vida que se emparentan con prohibiciones y permisos que minimizan a la mujer, por decir algo fácilmente observable. No me gustan muchas cosas y están todas entrelazadas en relación a la vida, a vivir, en Qatar. No me gusta la desigualdad, el sometimiento a la mujer, el desconocimiento y el castigo a la homosexualidad, y seguramente decenas de cosas mas.

Y aquí estriba otra de las contradicciones, porque estoy aquí en mi condición de periodista, contando, divulgando, informando y hasta tal vez exaltando algunas de las cosas que pasan en esta Copa del Mundo.

Estamos en la ciudad de Al Rayan, a 15 minutos de ómnibus del increíble Qatar National Convention Center, la superestructura edilicia de 40.000 metros cuadrados de construcción en un amplísimo espacio de 200.000 metros cuadrados. Es allí donde está el Centro de Prensa, el primero en ser único, dado que antes, al ser en cada una de las ciudades, había varios. Al Rayan es como Las Piedras, pero por la enorme oferta comercial que hay en algunas de sus avenidas la he definido como un Chuy atómico. Parece que por aquí, en New Al Rayan, hay poco qatarí y mucho, muchísimo, inmigrante. He ubicado y tratado a decenas de indios, pakistaníes, filipinos y africanos en general, aunque parece que hay mayoría de keniatas. Muchos de sus connacionales han muerto en la feroz y carnívora evolución de la ciudad Estado, principalmente para este Mundial, donde, como se sabe, según las cifras que reveló The Guardian, los obreros muertos llegarían a 6.500.

Estoy en una ciudad dormitorio a media hora de metro de conectar con la ciudad de los lujos y la ultramodernidad. En cada esquina veo a decenas de inmigrantes. Algunos son choferes de Uber, o de taxi pescando viajes, otros creo que lo toman como punto de encuentro o de buen wifi en donde, se aprecia, hablan con sus familias en sus países originales. Estos pobladores son extremadamente solidarios y atenciosos. Muy. Saludan, hablan, se ofrecen a ayudar, pero creo, por mis experiencias, que les da miedo hablar de sus experiencias laborales. Sospecho que sus condiciones de trabajo son inaceptables en un régimen laboral como el nuestro, pero lo que sí te dicen es que ganan mucho más que en sus países. Las contradicciones de la humanidad.

Lo otro que me resulta inaceptable es la condición de vida de la mujer. Sólo ver a esas mujeres absolutamente tapadas de negro y tan sólo con la visión frontal despejada me pone los pelos de punta. Sin poder explorar ni atestiguar, imagino una condición de vida que no quiero ni para las mujeres ni para nadie.

Los dejo porque mi permitido es el Uber de madrugada a la salida de los estadios, cuyos partidos para nosotros terminan cerca de las dos de la madrugada, y ahora me voy a tomar un bus y un metro gratarola para llegar hasta la práctica de Uruguay.

Abrazo, medalla y beso.