El frío de la tarde cuando se apronta para ser noche empieza a calar los huesos a campo abierto. En la esquina de la ruta 5 con la 56 hay campo, una rotonda, una estación de servicio y una parada de ómnibus interdepartamentales.

Ahí, en esa esquina inhóspita y destemplada de rutas y campo, veo un par de personas apretadas contra la pared de la desguarnecida y descuidada construcción, mientras espero un ómnibus que me llevará a Durazno a la instancia de presentación de la Copa Uruguay, un torneo que he pensado, anhelado y soñado. Uno de ellos es Raúl Giménez. Raúl es un experimentado y muy eficiente zaguero de Florida, posiblemente de los mejores defensas centrales del fútbol de los pueblos del sur del país.

Lo saludo con el gusto del hincha, después de verlo hacer un magnífico campeonato con la selección de Florida. Como tiene puesta una camperita de su nuevo club, el Centro Recreativo Porongos de Trinidad, le digo: “Voy para tu sorteo, el de la Copa Uruguay, a ver a quién te saco de rival”. Giménez, que podría ser Nicolás Rebollo, Mauricio Capricho o quien fuera de los miles de jugadores que se plantan en su área de terrones y matas de pasto y ponen el cuerpo como bagual para ganar en el cabezazo, se sonríe e ilusiona pensando en esos partidos, en esos rivales, en esa copa de verdad.

En eso, se acerca como bólido por la ruta un ómnibus con destino a Paso de los Toros. “¿Entrará a Durazno este?”, pregunto. Raúl, baquiano de viajes agarrados con alambres, me contesta que sí. Ya lo conoce: Giménez, ahora en Porongos, el club que más veces ha interactuado con los de la Asociación Uruguaya de Fútbol (AUF) en torneos que apuntaban a integrar las competencias de la Organización del Fútbol del Interior (OFI) con las de la AUF, viaja a Trinidad dos o tres noches por semana para entrenar con el equipo, porque en el interior para parar la olla hay que trabajar primero y jugar después, y los entrenamientos se programan para después del laburo.

Raúl tiene 35 años pero le brillan los ojos de ilusión por el fútbol. Cada día tiene que llegar a la ruta, meter una hora y media hasta Durazno, posiblemente parado, y desde allí conectar con otro ómnibus que lo lleve a Trinidad y, al llegar a la capital floresina, tomarse los últimos mates lavados antes de empezar a vendarse para la práctica con otra veintena de hombres y muchachos que vienen de trabajar, estudiar o lo que sea. Son cinco o seis horas por día entre aprontes, viajes y prácticas. Por unos pesos, está bien, pero fundamentalmente porque son futbolistas, aman y sueñan con el fútbol.

Hay por lo menos 500 Giménez en los 24 participantes de OFI en esta Copa Uruguay. Son los mismos que trabajan de lunes a viernes y juegan o entrenan sábado y domingo; los que se quedan sin vacaciones con la familia porque tienen un partido con la selección del pueblo o porque los llamó el club; los que cada día se paran frente a los televisores a ver a sus ídolos, sus cracks, que están tan cerca pero tan lejos.

Son mil los Raúles que jugarán con el club del pueblo o el del otro, anhelando el mismo sueño de cuando, descalzos y con una camisetita de otro cuadro –al que tal vez ahora les toque enfrentar–, se mezclaban entre los gurises del barrio con la idea fija de jugar y ganar la copa.

Hay, y ha habido siempre en nuestro universo, mucho más que Nacional y Peñarol, que Solé y Víctor Hugo, que De León y Bengoechea. En cada uno de nuestros pueblos, tal vez a imagen y semejanza, pero tal vez también desde su propio fuego, tenemos a vecinos, parientes, doctores y verduleros que cumplen con su rol de héroes de la adhesión a la camiseta.

Esos hombres y muchachos de hoy, los viejos del mañana, nunca pierden la llama de ser ellos, como un día lo hicieron Cavani, el Luis, Darwin, De Arrascaeta y decenas de estrellas más. Son quienes toman la posta de mantener viva la llama de los estadios apenas iluminados, el recuerdo de los cracks de antaño, semidioses de camisetas de algodón o juilliard, y el sueño de un día jugar la final en el Centenario.

¡Guambia, Brian! ¡Ojo, Pablo!, que no te cruce el Raúl, que no va a dejar de hacerte mantenimiento, chapa y pintura, porque esa globa será de él. Lo mismo que ese ómnibus que a la madrugada lo dejará a dos kilómetros de su pueblo. Lo mismo que esa ilusión a la que no deja ni picar.