Pablito Calvo desandaba como podía los pasillos solemnes del Vaticano. El corazón se le frenaba un poquito más que en los días jóvenes en los que trataba de hacer goles en su Sarandí natal; los tobillos le pertenecían, pero los percibía más encadenados que los cuerpos de algunos de los individuos que sufrían en los cuadros esparcidos en las paredes de eso que millones llaman Santa Sede; la sonrisa invariablemente tierna con la que ejercía su vida de padre, de hijo, de periodista y de hincha de fútbol no conseguía ser sonrisa. Pablito Calvo temblaba sin decirse que temblaba. En diez minutos iba a conocer al papa.

Era 2014, año de Mundial, y Calvo caminaba rumbo a un encuentro que hacía rato no le permitía despertarse porque tampoco le permitía dormir. Lo flanqueaban colegas de unos cuantos países. Convencido de que la existencia, las profesiones y el pan se hicieron para compartir y no para competir, o sea para los latidos de la humanidad y no para la economía de mercado, no quería sacar ninguna ventaja. Pero le interesaba personalizar la charla que se le venía. Por eso avanzaba, en medio de tanto nervio, portando una llave que le posibilitara abrir alguna puerta que lo ligara mediante un nudo singular con su célebre interlocutor. Casi nunca usaba corbata, pero esa vez sí. Siempre llevaba biromes y esa vez también. La corbata representaba parte de la llave: común, comprable en cualquier comercio barrial, pero roja y azul, roja y azul como San Lorenzo. Y las biromes, igual: corrientes, surgidas de quioscos sin fama, pero una azul y otra roja, azul y roja como San Lorenzo. A diferencia de Jorge Mario Bergoglio, Pablito no modelaba estrategias que quizá definían el destino de millones de personas. Sin embargo, poseía la suya. Ahí estaba, a la vista, bicolor y emocionante: si el papa advertía, aunque sea apenas, una corbata azulgrana y la conjunción de dos biromes con esa combinación cromática, no habría manera de que no se conmoviera. El credo notorio e irrompible de Francisco lo constituía el catolicismo, pero respiraba con otro credo sin fracturas: desde la cuna era de San Lorenzo, desde el primer llanto era azulgrana.

De las capacidades políticas de este papa habló mucho el mundo en los últimos 12 años. De las capacidades políticas de Pablito el mundo jamás afirmó nada. No importaba. En esa jornada irrepetible y en ese magno escenario hubo una certificación veloz. Las llaves funcionaban, la puerta se corría, Francisco desviaba los párpados rumbo a la gloria grana y azul, la estrategia triunfaba. Al rato, el religioso cumbre y el periodista que ya había espantado las tensiones se reían juntos y miraban fotos viejas del San Lorenzo que los unía. Protagonizaban una postal que podría transcurrir en un barcito de una vereda perdida: dos tipos charlando sobre memorias de fútbol.

La contraseña del alma

Tenso y todo, Calvo admitía que había jugado con ventaja. Cualquiera que hinche para un cuadro sabe que guarda una contraseña latente que lo enlaza con quienes hinchan por el mismo cuadro. Pablito había pulsado esa contraseña apenas después de que el papa se volviera papa. Audaz como los mejores tímidos, entusiasmado con la intuición de que florecía un papado reivindicador de los postergados de la Tierra, le envió una carta. Una carta que debió redactar en apenas una hora porque su correo partía hacia Roma. Una carta que llegó a los dedos de Francisco no a través de un simpatizante de San Lorenzo sino de uno de Racing, Juan Gabriel Arias, cura, misionero en Mozambique, buen wing derecho, futbolero encandilado. Una carta fechada el 21 de mayo de 2013 que comenzaba así: “Querido Francisco: Con mi hijo de 12 años nos pasamos una tarde en la capilla de San Lorenzo, donde usted dio aquella misa inolvidable, con los chicos de la pensión. La gente le deja mensajes de aliento en un libro que está allí, junto a sus fotos y las del padre Lorenzo Massa. Saqué cuentas y ambos fueron contemporáneos 13 años, así que alguna vez quizá se cruzaron en el Viejo Gasómetro. Mire si estuvieron en el mismo tablón”.

De puño y letra

El 2 de junio de 2013 un cartero que acaso jamás se enterará de que fue transportador de un tesoro depositó un sobre en las puertas de la casa de Calvo. De puño y letra, una letra mínima entrenada en las escuelas públicas de Argentina, un hincha de San Lorenzo le respondía a otro hincha de San Lorenzo. “Sr. Pablo Calvo: Muchas gracias por su carta del pasado 21. Gracias por la calidez”, empezaba –¿o correspondería decir “rezaba”?– la misiva. Y luego se dirigía a un tema medular: el fútbol.

