Se murió Carlitos de Lima. La noticia llenó de dolor a sus afectos, a quienes aprendimos a quererlo, a quienes desde las tribunas del mundo trataron de ponerle la pelota al área para que él se ocupara de lo que todos querían. Era un peleador del área, un obrero del gol, pero la parca no perdona, te agarra, te sacude y te voltea, aunque pienses que al final, trastabillando y arrastrándote, puedas hacerlo otra vez. Te tira, te tala, te mata y chau. Pero ¿dónde queda esa bolsa de goles, esas alegrías transferidas a cientos de miles de receptores que las ponen a resguardo del tiempo? ¿En qué registro queda la placidez de su ser, su tranquilidad sin esfuerzo, su esfuerzo por darnos tranquilidad, su humildad como devolución, su esperanza y su bonhomía?

Carlitos fue un jugador, un goleador de amplio destaque, pero no destaque en revistas satinadas, programas de televisión y notas faranduleras, sino que, contrariamente a lo que sucede con estas estrellas con brillo propio que las cazan y las muestran en todos lados, Carlitos se quedaba ahí con su bonhomía y su don de gente, amargueando con su prosa corta y su cuenta de goles gorda.

Qué tipo bueno Carlitos. Manso y carretilludo.

Un goleador de nota con cada una de las camisetas que se puso, desde la de España, allá en el Prado Español de Florida, hasta la de Peñarol, la última con la que fue campeón a fines del siglo XX.

Son pocos los futbolistas que son queridos en todos lados y en todos los clubes, pero son menos aún, no sé cuántos podrán ser, los que son queridos por la masa de seguidores de clubes cuyo enfrentamiento es clásico. Carlitos fue campeón de América y del mundo con Nacional en 1988, con una presencia absolutamente determinante en el ataque tricolor, donde con su llegada hizo la diferencia del equipo que ganó todo –será por siempre inolvidable su gol en el Pascual Guerrero de Cali, cuando mató de pecho un pase larguísimo de Yubert Lemos y definió casi trancando con el golero Julio Falcioni, metiéndola desde el piso, conmocionando por tevé y radio a medio Uruguay, colocando a Nacional en la final de aquella Libertadores–, y también partícipe decisivo del título del quinquenio con Peñarol, ¡adonde ni saben cómo llegó!, como “sustituto” del casi fichaje de Diego Armando Maradona por parte de los carboneros.

Claro que Carlitos no fue el Diegote, pero nadie podrá olvidar su enorme contribución en la obtención del quinto título consecutivo de aquel Peñarol. El floridense había llegado ese año de Defensor, en donde, como en todos lados, se cansó de hacer goles importantes, y claro que no era Maradona, pero fue clave cuando en el raid final, en el que Peñarol no podía dejar ni un solo punto para llegar a la final de su quinto Uruguayo, hizo goles muy importantes, como aquel zurdazo empalmado de afuera del área cuando terminaba el partido con Cerro y Peñarol ganó 4-3. Uno de los goles más épicos que se haya podido convertir para Peñarol, porque ese zurdazo, inapelable y brillante –De Lima era derecho–, fue la última instancia de aquel partido. Antes había marcado también el de la remontada clásica ante Nacional, también 4-3, y así llegó la posibilidad de quedarse con la anual y definir el quinto Uruguayo consecutivo. Fue entonces que el contador José Pedro Damiani, presidente mirasol de ese entonces, lo bautizó “la mucama”, porque entra y hace el cuarto.

El goleador humilde que nos legó soberbias alegrías

Es una porquería hablar de la muerte, pero es removedor contar las cosas lindas de la vida, y Carlitos nos dio muchas.

Empezando por aquel impactante campeonato del Sur conquistado por Florida en 1982, con De Lima haciendo sociedad con Luis Bruschi, saciándose de goles albirrojos. Después se vino a Liverpool, que estaba en la B, y aunque no queden más que unos pocos recortes de aquella tarde, en el Parque Bossio, en la última fecha del campeonato le quitó el invicto y el soñado ascenso a primera a Huracán de Paso de la Arena, la sensación de 1984. Liverpool no se jugaba nada, pero para Carlitos todas eran finales del mundo, entonces le hizo cuatro goles para ganar 4-0 y después quedarse horas encerrados en los vestuarios hasta que los sacó la Republicana porque el goleador de la Piedra Alta había arruinado la fiesta. En aquel equipo estaba un joven Diego Aguirre, que tres años después sería campeón de América con Peñarol, y Carlitos lo sería con Nacional de la Libertadores y de la Intercontinental en 1988. Roberto Fleitas, que había sido futbolista de Liverpool y luego en muchísimas oportunidades técnico, era el entrenador, y fue quien años después llamó a De Lima para que fuese al elenco tricolor que conquistaría América y el mundo.

De Liverpool se fue al año siguiente a Ecuador y fue el goleador del campeonato con la Universidad Católica de Quito, y por ello el Deportivo Quito lo fichó en 1986 e hizo una excepcional Libertadores con el azulgrana quiteño, copa de la que terminó goleador. De ahí lo atrajeron de Europa y se fue al Austria Viena, pero Carlitos extrañaba y se volvió sin firmar contrato por una cifra millonaria. Otro enorme floridense, Gerardo Pelusso, lo había contactado, pero el goleador del Prado Español no se adaptó y, desacomodado, dijo que no. “Viena era una ciudad fantástica para conocerla a fondo”, fueron las impresiones que le transmitió a Marcelo Tasistro, que lo entrevistó para la diaria el 12 de setiembre de 2007.

Se fue a Botafogo en 1987 y de ahí a Nacional, para ser campeón de la Libertadores y después de la Intercontinental en 1988.

Una maravilla Carlitos, que seguía en su plenitud como cuando amargueaba de alpargatas bigotudas a orillas del Santa Lucía Chico. Llegó a jugar con aquel equipo campeón de todo un partido sin contrato a comienzos de 1989, pero finalmente se fue al Emelec de Guayaquil, en donde volvió a sembrar sus goles y hacerse ídolo de la mitad de la ciudad porteña. Después de dos temporadas de lujo en el equipo eléctrico de Guayaquil viajó a Chile, donde defendió al O'Higgins, para después volverse a Uruguay para siempre, donde empezó la saga de Defensor y después la historia de la mucama en Peñarol.

La humildad como sabiduría

Carlitos era dos años menor que yo, y supe de su arte goleador cuando desde el Prado Español sacudió al barrio rompiendo redes con España, El Expreso Rojo, con 18 años, y fue mi temprano ídolo en el Campeones Olímpicos llevando a Florida –con sus goles junto con Luis Bruschi– a la gloria del Sur. Después, cuando llegó con su bolsito de dos asas a Belvedere, ya supe de sus goles de cerca y pude acompañar su arte y esfuerzo en toda su carrera.

En 1997, en ocasión del último partido de las Eliminatorias para Francia 98, que se jugó en Maldonado ante Ecuador, hice de nexo para saber si quería, como homenaje a su carrera y en la plenitud de su presencia goleadora, ser convocado para aquel partido, pero Carlitos, con humildad y amplitud, dio su respuesta modesta y solidaria: “Muchas gracias, pero me gustaría que sea momento de los gurises”.

En el 2000 se retiró, porque sus rodillas ya no daban más, y se volvió a su lugar en el mundo, Florida, en donde desde hace unos años una de las tribunas del estadio que lo vio nacer como goleador, el Campeones Olímpicos, lleva su nombre. Su nombre, su vida, estará siempre cercana al arco, pero más allá de esa zona quedará presente en el área del recuerdo.

Va pelota, goleador.