Años después, el Estadio Obdulio Varela sería una casa, el cubil donde curtir los sueños –esa palabra bastardeada–, un sucucho cargado de amor colectivo, de amor plural; un recinto en el que otro fútbol sería posible. Y aunque tiranos temblad y temblaron, hubo quienes se encargaron de dejar crecer el pasto de la desidia, de perchar la palabra bastardeada, de apagar todos los fuegos, nunca los del alma.

Todavía el Villa no formaba parte de mi vida, ni siquiera los hermanos y las hermanas que allí forjé. El Obdulio fue testigo de mi primer miedo, uno que nunca después sentí. El mismo miedo de cuando un cuerpo se enrosca por primera vez con otro, en el fragor de la adolescencia. Un miedo desconocido e irrepetible, el del debut en primera división. Enfrente estaba Cerrito, que oficiaba de local en esos prados. Un tal Ricardo Moller dirigía y su hijo convertiría, esa tarde fría de fin de mes, el gol con el que el Cerrito del Beto Acosta ganaría el partido. Fue difícil marcar a Everaldo. Lo mismo cuando entró el argentino Russo. Era un buen equipo aquel de Cerrito. Con Richard Requelme en el medio, batallando contra lo que pudo hacer el Enano Esperanza, que pasó chillando, porque el Loco Navarro, nuestro arquero, le tiraba la pelota llovida para que el zaguero lo clavara de pico.

Ahí aprendí, de arranque nomás, que los grupos eran un viaje. Y que viviría en ese ambiente de hombres grandes y quilombos grandes y corazón grande toda la vida. A Miramar Misiones le debo todo, la posibilidad de crecer en banda, un antídoto para la soledad. La razón de la palabra “compañero”, que no es la misma que la de “amigo”, pero también la noción de la palabra “amigo”. Y una visión de la eternidad. A Miramar le di lo que tuve, vi a mucha gente dándole todo. Como el viejo Alfredo Ottonello, como la Rata Splinter o como el técnico más joven del mundo. No supe nada de la indiferencia hasta que el Luis no me puso en todo el año.

Pero gocé viendo jugar a los Roquete, viendo al Cabeza remangarse el short para quebrar, el llanto de un Gato, todos los bondis que esperamos. Conocí Montevideo por Miramar, aprendí de los trasbordos, de trillar todos los barrios y probar todos los ojitos y todas las Nix. Agarrarse a las piñas con los de Basáñez, con los de Liverpool y con los de Wanderers, con los del Salus también, cuando el Bombón se le escapó a un policía por la lomita de la Avenida Ramón Benzano. Que caiga la noche y el invierno, pero nunca, nunca, quedarse solo a la deriva.

El 30 de mayo de 2004, cuando debuté en la primera de Miramar, el mundo y Montevideo ya eran más grandes que el barrio La Unión. Había tangentes y diagonales, barrios y esquinas del peligro, bocas, sustancias y bailes con techos de chapa y cumbia latosa. Había soñado con aquello, pero el sueño que quizás cumplía era el sueño de los otros que quedaron por el camino, hicieron sus casas y sus pueblos, caminos para volver. El partido, una crónica imposible. La carrera, una novelita lumpen.