Desde hace tres décadas, el 23 de julio es una fecha que no se me va del pecho. Difícilmente algo fuera de la vida familiar me haya conmovido tanto como aquel título de la Copa América 1995. No jugué, es cierto. Era jefe de prensa de la Asociación Uruguaya de Fútbol. Y, sin embargo, ese torneo me atravesó como si hubiese estado en la cancha, como si hubiese pateado yo mismo ese penal final. No, Manteca, ese Martínez eras vos, y para siempre.

El 23 de julio de 1995, en Uruguay, y más precisamente en Montevideo, en el histórico e inigualable estadio Centenario, se jugó la final de la Copa América. Fue un momento mágico, inenarrable. La fractura de Tabaré Silva, el golazo de Pablo Bengoechea, el hombro sacado de Enzo Francescoli, el penal de Álvaro Gutiérrez y el gol de campeonato del Manteca Sergio Martínez son imágenes que todavía me emocionan. La emoción campeó en el Centenario como en cada rincón del país; la alegría de los hinchas, la sensación de orgullo y satisfacción se sentía en el aire.

Desde niño soñé con la camiseta celeste. La primera llegó el 6 de enero de 1970, regalo de los Reyes Magos. Era mágica, hermosa. Desde la pelota de plástico en Florida hasta la resignación de no pasar de categoría en juveniles, la celeste fue mi todo. Por eso cada año, al llegar esta fecha, siento una gratitud que no es formal ni retrospectiva: es entrañable, intacta. Me hicieron campeón. En la cancha, sí, pero también en los mates compartidos, en las charlas de vestuario, en los pequeños gestos que tejieron algo más grande que un resultado. Hay variables que hacen inconmensurable el éxito, aun cuando esté construido de ocasionales derrotas.

Nunca había vivido algo igual y nunca lo viviré. Mi llegada a la selección uruguaya y la Copa América 1995 son un hito en mi vida. Algunas veces he tomado la obstinada tarea de calcular a cuántos partidos de fútbol he asistido, en cuántos he participado aunque sea pasivamente como espectador, periodista o intento de futbolista, y seguro que superan los 5.000. Pero aquella dorada etapa de la Copa América 1995, y particularmente nuestros partidos, las idas de Los Aromos al Centenario, la gente estoica ante el frío de aquel invierno que representaba el verano de nuestras vidas, se apiñaba en las veredas de punta a punta para saludar el pasaje de sus cracks, y yo desde adentro devolvía llorando, como el día de la final, cada saludo, cada grito de estímulo.

100 años de fútbol

Pleno de recuerdos, plagado de epopeyas, muchísimas copas, unos cuantos éxitos y una forja casi imperecedera de fútbol y futbolistas, el fútbol uruguayo del siglo XX puede ser mensurado, de acuerdo a las exigencias y los cánones del utilitarismo, como un ganador, como un gran ejemplo a seguir.

Sin embargo, esa cantidad de éxitos medidos sólo por triunfos no tenía en buena medida un sostén, un método, un ejercicio y hasta una filosofía de trabajo que permitiesen extender o perpetuar otros éxitos, de los que no salen en las portadas de los noticieros ni son tapas de los diarios, y que los editorialistas y los tertulianos viven ensalzando: el éxito de hacer las cosas bien, generando con eso un ámbito de desarrollo, crecimiento y buenos niveles de competencia extendidos en el tiempo.

Para los accionistas de la bolsa de valores que miden sus acciones en triunfos, aquel Uruguay del pasado era un referente del éxito. Pero ¿aquellos uruguayos lo veían así?

Entre el 14 de octubre de 1917, cuando por primera vez se alzó la Copa América en el Parque Pereyra, y el 23 de julio de 1995, en Uruguay, y más precisamente en Montevideo, se jugaron siete torneos continentales y en todos el ganador tuvo camiseta celeste. Pero hay más: en ninguno de los partidos disputados a lo largo del siglo en el Parque Pereyra, en el Parque Central y en el Centenario Uruguay perdió, por lo que el invicto celeste en la Copa América en nuestro país llega hasta nuestros días.

