Hay dos tipos de arqueros suplentes. Están los que asumen su improbable llamado a la acción y, por lo tanto, se convierten en la guía moral del equipo, celebran todas las bromas y ponen el hombro para las lágrimas de los compañeros protagonistas. Y están los que ahogan en silencio sus deseos más oscuros, hablan de “competencia sana”, pero esperan que la desgracia caiga sobre el arquero titular para tener su oportunidad y saltar al campo. O quizás todos los arqueros suplentes del mundo sean un poco de los dos tipos, dependiendo de la situación.

¿En cuál de los dos modos estaría la mente de Haílton Corrêa de Arruda –Manga– sentado en el banquillo del Goodison Park, en Liverpool, cuando los húngaros sentenciaron el 1-3 en el Mundial de Inglaterra 1966? El bicampeón Brasil, que había debutado con una victoria difícil ante Bulgaria 2-0 y le había costado la lesión de rodilla a Pelé, ahora se mostraba impotente y desordenado, lleno de errores tácticos defensivos y, en particular, a un Gilmar –el arquero titular– lento de reacciones en los tres goles. La prensa brasileña hacía leña del árbol caído y le exigía al entrenador, Vicente Feola, cambios profundos si de verdad quería ir por el tricampeonato y llevarse el trofeo Jules Rimet para sus vitrinas. “Se le notan los años a Gilmar”, se decía de la leyenda de 36 años, que había sido –vaya paradoja– el suplente del Brasil campeón en Suecia 1958 y el titular en la coronación en Chile 1962.

El próximo rival, cuatro días después, era un Portugal, que venía con un Eusebio bien encendido: 3-1 a Hungría en el debut y 3-0 a Bulgaria. Ahora, en la última fecha, los húngaros vencerían a los búlgaros y eso hacía que sólo una victoria ante Portugal, la sorpresa del torneo, diera chances a Brasil de saltar a la siguiente fase.

El entrenador arriesgó. Cambió la línea defensiva y le dio la oportunidad a Manga de debutar en un Mundial bajo los tres palos. Manga había nacido para esto. Desde su debut en Sport Recife con 18 años había ganado todo en el fútbol brasileño: tres campeonatos pernambucanos al hilo (1955, 1956, 1957) lo llevaron a un grande entre los grandes: Botafogo. Allí ganó dos campeonatos cariocas (1961, 1962), el torneo entre paulistas y cariocas (1962, 1964 y 1966) y siempre estuvo peleando la vieja Taça de Brasil, en distintas ediciones. Manga, con 29 años, estaba llamado a ser el héroe, el hombre que liderara una renovación generacional en el arco y le diera a Brasil el torneo, que consolidara una superioridad futbolística global que ya no iba a parar nunca más. Pero la historia se escribe a sí misma y es caprichosa.

A los 15 minutos Simôes salta de cabeza en el área, Manga despeja tímidamente y en el rebote un segundo cabezazo lo supera por encima y termina en la red. 1-0 para Portugal. Inobjetable. Pero lo peor ocurrió 12 minutos después. Centro llovido al área, un defensor brasileño salta de espaldas desesperado y el portugués Eusebio saca un muy tímido cabezazo que se instala entre las manos de Manga. O se hubiera instalado si Manga las hubiera puesto firmes: la pelota se coló por entre sus brazos y el arquero brasileño, con su juventud renovada, se mostró aún más desvalido y lento en reacción que el veterano Gilmar.

Dicen que el 2-0 es el peor resultado. Ficción pura. Pues si vamos a imaginar, yo creo que un partido que termina 3-1, habiendo estado 2-0 antes, ya estaba perdido desde el momento en que el rival hizo el segundo gol. Ese gol de Eusebio lapidó las chances de Brasil en el Mundial, sumado a la castración a un Pelé que no paraban de darle patadas de todos los colores, en especial el lateral Morais. Ni vendado pudo continuar el partido. La imagen del astro llevado en andas para abandonar el juego con un Brasil ya sin cambios es la imagen de la derrota del poderoso, lo que los alemanes llaman el Schadenfreude: el regodeo ante el dolor ajeno. Ganó Portugal 3-1, Brasil a casa en fase de grupos tras haberse jactado de ser invencible en dos mundiales, y Eusebio como maravilla imborrable de uno de los torneos con más controversias de la historia. Sí, porque la historia se escribe a sí misma pero algunas historias parecen querer guionarse de antemano cueste lo que cueste: Inglaterra necesitaba enfrentar a Alemania en la final y ganarle, como una revancha insuficiente de los bombardeos nazis 25 años atrás.

El destino

En fin. La derrota de Brasil tuvo múltiples culpables porque así funciona la culpa, como un talismán embrujado y transitivo que debemos pasar de cómplice en cómplice para que no nos queme tanto. Manga absorbió toda la culpa que pudo y respondió ganando torneos: dos campeonatos paulistas (1967 y 1968) y no llegó a estar en la tan postergada Copa de Brasil que ganó Botafogo en 1968 porque ya no estaba allí, sino en Uruguay. Pero no podía sacarse la angustia de haber fracasado en la esperanza el arquero suplente que no estuvo a la altura, aquel que debe ser el héroe cuando la situación lo llama y, sin embargo, en lugar de remendar lo roto lo profundiza. No podía permitirse ser la sombra del otro, del gran portero culpable de toda la historia brasileña: Barbosa en 1950. Aquel que murió solo y silenciado por una culpa que nunca tuvo del todo: la de no cuidar el primer palo –esa franja pocos centímetros a su izquierda, que era nada, insignificante, frente a un Maracaná abarrotado que le emanaba estímulos por todos sus rincones–.

