En la villa del Cerro agarramos el balastro y la antena amaga. En la garita un muchacho calza alpargatas con la noción de aportar su granito de arena en la cuestión. El hombre se apoya en el coche y quien maneja, Fabrizio, sólo dice: “Somos los jugadores”. El hombre explica que hay que doblar en la próxima y en la primera, después seguir dos cuadras y salimos acá mismo pero más abajo de la barranca. Da un golpecito al techo –a las radios las gobernaron los pájaros–.

Hacía tiempo que estábamos en una que Fabrizio no había pensado cuando despuntó el vicio de jugar con la camiseta de sus amores, la de Liverpool. Tampoco se la había imaginado cuando se le vino arriba la tribuna de Deportivo Pasto y tuvo que ir a los pies y hacerse el malo. Ni se imaginó cuando trilló atrás de una gallina saltarina, por la valijita, por la aventura de partir, por jugar.

Hacía tiempo que “los jugadores” estábamos en una, moviendo estanterías, toreando marchas de más de 600 futbolistas, portando pancartas pintadas en pisos prestados como el de la diaria, el del Sunca, algunas mansiones, otros recintos de barrio, el hotel de Diego Lugano, nuestro corazón de azulejos baratos de vestuario. Peleábamos contra pares. Por los derechos, algo de lo que quizás no se había hablado. Por la independencia, algo de lo que tampoco se había hablado. Un movimiento independiente de futbolistas que albergó compañeros cuando su propio gremio les dio la espalda. De aquello queda un barrido, otra Mutual y un horizonte de igualdades, sin las miserias en las que ha vivido el futbolista toda la vida. Déjese ya de pensar que corremos atrás de la pelotita, que hacemos guita, que somos lúmpenes. Somos también el pueblo.

Fabrizio está con Mariana y Teo en el cortejo fúnebre del Pepe Mujica. Teo es un gurí hermoso con el pelo lacio y la mirada buena, y carga una hoja de cuaderno que dice: “Gracias, Pepe, te amamos por siempre”, un corazón inquieto de drypen, las arrugas del bolsillo del pantalón.

Cuando los autos doblan, un tractor echa marcha atrás. Hay otros vecinos en la vuelta de la ropa colgada. Todo el resto es cielo en la villa del Cerro. Desde adentro del tractor, Pepe indica que lo sigamos hacia la chacra. Después habrá que explicarle al Teo lo que es la política y lo que es la moral; lo que fue el viejo ya lo va entendiendo.

Mujica primero fue un símbolo contra la tiranía del himno; en él vimos a muchos y muchas que habitan los comités y que estuvieron y están en el anonimato y en los alias. En la adolescencia nos formó, terminó por brindarnos una senda de derechos, por la que hombres y mujeres con números por nombres curtieron sangre, ausencia, nunca olvido. Mujica fue ese faro, la luz del estadio prendida.

Las personas salen de sus comercios para despedirlo. El peluquero para de cortar, el dentista deja su orfebrería, en los balcones se aferran a la cercanía con las palomas que gobiernan las plazas donde trillaste, Pepe. El cortejo va por las calles donde el amor y la guerra y el Teo y Fabrizio y Mariana. Lucía cocinaba milanesas esa tardecita que fuimos los jugadores a la chacra porque estaba complicado el conflicto con el gremio: habíamos parado el fútbol, se había postergado un corazón de la cultura. Lucía nos miró como una tía, en la cocina tenía la computadora brillando mientras fritaba. Pepe giraba el mate y la perra Manuela, a la que le faltaba una pata, no nos sacaba ni de la tele. Matías pidió para ir al baño y Pepe le explicó que atrás de la puerta había un banquito para aguantarla porque no cerraba.

Después habló de Napoleón, lo citó al decir que al enemigo hay que dejarle una puerta abierta, porque si está sitiado se defiende hasta la muerte. El Pepe y los jugadores en su chacra, Lucía con las milanesas escribiendo en la cocina, el banquito del baño, Manuela, el morral del Che. Pepe le dice a Juan, que jugó en Rentistas pero se inició en River y conoció además el frío fútbol noruego, que agarre un morral de cuero que cuelga atrás de su silla. Pepe dice que lo abra, que adivinemos de quién es la agenda que hay adentro. Miramos la agenda como Teo mira pasar el cortejo y muestra su cartel, mientras las tubas suenan graves y en el Palacio se despliega una alfombra roja, los pobres lloran, los más pobres, a los que casi nadie ve. La agenda era el cuaderno verde del Che.

El fútbol nos ha dado todo. La amistad, el yugo, la posibilidad de soñar. El Pepe aquel día, en su chacra, nos permitió de su cotidianidad una cebada, de su sabiduría un ratito, del morral de cuero la magia y de Napoleón una respuesta. Nos dio, con la sencillez de ni siquiera haberse sacado el barro de las manos de trabajar la tierra, la posibilidad de pensar en un mundo que quizás es el que vivimos, o quizás es el que todavía podemos construir.

Se fue el mejor de los nuestros. Aunque también se fue uno de los que no se van nunca. Fabrizio perdió de vista lo que hizo Teo con el cartel que traía. Luego se enteró, por una foto, que se lo había dejado a Lucía en el regazo.