Mi pobre experiencia en esto de definir pueblos, ciudades y gentes de un lugar al que uno llega de paso como laburante y haciendo foco en el seguimiento de una competencia, me lleva a ser cauto y abierto en cuanto a definiciones globales o genéricas, pero ello no quita que no libere mis emociones, que a veces pueden ser coyunturales por lo que le pasa a uno o al colectivo que está siguiendo, por las condiciones de trabajo, por las condiciones de vida nómade, pero siempre hay un encuentro más puro con el lugar, que librado de esas variables coyunturales deja una marquita en la vida.
Siempre recuerdo una apreciación de Ricardo Piñeyrua, cuando el grupo de 14 uruguayos que incluía al gran Jaime Ross y que nos hospedábamos en el hotel Diamon Protea de Kimberley, dejábamos aquel lugar: “guarden bien este recuerdo porque seguramente ninguno de nosotros vuelva a esta ciudad a las que nos trajo el fútbol”, dijo el Profe.
Cada vez que llego a esos lugares, que capaz no estarían en mi expectativa de viajero, pienso en aquello y busco conectar y disfrutar del lugar, de la estancia y de la coyuntura.
El viaje a Santiago del Estero me lo hizo el fútbol y el avance de la celeste y quedará en mi memoria.
Para conectar con una ciudad y su pueblo tengo la teoría de que hay que caminarla, hablarla, sentir sus olores, sus sabores, oír su musicalidad. Hay que embarrarse los championes donde las calles de tierra hacen esquina con el carbón encendido de los domingos, y también mirarlos en las vidrieras del centro.
Chamuyarla y que te chamuyen, que el taxista te diga chango, patrón, hermano, amigo, que un ocasional interlocutor, un Chango Google de esos que te orientan cuando parece que este medio perdido se arrime a un bolichito para regalarte un pegotín de 100% Santiagueño, “porque parece que le está faltando a su termo”.
¡Ay para que vas a callar el silencio!
Santiago del Estero, la madre de ciudades es larga y extendida.
La chacarera es rock, es murga, y es mucho más que la banda de sonido de la vida de changas y changos. Lo sé por mis caminatas con los auriculares enchufados mientras Los Carabajal me acompañaban
“La luna es un terrón que alumbra con luz prestada
Solo al cantor (que canta coplas del alma)
Le estalla, en el corazón, el sol que trepa por su voz
Cantor para cantar si nada dicen tus versos
Ay, para qué vas a callar al silencio
Si es el silencio un cantor lleno de duendes en la voz
Santiago es un cantor que canta la chacarera
No ha de cantar lo que muy dentro no sienta
Cuando lo quiera escuchar entre a mi pago sin golpear”, dicen en “Entré a mi pago sin golpear”.
Santiago es chacarera, lo supe desde que me bajé de aquel ómnibus después de 18 horas arriba, y también por la interacción de la gente que incluye al morterense Javier Mazzuca, a quien conocí buscando a La Josefa, el futbolista que imantaba los días de Marcelo Bielsa en lo de los abuelos , en Morteros, Cordoba.
Bueno, Mazzuca me sugirió que me internara en el mundo de Don Andrés Chazarreta, “inventor” de lo que se llama el folklore argentino, y ahí fui.
Sus calles se caminan de manera tranquila, y es una tranquilidad no asociada al concepto de seguridad policiaca, es una tranquilidad brindada por la gente. Es difícil encontrar un lugar en el mundo donde al forastero le digan vaya tranquilo que acá no pasa nada. Y no pasa, y es otra cálida sensación de esta ciudad que nos enamora con sus miles de motos de baja cilindrada, su centro pleno de peatonales y la gente que emerge en ellas después de la siesta o del horario siesta.
“Ya lo dijo el Peteco Carabajal en Desde el puente carretero: Si pasas por mi provincia con tu familia, viajero
Verás qué lindo es el río desde el puente carretero
Es cuna de mil recuerdos, de amores y de nostalgias
Corazón entralazado entre Santiago y La Banda(…)
Por nada olvides, viajero, lo que sienten mis paisanos
Seguro te han de querer como se quiere a un hermano
Y, cuando llega la noche, te pasas mirando el río
Seguro que algún dorado se besa con el rocío”
Con la celeste tatuada en el pecho, me llevo una chacarera que hará perdurar en mi un lugar y su gente, esos 14.000 changos y changas que alentaron a la celeste como si hubieran nacido al lado de la casa del Mago Carlos Gardel, en Tacuarembó.
Abrazo, medalla y beso.