Peñarol juega en La Paz. No es la primera vez, ni será la última. El elenco que dirige Diego Aguirre va por la clasificación a cuartos de final de la Libertadores por primera vez desde 2011, cuando también dirigidos por Aguirre llegaron a la final.

Desde 1971 Peñarol ha jugado en La Paz por la Libertadores. La última vez que ganó en el magnífico Hernando Siles fue en 1989, 2-1 ante The Strongest por la fase de grupos que también integraban Danubio y Bolívar.

Trabajaba en el diario La Hora Popular y mi editor y maestro, Jorge Burgell, me envió junto a compañeros de El País, El Día, La Mañana, El Diario y Últimas Noticias, así como Radio Oriental, Carve y Universal. También estaba Gregorio Pérez, técnico alterno de Óscar Tabárez, analizando la experiencia de jugar en La Paz, porque meses después Uruguay jugaría allí por las Eliminatorias para Italia 90; lo mismo que el doctor Pedro Larroque, integrante del equipo médico de la celeste. Estaban Alberto Kesman, Carlitos Muñoz, Jorge Savia, Abayubá Hernández, Juan Carlos Scelza, Alberto Schiavone —que en ese viaje me enseñó (para siempre) que nunca se debe viajar sin un short de baño— y los fotógrafos Hugo Piastra y Antonio García.

Es bueno recordarlo y contrastar 35 años después aquel partido y este, que puede definir un momento histórico para los mirasoles.

Tratamiento con altura 

Realizar un deporte de alta competencia en una altura superior a los 3.600 metros sobre el nivel del mar no es fácil para quienes habitamos el llano y nuestros motores están habituados a otro consumo de oxígeno. La mecánica de la naturaleza humana precisa de una adaptación a esas condiciones de vida tan naturales como las de quien debe vivir bajo permanentes altas o bajas temperaturas, o azotados por el viento o la lluvia diaria, o la humedad o la sequedad. Se vive la vida en cada rincón del planeta y mucho más en donde hay sociedades establecidas desde hace miles de años. Se puede vivir en La Paz, y los paceños o los potosinos, los cuzqueños, los quiteños o los bogotanos tienen tanto derecho como cualquiera a practicar deporte, a competir.

Eso no quiere decir que a los demás no nos cueste, desde el punto de vista fisiológico, acomodar nuestras vidas en esos enclaves atípicos, por definirlos genéricamente. Por estos días de agosto de 2024, de comunicaciones online, radios por streaming, programas en Youtube, instagrameros y tuiteros, se ha hecho común la sorpresa y el desagrado de comunicadores que han llegado a La Paz, acompañando a los carboneros, por la incomodidad que genera en la mayoría las condiciones geográficas. Ta feo, sí; es incómodo, también. Cuesta hacer la vida diaria, pero es la vida, también en competencia.

La Paz sea contigo

El martes 21 de febrero de 1989 fue mi primera vez en La Paz -una ciudad que me resulta muy amigable y recomendable, la que después visité más de media docena de veces- y no fue un encuentro apacible ni disfrutable desde el punto de vista sanitario.

Eran tiempos donde primaba el dogma periodístico de que para ver y contar había que estar. Cuando no se firmaban las crónicas futbolísticas de partidos hechos por televisión o resultaba vergonzante confesar que un partido estaba siendo relatado a través de la visualización de televisión a kilómetros de donde estaba el estadio. 

Danubio y Peñarol eran los representantes uruguayos en fase de grupos (Nacional por campeón en 1988 entraba directo a segunda fase). Tocó con los bolivianos Bolívar y The Strongest y se jugaban los dos partidos de visitante seguidos, por lo que los equipos uruguayos acordaron un mismo lugar de estancia —en el llano de Santa Cruz de la Sierra— y viajar a La Paz el día de los partidos. La primera semana le tocó a Peñarol y la segunda a Danubio, y un grupo grande de nosotros compartimos los 15 días de estancia en Santa Cruz, viajando a la altura el día del partido. Seguramente, los más habituados, Toto Da Silveira, Kesman y Muñoz, ya tenían la experiencia de haber estado allí, o en las Eliminatorias de 1977, cuando en Tembladerani Tamayá Jiménez nos dejó afuera de Argentina 1978, o en la Libertadores de 1980, cuando Nacional inició su camino a su segunda conquista de la copa.

Con aires de no entender

Era joven, feliz e indocumentado, al decir de Gabriel García Márquez, cuando aterricé por primera vez en el aeropuerto El Alto de La Paz. Bajada del avión, y mi cabeza, tan frágil, me quiere hacer creer que me ahogo. O sea, sí, me ahogo, en el primer contacto con la escalerilla y el aire en la cara. “Caminá despacio que ya te vas a acostumbrar”, me dijeron los expertos. Dejá, muchacho, casi me desmayo.

Llegué al hotel a dejar la valija y de ahí al Hernando Siles. ¿Le pido un taxi? No, gracias, voy caminando. “¿Ya ha estado aquí? Mire que son 15 calles”, me dijo el boliviano. No, no pasa nada, me gusta caminar.

Tenía que descubrir el mito de la altura de La Paz, los 3.600 metros sobre el nivel del mar, el quedarse sin oxígeno. Un morral, carterita de cuero con el grabador, un par de lapiceras y un block de notas casero armado con los restos de una resma de cuartillas; saco, corbata y campera —porque el Illimani dice que ahí de noche, sea en pleno verano, tiene que hacer frío— fueron todo mi equipaje para hacer infantería, a buen ritmo, hasta los alrededores del estadio.

Llegué entero, mofándome internamente y rechazando a los que utilizaban el argumento de la altura. Hermosa La Paz, su estadio, su gente, los puestitos de comida con sus pacumutos. Yo parecía para jugar, aunque sólo escribiría un texto que un operador de Telex pasaría luego a la redacción.

En esa época de veinteañero aún jugaba fútbol de cancha una vez por semana, y entonces hice mi trabajo de campo e hice un buen trote alrededor del estadio. Después, al palco, a la cabina, a reportar la victoria uruguaya de Peñarol aquella noche ante The Strongest con goles del Pato Carlos Aguilera y del Fito Adolfo Barán.

Una noche mágica de aquel equipo que dirigía Ladislao Mazurkiewicz, con una enorme actuación de Aguilera, gestor del triunfo de aquel equipo que vistió de amarillo.

De noche, tarde, después de las notas y el Telex, a cenar algo livianito y al hotel a dormir. ¿Dormir? Qué ingenuidad de mi parte. 

Fue la peor noche de mi vida, una mezcla de dolor de oídos con malestar generalizado en todo el cuerpo y la nariz sangrando. Un desconcierto con enorme indisposición, pero perfectamente ubicable en la góndola de los efectos de la altura. Te agarraste el soroche, me dice el amigo del hotel. Acá es así y tú creías que la altura no existía.

Mamita, la altura. No es un mito. Incide y es inevitable. Pero hay que encarar y jugar.