1.
Cuando pasa el pelotón, pasa como un rayo de colores. Es un restallar brillante de magias.
Los aplausos y los gritos siempre explotan al costado de los caminos.
Pasan con una fugacidad que te atraviesa la mente y no te da tiempo a nada.
Es un zumbido fino de ruedas y rulemanes, y el incansable ejercicio de piernas que funcionan como pistones sincronizados.
El ciclismo es heroico. Yo no tengo dudas. El sacrificio del ciclista merece una estatua y suculentos renglones en la historia del deporte.
2.
Conocí a don Leandro Noli allá en la década de los 90. Era entonces un veterano bajito y fuerte, enérgico y simpático. Venía de descendencia italiana, con la cultura del trabajo metida en la sangre. Jugó al fútbol como jas derecho en el Salus, el club del barrio Nuevo París.
Había ganado en 1939 la primera edición de la Vuelta Ciclista del Uruguay, luego de jornadas agotadoras para lograr la hazaña.
Fueron más de mil kilómetros de asfalto, caminos de tierra y barro, lluvia y viento, bicicletas pesadas y ruedas con aros de madera.
Un mundo increíble.
Sólo llegaron a la meta 23 ciclistas de aquella aventura deportiva.
Noli corría entonces por el Club Nacional de Football y tenía como compañero de equipo a Modesto Soler, que fue tercero en la clasificación general. Aquel día vi la antigua bicicleta de Noli, una reliquia fantástica, tapada de polvo, colgada en una pared del galpón del fondo de su casa en la calle Emancipación, donde su padre tenía un horno de ladrillos.
La competencia fue en abril de 1939; meses después iba a comenzar la tragedia de la Segunda Guerra Mundial.
3
Hoy sigue habiendo grandes campeones del pedal; trabajadores que meten kilómetros para llegar en hora al trabajo; estudiantes que hacen ejercicio y ahorran algún peso. Es todo un mundo a pedal, una industria sin humo.
La Vuelta Ciclista está plagada de historias simples. Todos son campeones del pedal. El triunfador, el malla oro, el que llega último, el que se sube al camión de los rezagados porque ya no puede más.
Son horas de entrenamientos, caramañolas, comidas con dieta y descanso, y percibir la caravana que va desfilando como un circo gitano.
Famoso fue Atilio François, el León de Carmelo, que la ganó varias veces. Igual Federico Moreira, que subió al podio triunfador en seis vueltas. Ni hablemos del Gorra Milton Winants y su histórica medalla de plata en los Juegos Olímpicos de Sídney, sus oros panamericanos, su plata mundial y, claro, también una Vuelta, en 1996.
Hoy la tecnología va desplazando viejas costumbres. Los chiquilines, muchos, andan en monopatines eléctricos. En mi época era normal ir a la escuela en bicicleta y ponerle entre los rayos un cartón apretado con un palillo de colgar la ropa para simular el sonido de una motocicleta imaginaria. Salir a la calle, arrimarse a la llegada, esperar al vecino en el embalaje o en el pelotón, o allá entre los últimos, pero nunca esperarlo en el camión de los rezagados, ese vehículo samaritano que iba recogiendo a los que no podían más y por una razón u otra debían dejar de pistonear en los pedales para escuchar el ronroneo cansado de un viejo Bedford con su tos de gasoil y el denso humo de su caño de escape.
Cuando amanece en Semana de Turismo y procuro armar el mate, prendo de inmediato la radio, compañera fiel de tantas vueltas, y suena el himno con la Marcha de la Vuelta. Nace sin pensar, en menos de lo que canta un gallo, ese chiflido finito y es como volver a sentir el viento porfiado en la cara.