Uno, dos, tres: están ellos tres. Ellos tres y la camiseta celeste y blanca. Ellos, el 8 de julio de 2007, ahí, en Barquisimeto, Venezuela, para darle cuerpo al equipo con el que la selección argentina goleó por 4-0 a Perú y se instaló en las semifinales de la Copa América. Ellos tres, que se enteraban a la distancia de algo que parecía imposible: en Buenos Aires nevaba. Ellos tres, Juan Román Riquelme, Juan Sebastián Verón y Diego Milito, tres que ni imaginaban en ese tiempo otro imposible, que el presente muta en realidad: ser presidentes de sus clubes. Rasgo argentino de esta era, rasgo que permite pensar a las instituciones, al fútbol y a la política. Rasgo en multiplicación: los ídolos del césped juegan el juego del poder.

“Poder es que te quieran”, sentenció Riquelme cuando lo ungieron titular de Boca en el final de 2023. “Igual que en la cancha, voy a dejar todo por este club”, aseveró Diego Milito el domingo 15 de diciembre de 2024 al ser elegido mandamás de Racing en unos comicios en los que desplazó a un oficialismo que venía de colgarse la medalla de ganar la Copa Sudamericana. ¿Es sólo porque son ídolos, como conjeturó buena parte de la prensa?

El periodista Juan Pablo Rubinacci acaba de publicar Presidente, con foco en Verón, acaso el primer ensayo sobre la construcción y la práctica política de un artista de la redonda que migra a la conducción de su club. “Creo que la popularidad y el éxito deportivo de un ídolo funcionan como una plataforma insoslayable para, al menos, hacerse un lugar en la consideración de los hinchas ante un escenario electoral. Luego esa legitimidad deberá ser revalidada, lo que no sucede por defecto ni muy a menudo”, analiza. Verón llegó a la cúspide institucional en 2014, cinco meses después de quitarse los pantalones cortos, y retornó luego, invariablemente a través del voto, como vicepresidente y, en 2024, como presidente. A Daniel Passarella −símbolo cumbre de River− y a Carlos Babington −emblema del mejor Huracán−, en cambio, la historia con la pelota no les garantizó recorrer con éxito sus horas presidenciales. Tanto que la gente terminó rechazándolos con más énfasis que los aplausos que les había dedicado en los días de futbolistas. En Argentina son la parte frustrante de una historia que no por eso se esfumó, sino que, en los últimos años, encadenó otros nombres, hoy vigentes: Luis Fabián Artime −el hijo del Luis mayor, hipergoleador en Nacional de Montevideo− en Belgrano de Córdoba, Gonzalo Belloso en Rosario Central y Matías Tapia −hijo de Claudio, que es el poderoso comandante de la Asociación del Fútbol Argentino (AFA)− en Barracas Central.

“Lo que aparece −evalúa Rodrigo Daskal, sociólogo especializado en deporte y vocal de River− es una utilización del capital simbólico, ese que supone ser ídolo, y ese capital hace un pasaje a la política. Pero hay otras dos dimensiones que se solapan detrás de esa escena: la lógica de la arena política de un club y el estado en que está esa lógica. La ventaja relativa de un ídolo no puede pensarse sin las otras ofertas políticas que surgen en ese club. En general, vencen a candidatos que no tienen ese capital simbólico, pero sí tienen un desgaste político”.

La avanzada de los ídolos más allá de las superficies donde se forjaron como ídolos transcurre en una edad en la que, con frecuencia, los análisis políticos remarcan a las crisis de representatividad. El propio jefe del Estado argentino, Javier Milei, no sólo escaló a la Casa Rosada desde fuera de los territorios tradicionales del hacer político, sino que afirmó su figura denostando a las formas clásicas y a sus protagonistas. ¿Late algo así en los clubes? ¿Una apuesta a lo que está fuera del sistema causada por lo que el sistema no resuelve? La insatisfacción con lo dado se vincula habitualmente con la salida a la luz de algo disruptivo. Pero acaso en los clubes ocurre algo más.

Lo sugiere el sociólogo Luis Alberto Quevedo, uruguayo y de larga residencia en Argentina, admirador eterno de Artime padre, a cargo de la sede porteña de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) entre 2014 y 2022: “Yo no creo que lo de los jugadores migrados a la política tenga que ver con eso que, en otros campos, llamamos outsiders. Los dirigentes de fútbol, de cierto tiempo a esta parte, han sido −o son− empresarios, gente de plata, del poder empresarial, percibidos con solvencia para darle algo al club. Ahora algunos de los grandes jugadores de la élite −o sea, una minoría entre todos los jugadores− son quienes tienen plata. Pero no sólo plata: se formatean distinto. Poseen otra formación, desarrollan una vida pública y saben usar la palabra. Pueden llegar con orígenes y con ideas diversas, pero el paso a la dirigencia es mucho más posible”.

Todas, de momento, son hipótesis. Menos una certeza: Milito, Riquelme, Verón y continúan los apellidos. Es probable que no haya que aguardar a la próxima nevada en Buenos Aires para que otro ídolo se vuelva presidente.