#SpoilerAlert: Si a esta altura de sus vidas ustedes aún no han completado entre barriales, cáscaras de maníes, semillas de tangerina y grasa de torta frita una temporada de la B, aún no han vivido la completitud del fútbol.
El mundo de la B es un barrio en el mundo.
La B es el Rey del Maní en su carrito mitad bicicleta mitad tanque, gritándole desde la explanada al Pato a dónde tiene que mandar el centro.
La B es un jardincito frontal de una casa de bloques con olor a jazmines y tuco, con unas cumbiambas y mate lavado. La B es el canchero fogoneando la caldera a leña y su hijo jugando de 5 de cuarta a primera.
La B es el hueco del alambrado, los vestuarios abovedados como si Eladio Dieste hubiese pensado su obra con placas acanaladas de dolmenit.
La B es esperar el sábado más que el baile, es recorrer los barrios, bajarse mal del bondi.
Cuplé de la gente
Empieza la B. Es un detalle informativo importante, insoslayable, pero acá lo que importa, viejo, es que vuelve la B a las canchas, con nosotros en las tribunas, entre el barro que salta de los tapones gastados, entre los conos de papel de diario del manicero, entre los gajos de la tangerina, el café-café, Sorocabana café, y la grasa de la vaquita casi imperceptible en el delantal del que está friendo en una olla para quemador, pero presente en esa mordida fría y en el papel que oficia de servilleta mientras le escupís al 9 de ellos que acaba de patear de media distancia: “¡Andá a tirar de un carro, hermano!”.
Empieza la B con nosotros en las tribunas después de dos años de ayuno forzado, de síndrome de cemento escalonado, de alambres de púa oxidados, de puteadas vivas con olor a pasto. Con nosotros en los barrios, en las canchas, llegando a cada esquina.
Y eso sin dudas es lo más importante. Lo otro, quiénes juegan a qué hora. Porque la B es los sábados, ¿verdad? Cómo es la competencia, los ascensos, los descensos y otras minucias están bien explicitados en esta nota de Garra. Allí encontrarán todo lo asible, lo comprensible, pero ni en Garra ni en ningún lado podrán incorporar a sus vidas la sensación única e irrepetible de vivir el fútbol.
Respeto de hincha
Hace unos días terminé llorando al leer el texto del obituario del argentino Gerardo Rozín escrito por Alejandro Seselovsky y titulado Respeto de hincha. Allí Seselovsky sentencia, como si estuviera de este lado del Río de la Plata: “No creo que el fútbol sea un deporte, o que lo sea estrictamente. Un deporte es el básquet, el tenis es un deporte. El fútbol, en cambio, es un estatus de la cultura, un tejido de identidades perfectamente determinadas y cuyo acto se desarrolla hacia adentro de un territorio que a su vez es determinado por un himno y una bandera: hacia adentro de un país.
No le encuentro ningún sentido mirar al Chelsea, por decir uno. No estoy al tanto de esa historia, ni de qué han sufrido o gozado los barrios de los cuales vienen sus hinchas, ni qué significan esos colores, ni qué tonelaje simbólico hay detrás de ellos. Le encuentro todo el sentido del mundo mirar un Chaca Atlanta porque sé lo que se canta en el Pancho 46, porque sé que son los metales de Dancing Mood los que suenan en el León Kolbowski.
Porque vivo a seis cuadras de la cancha del Calamar y porque Goyeneche. Porque de chico competía para GEBA y la pica era con Ferro. Porque sé que ir de visitante al Cementerio de los elefantes te hace salir de frente a las ventanitas del Fonavi. Porque me duele todos los días un poco que Diego esté muerto.
¿Chelsea? ¿Qué Chelsea? Eso es para gente a la que le gusta el fútbol. A mí gustarme me gusta el dulce de leche. Al fútbol lo vivo”.
Empieza la B, esa que los periodistas ahora llaman con el tecnócrata nombrete de Segunda División Profesional. Y no, no hay cientos de miles de nosotros pidiendo a gritos la B como si fuese el oxígeno preciso para seguir en esta vida de big data, gobiernos de CEOs, pandemias y guerras.
El campeonato hay que jugarlo. Está bien, es un engranaje indispensable en el marco de la competencia. Es un laburo que no dará para la gran vida, pero que es lo que cientos de muchachos honran. Es una fábrica que no puede cerrar. ¿Y qué, si no somos más que unos cientos de miles los que hemos vivido en las entrañas de ese limbo, purgatorio, y hasta paraíso? ¿No valemos tanto como ustedes que tienen sus tiempos compartidos en la Ámsterdam o en la Colombes?
Plan B
La B es un espacio de sueños y dramas, de dolores y alegrías. La B es el pueblo, es el barrio, es la unidad básica de la calle, con los yuyales, de los maníes y las tangerinas, de las tortas fritas y los mostradores.
La B es la escuela del arte de bajar en segundos tres o cuatro escalones-gradas para quedar junto al línea y ofrecerle su versión discordante de la sanción de aquel orsai. La B es el callejón sin salida del Fossa, el murito del Palermo y el Méndez Piana. La B es un viaje de una hora en un Coect.
La Voz
La B no podrá ser nunca este Gran Hermano continuado de césped sintético. No es un shopping, no es una feria de autos usados. La B somos nosotros, son los clubes, sus barrios y algunas instituciones que están lejos de los bingos o kermeses y cerca la bolsa, y de los papeles de Panamá.
La B es una transferencia por 500 costillas vacunas, un gol de arco a arco, o un viejo crack al que le tiran un sutién, y lo hieren más que con una voladora que te deje tatuado una docena de tapones de clavos en el pecho. Es el Panza dibujando por la zurda, el Mamaso sacándola de un dedazo del estadio o el Loco gambeteando de arco a arco, haciendo un gol que ni Maradona hubiese hecho, para que un cuervo anule aquella maravilla porque le pareció ver mano o foul.
La B son niños y niñas que corretean por la explanada de la tribuna mientras sus mayores gritan o cotillean entre mates, roscas de chicharrones, pastelitos de dulce y tortas de chocolate emergentes de plásticos envases de helados Crufi travestidos de tupper.
Eso es la B, y para vivir el fútbol hay que vivirla.
Jefe, ¿este me deja cerca del Olímpico?