“Y he sabido, guitarra, que este otro perro que criaste, ladrador, campesino, a veces manso o vigilante, que roe su propio hueso en la penumbra y gruñe cual casi todo perro popular, vagará por tus anchas veredas, tus milongas sangrantes, hasta morir también, tal vez un día, de soledad y rabia, de ternura, o de algún violento amor; de amor, sin duda”.
Alfredo Zitarrosa

Hablar de Fabián O’Neill nos interpela, querido país whiskero; si nos interpelará. Hablar de alcoholismo es fino. Para ello hay que haber bebido, o hay que haber estado cerca de quien se lo bebió todo. Al alcohol se lo vincula con la fiesta y también se lo vincula con el dolor. Se lo mimetiza en dosis, y se le cargan las culpas a sus muertos y a sus estragos.

Pero, a la vez, cuando el estrago es corto o es lento, o ni es estrago la palabra sino un vínculo íntimo, hay otras formas que existen de beber. No se puede hablar de alcohol desde el balcón moralista. Eso también es muy yorugua. Porque a O’Neill lo tenemos en casa. En el tío, en el abuelo, en la prima o la tía, o en la vieja, dura con el escabio. O en vos mismo. El alcohol te carga años como fichas en un flipper. En la acidez y en la resaca el alcohol habla. Después, calla para siempre.

En un penal de doce pasos mucha gente lo ha engañado. Es otra la ciudad sin ese bálsamo. Hay quienes lo acomodan y se desfinancian y vuelven y así, van como surfistas en olas de clericó. Hay quienes se entregan a la convivencia, hay quienes se aferran a la muerte lenta del estaño, y hay quienes lo habitamos como podemos. Está en casi todo. Y está casi siempre, como otras droguitas permitidas que guardamos en el cajón.

El alcohol es un amigo, tan duro, tan blando. Pero no por eso hay que quererlo siempre. Es el amor de la adolescencia el alcohol, o de antes, como Fabián, que empezó a tomar a los 9. El alcohol es como el mar, hay que tenerle respeto. Es el refresco perfecto. La sensación, el alivio: llegar, brindar, terminar, empezar, estar, conocerse, desconocerse, alejarse, volverse a ver. No me vengan con panfletos de poder vivir mejor, que vivir como podemos es vivir también de amor.

El alcohol está en la victoria y en la derrota; la tarde de los dos caños a Nicolás Rotundo, y la de los tres a Gennaro Gatusso. Todo avisado. Estuvo sentado en el banco de suplentes del Mundial Corea Japón 2002, aunque el Chengue Richard Morales, su amigo, haya gritado un gol con su camiseta. Estuvo cuando se retiró sin cumplir 30 y estuvo cuando se escapaba de Nacional, en las inferiores, porque extrañaba el pueblo. Estuvo cuando murió su abuela y estuvo cuando murió la mía. O’Neill vivió en mi abuelo y vivió en su padre. Y ellos vivieron en él. Con O’Neill murieron ellos de nuevo y murió un icono.

Murió uno de los nuestros. Sócrates, Garrincha, René Houseman, George Best, O’Neill. El alcohol no se los llevó, se fue con ellos. El tiro libre contra Santos no se mancha, un beso en el escudo tampoco. La resiliencia no se mancha, Cagliari, resistir, cambiar envases. La magia no se mancha. La magia te define.

Con Fabián O’Neill se nos murió un pedazo. Ese pedazo tangible de los rollos cotidianos y ese pedazo intangible de la admiración. A Fabián O’Neill le agradecieron su hijo y sus hijas, y su pueblo le agradeció. Yo le agradezco a mi viejo que me llevó a ver a O’Neill, y le agradezco a O’Neill, sin dudas.

Sin saberlo, con su gracia, fue tejiendo una cadena obnubilada que lo llora y lo agradece. En aquel tiempo que jugaba con la 6 o con la 13, ya le gritaban “borracho”. Nunca se enojó por eso O’Neill, siempre levantó su dedo pulgar, no lo reivindicó ni lo negó, ni hizo de su rollo lástima, ni tuvo dos caras, ni vendió humo, ni habló desde el balcón moralista. Vivió como quiso, vivió como pudo, O’Neill. Vivió como O’Neill.