Manga debía revertir su historia que es, a su vez, la de su país futbolero. Uruguay no iba a ser su humillación. Iba a ser su redención. Por eso cuando recibió el llamado de Miguel Restuccia, recién asumido como presidente de Nacional, aceptó como quien acepta un destino que aún no entiende del todo.

Manga, brasileño, se convirtió en uno de los dos arqueros más destacados de la historia del fútbol uruguayo. Jugó en Nacional entre 1968 y 1974 y, otra vez, ganó todo. Pero lo ganó desde otro lugar. Desde el que persigue la única victoria imposible: la que ya fue derrota y dolor en el pasado y, por lo tanto, no se puede cambiar. Ganó cuatro títulos de Primera División (1969, 1970, 1971 y 1972), una Copa Libertadores, una Copa Intercontinental y una Copa Interamericana, las tres en 1971. No hay hombre uruguayo que, habiendo sido niño esos años, no haya soñado con ser Manga.

Podemos analizar los datos que se desprenden del software Atilio, creado por la Comisión de Historia y Estadística del Club Nacional de Football. Ellos dirán que Manga disputó 340 partidos, ganó 190, empató 103 y perdió sólo 47. Disputó 30.209 minutos. Hizo un gol.

La mitología y un gol de arco a arco

El gol de Manga a Racing es un ejemplo vivo de mitología futbolística. Un gol de arco a arco en un partido irrelevante, en una fecha irrelevante, un miércoles de tarde de lluvia. No había nadie en el estadio Centenario. Sin embargo, todos “estuvieron allí”. Es el ejemplo más vivo de que la conversación se convierte en prótesis de la experiencia y la memoria colectiva. Eso es lo que nos mantiene unidos como sociedad: contar historias, anecdóticas o espectaculares; nos mantiene en un estado de interconexión con los otros al punto de que podemos difuminar lo que pasó o no pasó, lo que vimos y lo que no vimos.

Cuenta otra anécdota que Manga tenía problemas con el juego y a veces necesitaba dinero por adelantado. El arquero brasileño cobraba una prima por clásico ganado y un día llamó al presidente Restuccia para que le pagaran la deuda. El presidente Restuccia habría –siempre según esta anécdota– telefoneado al contador del club, que le informó que no había ningún pago pendiente a Manga. Al recibir la noticia, Manga respondió: “Ocurre, presidente, que usted me paga por clásico ganado. Este año hay seis, ya ganamos cuatro y aún faltan dos, así que, si no es mucho pedir, me gustaría que me los adelantara”.

Manga dejó Nacional en 1974. Volvió al fútbol brasileño, pero siempre estuvo cerca de nuestra tierra, en la Sudamérica de pampas y humedales, lejos de su Recife natal. Estuvo en los dos grandes de Porto Alegre, en Coritiba y en el Operario del Mato Grosso do Sul, como un peregrino de su propia patria que va descubriendo cuáles rincones lo acercan más a su felicidad. Sus últimos años los pasó en el Barcelona de Guayaquil, en Ecuador, y estuvo vinculado a este país hasta su muerte. Quién sabe por qué. Habrá historias allí que desconocemos y los ecuatorianos podrán ayudarnos a entender.

Siempre volver a empezar

Jugó hasta los 44 años, como un hombre que no quiere que se termine el juego porque en algún momento, si espera lo suficiente, vendrá la tan ansiada revancha. O, quizá, porque entendió que buscar esa revancha es, al mismo tiempo, regalársela.

Los logros no valen en sí mismos, sino en lo que resuenan en los otros. “El valor siempre es diferencia”, decía Ferdinand de Saussure, y sobre ese pilar se montó todo el estructuralismo, corriente de pensamiento que nos dio las categorías necesarias para entender el sentido antes de que ese mismo sentido fuera erosionado en sí mismo.

Haílton Corrêa de Arruda fue un hombre que vivió generando esas diferencias en los otros. Ganó varios títulos, cosechó aplausos, risas, celebraciones, perdió lo que tenía que perder y volvió a empezar cuantas veces fuera necesario. Porque perder no es ser inferior al rival, sino dejar de jugar.

Al enterarnos de su muerte, hablábamos con mi tío Alejandro y me decía que “con Manga en el arco estábamos seguros de que Nacional no iba a perder”. Y algo habrá generado en mí también, porque cuando de niño yo jugaba con mi tío Alejandro en el jardín, y ante cada tapada él gritaba “¡Haílton Corrêa de Arruda, Manga!”, yo iba creciendo con esa misma seguridad, con la seguridad de quien sabe que aferrándose a la vida propia uno no tiene forma de perder.