Cuando en la tarde del primer día de abril se juegue en el Campeón del Siglo el primer clásico oficial del año entre Peñarol y Nacional, seguro importarán la alineación y el desempeño de Matías Arezo en el equipo carbonero que va puntero del Apertura, así como la impronta estratégica que determine Álvaro Gutiérrez en Nacional. Pero todo eso rápidamente se licuará en la memoria histórica de uno de los más añejos clásicos de la historia del fútbol mundial.

Lo que no quedará en el olvido y será recogido en la historia –en la nuestra y en la que administren las inteligencias artificiales– es que será la primera vez que los clubes más populares e históricos de Uruguay se enfrenten con una absoluta restricción en las tribunas, dado que será la primera vez que –sin estar sancionado un club o su parcialidad– se impide asistir a un grupo de aficionados por el simple hecho de no estar identificado, o asociado, con el dueño de casa. Esta vez el que manda es Peñarol, pero en unos meses será Nacional, y entonces miles quedarán sin la posibilidad de ver un clásico en vivo.

Lo que lo hizo clásico, y ya nadie lo cambiará, fue la gente, la competencia, la identificación y la presencia. Eso fue lo que desde el espectáculo en los estadios fue saliendo hacia los hogares, los trabajos, los centros de estudio, los boliches, las esquinas.

El clásico sin gente del otro retrasa y descompone desde un intento de mirada a largo plazo hacia un evento maravilloso que es propiedad del fútbol uruguayo y su sociedad.

La exclusión directa de todo aquel que no sea socio o hincha del club dueño del estadio termina una historia de casi 120 años y más de 500 partidos.

Cuando el futbol pasa a ser un contenido televisivo que tiene como set un rectángulo verde de 100 metros por 70, lejano, muy lejano del estadio, el Peñarol-Nacional no es el clásico que, se sea del cuadro que se sea, conocimos con distinta intensidad.

Público privado

¿En qué rincón de la mente, en que córner de la piel van a quedar esos recuerdos, esas emociones? En ninguna. ¿Un neurólogo, un sociólogo, un filósofo, un hincha acaso puede explicar cómo se recrean esas emociones? ¿Acaso con el recuerdo de la pantalla de televisión y el replay del gol visto desde la mayor altura de la América?

Nadie podrá quitarme la difusa sensación de mi primer clásico desde la Olímpica con el Pardo Julio César Abbadie, un abuelo en mi visión de niño por ser un hombre canoso, que corría por la raya y les mandaba centros templados a Alberto Spencer y Juan Joya Cordero mientras Domingo Pérez metía velocidad de recordman para asistir a Celio Taveira Filho. Tengo ese recuerdo como una película en súper 8, pero también la de los poperos con bolsas enormes cargando decenas de paquetes moviéndose como equilibristas, colocando su gastado mocasín en el único resquicio de cemento que quedaba entre un hombre de Nacional y un niño de Peñarol mientras el cocacolero, cuatro filas más arriba, llevaba en su contenedor de lata botellas y hielo haciendo caso omiso a una muchacha de Peñarol que quería que su novio de Nacional le comprar una Fanta. Siento el sol de diciembre la primera vez que fui sin mi viejo pero con el padre de Alberto Núñez, mi compañero de banco de la escuela. Recuerdo el chorizo al pan que, parados a la vera de las escaleras de la Colombes, me compró mi tío, el Vasco Muracciole, cuando ya era un iniciado liceal autoválido para el fútbol pero sin permiso para ir solo entre las multitudes.

The Last of Us

Los clásicos de local y visitante, en estadios propios y con una ínfima presencia de aficionados de los contrarios o sin ellos, directamente cambian el paradigma del clásico, que tempranamente adquirió esa jerárquica definición, para pasar a ser otra cosa que tal vez atiendan los futuros guionistas de Black Mirror o la tercera remake de Her.

Es que estos partidos podrán ser maravillosos espectáculos, plenos de seguridad y comodidades, o trágicos bodrios violentos que aumentarán la sensación térmica de la inseguridad, pero serán los primeros de la más absoluta restricción de asistencia por preferencias emocionales. Desde aquel amistoso del 15 de julio de 1900 en el Parque Central, por entonces propiedad de la Compañía de Tranvías a la Unión y Maroñas, hasta el de la Supercopa que dio inicio a la temporada 2019, nadie había quedado excluido por sentimientos de admiración y adhesión (o ausencia de ellos) hacia los contendientes.

Fuera de la cancha, lejos del televisor, somos tan hinchas como en el estadio, pero no festejamos muertos ni llevamos chumbos, ni arrebatamos banderas o gorritos, ni vamos calzados. Hoy, el ejercicio que aprendimos desde chicos, de vivir el clásico con los nuestros y con los rivales, se ha transformado.

En Uruguay un clásico, un partido entre Nacional y Peñarol, representa la invitación a una fiesta, a una ceremonia festiva, y eso no debería cambiar. No.

El sábado juegan, es a las cuatro de la tarde en el Campeón del Siglo y solo con hinchas y socios de Peñarol. Va a estar bueno, muy bueno, seguramente, y ni yo ni ustedes se lo perderán, pero no será lo mismo.

Punto de encuentro

¿Cómo eran aquellos clásicos fuera del Centenario cuando durante 30 años jugaron en otros lugares? ¿Quiénes iban? ¿Qué significaba ser locatario o jugar en su cancha?

Fueron más de una centena de partidos entre tricolores y aurinegros entre aquel amistoso del aún ajeno Parque Central de los tricolores y el de la cancha de la Estación Pocitos en 1929, antes de la inauguración del Centenario, y fueron los que sin dudas le dieron el sello de clásico y lo fortificaron.

Donde los hubo más fue en el Parque Central que, remodelado tempranamente y ya propiedad de Nacional, albergó más de 70 clásicos, sin que hubiese allí prioridad para hinchas de Nacional. Iba el que quería y podía. Lo mismo sucedería en Las Acacias y el estadio de la Estación Pocitos, los primeros dos estadios carboneros.

Pero también se jugaron una decena en el viejo estadio de Belvedere cuando lo usufructuaba Montevideo Wanderers, y en el Parque Pereyra, magnífico escenario construido para la Copa América de 1917 y el más grande de todos los estadios uruguayos hasta la construcción del Centenario. Ubicado exactamente donde hoy está la Pista Oficial de Atletismo, fue el primero en albergar más 30.000 personas en 1917, cuando Montevideo tenía 378.000 habitantes. Ese primer clásico en el Parque Pereyra se jugó en medio de la larga disputa de la primera Copa América. Hasta 1920 se pudo jugar ahí y se fijaba ese escenario para que la gente fuera.

Entre 1921 y 1929, con el cisma de 1923 a 1926 incluido, lo que limitó tres años de clásicos, se jugó en el Parque Central (15.000 personas) y en la Estación Pocitos, que tenía capacidad para 10.000 personas.

Aquel 28 de setiembre de 1930 cuando el Centenario albergó su primer clásico, pudieron asistir 45.000 uruguayos, sin importar si eran de Nacional, de Peñarol, de Misiones o de Olimpia; se abría la puerta para el clásico de la gente, sin importar filiación, camiseta, nacionalidad ni lugar.

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