En el fútbol moderno, tal como lo entendemos ahora, con selecciones que compiten todo el año con futbolistas que juegan lejos de los países que representan, con técnicos que deben ir trabajando a futuro con jóvenes que cuando sean fijos en las selecciones mayores ya estarán en otras canchas del mundo, la filosofía de preparación y competencia determina la necesidad de procesos de trabajo para afrontar los torneos con expectativas de éxito.

Era cerrar un ciclo frío e irreversible en clave del Uruguay noventoso, del esfuerzo estéril y de los sueños de tercera línea. Un lustro de frustraciones que se quería incrustar y cargar como identidad generacional, mientras esperábamos un título que no llegaba. Por eso esa copa, esa final, fue mucho más que una serie de partidos, que una final, que unos jugadores vestidos de celeste alzando la copa.

Y hoy, 30 años después, revivo con energía y gloria una de las más grandes emociones de la vida: ser campeón con la celeste.

Cerrando un siglo de gloria

Ese campeonato cerró una gesta irrepetible: Uruguay ganó todos los torneos continentales que disputó como local desde 1917 hasta ese 1995, sin perder un solo partido. Un siglo entero invicto en casa, ya fuera Copa América, Mundial o Mundialito. Esos datos, que parecen escritos por el capricho de la mística pero que hablan de una forma de exponer y desarrollar el deporte y la vida con idoneidad, trabajo y respeto, fueron también parte de lo que nos sostuvo.

La final con Brasil fue un canto al carácter. La fractura de Tabaré Silva, el golazo de Pablo Bengoechea, el hombro maltrecho de Enzo Francescoli, el penal certero de Álvaro Gutiérrez, el remate decisivo del Manteca Martínez. Y la Torre de los Homenajes brillando como si supiera lo que estaba por suceder. Para muchos fue la única vez que vieron a Uruguay levantar una Copa América en casa. Para mí fue el momento en que los sueños del niño que alguna vez fui se volvieron reales, cuando ya parecía que aquello no sería posible para mí, con 34 años, 16 temporadas después de haber abandonado mis expectativas del área grande.

Yo sé que es así. Lo sé porque no hay minuto que me mueva el recuerdo de mi 23 de julio, que fue el de 1995. Cuando mi batería de sueños criados desde antes de la plasticina parecía terminada, definitivamente desechada en cuanto al fútbol, a la celeste, ocurrió el milagro. Aquella tarde, como si fuese un sueño de La isla de la fantasía, terminé dando la vuelta olímpica con la celeste, con una medalla dorada en el pecho, junto a mis héroes de las tres y media de la tarde. Parecía que no, pero nunca había renunciado a aquel sueño perdido de tener la celeste tatuada en el pecho y buscar esa, aquella gloria, la de la competencia, la de querer. Ya hacía años que no jugaba en una cancha, pero seguía haciéndolo con una máquina de escribir o con un micrófono. Lo recuerdo por eso y por mucho más, porque fue hasta estos días el acontecimiento más maravilloso que pude vivir con la celeste sobre mi pecho. No, yo no jugaba; apenas era el jefe de prensa –el primero y por concurso– de la Asociación Uruguaya de Fútbol.

Tal vez debo eximirme de valorar o enjuiciar aquella maravillosa selección de la que me hicieron parte. Pero, sin embargo, no extenderé mi restricción para contarles sobre Héctor Núñez.

El Pichón, que asumió en octubre de 1994, estaba pensando en un plantel que se erigiera sobre las figuras indiscutibles, pero que además incorporara a jóvenes con los que ir amasando el colectivo.

Una idea, un plan, flexibilidad y sensibilidad fueron sus herramientas de arranque, sus argumentos para firmar un contrato por cuatro años con un objetivo: hacer de la Copa América el primer gran escalón. “Tenemos necesidades de primer orden ante nuestra rica historia, que respetamos, y ante nuestra afición, que veneramos. Necesitamos imperiosamente consolidar nuestros anhelos y para ello es imprescindible la gran comunión entre todo el mundo deportivo uruguayo”, escribió Pichón en una carta abierta para lograr la comunión de los aficionados.