El manuscrito de Francisco perdura reproducido en Dios es cuervo, un libro que integra la colección de volúmenes que supo parir Pablito, alguno sobre los horrores de la patria (Los mendigos y el tirano, una investigación sobre lo que efectuó el genocida Antonio Bussi con los más pobres de Tucumán en la última dictadura), otro sanlorencista, Los tesoros del Gasómetro, que va detrás de pequeñas joyas del histórico estadio del club, cerrado, también por la dictadura, en 1981. Dios es cuervo abunda en los cruces entre San Lorenzo y la fe cristiana no desde una perspectiva religiosa, sino periodística y deportiva. Al cabo, la institución surgió el primer día de abril de 1908 por el impulso de un padre –el Lorenzo Massa de la carta de Calvo a Francisco– en el potrero del Oratorio San Antonio, justo donde, como por cierto narra Calvo, se descubrieron Regina Sívori y Mario José Bergoglio, mamá y papá de un niño que se les transformaría primero en seminarista y, bastante más adelante, en papa. De no creer. O de mucho creer.

Carta del Papa Francisco a Pablo Calvo, el 2 de junio de 2013.

Carta del Papa Francisco a Pablo Calvo, el 2 de junio de 2013.

Dos hinchas profundos pueden intercambiar en torno del valor de las lluvias en las cosechas o alrededor del placer de paladear un café en las mañanas de invierno, pero su punto de fusión es el fútbol. Y el vaivén epistolar del pontífice y Pablito versó sobre la pelota. En especial, sobre un gol. Francisco había recibido en conjunto a las selecciones de Argentina y de Italia y, en el centro de una sólida conversación sobre juegos y canchas, les pidió que hicieran un gran gol como el que alguna vez metió Pontoni. Pontoni, René Pontoni, elegante y sobresaliente crack, destartaló defensas rivales y se ganó un sitio en los mejores archivos cuando comandó a San Lorenzo en 1946 para llevarse el torneo local y, después, para una resonante gira por Europa.

“Cuando llegó su carta de bendición para los hinchas –le apuntó en su correspondencia Pablito al papa–, charlé con el hijo de René Pontoni (se llama igual que el goleador, como el nieto y el bisnieto) buscando el gol que usted menciona. Creemos que fue uno que le hizo a Racing cuando, después de dos toques, la bajó con el pecho a la punta del botín, giró y remató cruzado. Clarín tituló al día siguiente: ‘Pontoni hizo un gol como para pasarlo en el Colón’. Quizá sea el que atesora su memoria”. Francisco no se quedó atrás en su devolución: “Respecto del gol de Pontoni, se puede fijar en una revista de Clarín (creo que es así) donde hace varios años publicó los mejores goles de la historia: allí también aparecía el de Pontoni (¿o era en La Nación?)”.

Papa y todo, el socio número 88.235 de San Lorenzo no acertó con la bibliografía: la exaltación de ese tanto apareció en El maravilloso mundo del fútbol, un libro editado por El Gráfico. Y sí dio en el blanco con la magnitud del golazo, una obra de arte de un equipo al que el preadolescente Bergoglio siguió en cada partido de local y en uno de visitante. Tanto que al periodista Pablo González, para el canal TyC Sports, se lo recitó sin errores unos cuantos decenios después. Tanto y tanto que, en una intervención pública, ya con cada vocablo suyo ingresando en los oídos planetarios, aseveró: “San Lorenzo es parte de mi identidad”.

Trazos de la vida en rojo y azul

Esa identidad relució plasmada en las escalinatas de la catedral de Buenos Aires en la hora de los adioses al papa durante el acongojado abril de 2025. Lo primero que se detectaba al observar el templo, entre lágrimas y gratitudes, era una bandera de San Lorenzo. Más santos que en todo su itinerario santo, los santos de Boedo –uno de los apelativos de la entidad– expusieron mil tributos a su simpatizante más notorio. Artista de la observación, Calvo hubiera entretejido una de sus crónicas únicas sobre esa muestra de devoción popular. No pudo porque el covid lo mató el 6 de mayo de 2021, exactamente cuando el calendario marcaba que era su cumpleaños 53. Sus buenos amigos se estremecieron al localizar, en los portales de mil geografías y en cada minuto de las despedidas a Bergoglio, los diez consejos para la felicidad que el papa ofreció en aquella entrevista de 2014. Probablemente, Pablito, modesto y entrañable, enfocaría con el alma esa bandera, rescataría algún recuerdo dulce de Francisco y anotaría cada detalle. Desde luego, con dos biromes, una roja y otra azul.