Cuando me voy de la panadería con unos pan con grasa y un par de ojitos, el panadero termina nuestra conversación con un “que le vaya bien y tenga un buen trabajo”. Antes, mientras pedía los bizcochos, interactuamos por encima de las empleadas y los clientes que los querían calentitos o con dulce de leche. El panadero es de Racing. Sabe que cuando aparezco por mi viejo barrio, es porque voy a trabajar en alguna cancha cercana. Me pregunta si hago el partido (el de Nacional-Bahía) y al mismo tiempo me dice: “¡Qué macana que nosotros jugamos a la misma hora!”, y agrega: “Ya sé que escribió el de Peñarol ayer, pero vio ¡que lástima Boston River! “Qué partidazo que le hizo a Independiente”. “¡Dejá!”, le digo, “me agarré una angustia... Pero, por lo menos, no perdí todos los partidos. Porque viste que uno se planta siempre con alguno y siempre pierdo”, mentí, para exagerar sin sentido la identificación que todos los días en todos los partidos uno va sintiendo por un equipo, por un jugador. Algo te une: el juego, la pelota, el sentimiento.
Pasé por lo de mi vieja, le dejé los bizcochos que más le gustan, caminé por la calle por donde erré goles y festejé épicas victorias en partidos de media cuadra. Me crucé con hinchas que vivían la sinigual atmósfera de las noches de Copa Libertadores. El fútbol no es una timba, el fútbol es una casa, es mi amor, es el viernes de la vida.
La semana pasada había perdido cuatro partidos en un día: Atlético Madrid con Barcelona, Peñarol con Vélez, Racing con América de Cali y Nacional con Atlético Nacional de Medellín. Esta vez, más allá del triunfo y nada más de Peñarol, entregué la derrota de Nacional y revisé la crónica de la derrota de Racing con Huracán, otro dolor a distancia. Me acordé del panadero. El teléfono me puso en esas informaciones que uno no le pide a Google, pero el algoritmo te lo da. Que el Inter de Miami iba perdiendo con Los Ángeles por la Concachampions ¿Miami? ¿Concachampions? Por arropar al Luis, y un poco también a Lío. Llego, prendo la tele y están en el entretiempo. Veo la repetición del gol del empate de Messi con asistencia de Suárez. Está mal que lo diga porque soy un crítico respetado y que respeto, pero ¡qué murgón que es el Inter! Vuelvo a mentirle a mi interlocutora, miento a medias, digo que lo tengo que ver porque después voy a escribir de esto, y de hecho lo hice, porque si no usted no estaría leyendo estas líneas. Así me entero que el gol de visitante de los angelinos vale doble si igualan en diferencia de goles, por lo que el Inter tiene que ganar por dos goles de diferencia. Los veo a los dos sufriendo, al Luis y a su amigo Messi; a mí me da angustia por ellos y por mí, que estoy sufriendo por un partido en Miami de un equipo de fútbol artificial de los Estados Unidos en el que juegan dos uruguayos, dos españoles, mil argentinos, un venezolano, un haitiano y algún estadounidense también tendrá.
En un momento siento que lo van a dar vuelta, me lo transmiten Messi, Suárez, el Peluca Falcón, y Ustari, que por suerte está en el arco rosado. Viene el 2-1, los metemos adentro del arco, parece que el partido y la llave tendrá el épico y edulcorado final que pide la película. Messi mete unos enganches de partido de veteranos, Suárez salta como si fuese sacudido por un uppercut de Rocky desecho ante el apolíneo Apollo Creed, y lo clava como un zapato a Hugo Lloris, el franchute que me robó los sueños cuando le sacó ese cabezazo increíble en Rusia al Pelado Cáceres.
¡Golazo! Grito, y casi me voy a abrazar con la imagen del Luis que sale con su pesada carrocería, desenrollando una vez más la sonrisa que tiene cargada en su rictus de seriedad. Pero no. Después que Vignolo gritó el gol, después que Marcelo Espina explicó desde su saber de jugador la virtud del encuentro, aparece la imagen de un línea mexicano levantando la bandera y el juez tocándose la oreja. Cuando todos vemos la repetición, aflojamos, el gol va a valer porque el Luis está habilitado. Pero resulta que los del VAR trazan las líneas mal —sí, esto es cierto— y lo terminan anulando. A remarla otra vez, hasta que al final hacen un penal increible, y otra vez como en los mundiales, Lloris ante Messi, dice Vignolo mientras Espina asiente y miles sentimos lo mismo ¿Quién nos iba a decir que íbamos a estar una noche de miércoles sufriendo por un partido en Miami? El rosarino lo clava. Bo, no se pueden imaginar la tensión al santo botón que vivimos, y como Ustari metió un par de manos que nos salvó. Pero ta, la alegría de la clasificación me había achicado la angustia.
¡Pero el fútbol es una cosa! ¿Vos no vas a cenar? Me pregunta cuando el zapping, vía algoritmo de google, ya me estaba colocando en el Maracaná. Acalambrado hasta las pelotas, con chichones por todos lados, aguantando el triunfo del Ferroviario Central Norte de Santiago del Estero en Maracaná. Central Norte de Santiago del Estero a Flamengo en el Maracaná ¿Se entiende? Un equipo que construyó la hazaña de ganar la Copa Argentina y clasificar a la Libertadores jugando por primera vez en el Maracaná ante el Flamengo. Le puse el cuerpo, metí unos dedazos en el sillón, pensé en aquella noche de diciembre cuando tuve ganas de abrazar a Omar de Felippe, un pibe de la guerra de los que se tuvo que comer el garrón, el frío y el hambre de Malvinas. Con la hazaña de este increíble título ganado ante el gran candidato, Vélez, recordé nuestros días felices en Santiago del Estero cuando soñamos el Mundial sub 20 que unos kilómetros después fue nuestro.