Mi rol me ponía cerca de todo, aunque sin jugar. Y desde esa cercanía vi cómo se construyen las gestas. Núñez armó un cuerpo técnico con Fernando Morena y el profe José Tejera. Con su idea de proceso de preparación y su plan de juego, logró galvanizar un equipo de dirección que moldeó de manera perfecta al grupo. La llama quedó encendida, y cada mañana de aquellas tres semanas se sentía en el ambiente esa extraña combinación de sueños, responsabilidad, confianza y respeto. Fue un líder que supo unir a los jugadores, que les dio confianza y les hizo creer en sí mismos.

Los jugadores de la selección uruguaya y el trofeo de campeón de la Copa América, junto al público presente en el estadio Centenario, el 23 de julio de 1995.

Los jugadores de la selección uruguaya y el trofeo de campeón de la Copa América, junto al público presente en el estadio Centenario, el 23 de julio de 1995.

Foto: David Leah, Mexsport, AFP

Campeones

El plantel estaba compuesto por Fernando Álvez, Gustavo Méndez, Éber Moas, José Herrera, Edgardo Adinolfi, Diego Martín Dorta, Bengoechea, Guti Gutiérrez, Gustavo Poyet, Daniel Fonseca, Manteca Martínez, Francescoli, Marcelo Otero, Ruben Sosa, Nelson Abeijón, Óscar Aguirregaray, Ruben da Silva, Marcelo Saralegui, Diego López, Óscar Ferro y Claudio Arbiza. Cada uno de ellos aportó su granito de arena para lograr el título.

La campaña fue un pesado carreteo hacia la gloria casi imperecedera, porque ser campeón es para siempre. Arrancamos ganándole 4-1 a Venezuela, aseguramos la clasificación al derrotar en el segundo partido a Paraguay 1-0 y terminamos primeros en el grupo empatando en un partido histórico con México 1-1, en el que ya clasificados Marcelo Saralegui salvó la imbatibilidad del siglo empatando en los últimos minutos. En cuartos de final fue triunfo 2-1 sobre Bolivia y en semifinales 2-0 ante Colombia. Y luego, la final contra Brasil.

Guardo una escena como una foto que no se borra. Es un fotograma de mi vida, un corto que se desarrolla entre los viejos ladrillos del estadio, en esa atmósfera única que reúne sagrados recuerdos. El día de la final con Brasil en el Centenario, mientras los futbolistas se aprontaban para el calentamiento, Pichón sacó su habano de cada partido, preguntó cómo iba mi tarea, me agarró del hombro y me llevó hacia afuera de los vestuarios, a una zona alejada y recóndita de la América. Del bolsillo interior de su sobretodo sacó su Zippo grabado con sus iniciales, realizó ese complejo ejercicio de prender un habano, echó el humo y me inquirió: –¿Y? ¿Qué te parece el equipo? –Bien, Héctor, bien. –¡Joder! ¡No me respondas chorradas! Te pregunto para que me contestes lo que piensas, no para agradarme. –Bien, Héctor. Me gusta el equipo. Volvió a pitar, aspiró, sopló el humo denso y perfumado, y volvió a agarrarme del hombro para contarme confiado: “Cualquier cosa, en el segundo tiempo pongo al Petiso y nos soluciona todo”.

El Petiso era Pablo Bengoechea.

Cuando llegó la tanda de penales, Tabaré Silva ya estaba en el sanatorio, se había quebrado en el primer tiempo, para peor, intentando hacer un cierre por izquierda en el gol de Tulio para los, en ese entonces, vigentes campeones del mundo. Enzo, deshecho pero entero, se había quedado en cancha con el hombro dislocado sólo para patear el primero de los penales, el que pesa el peso del estadio.

Pablo sabía lo que había en juego. Lo ejecutó con la calma de los que entienden el peso y el privilegio del momento. Pepe Herrera, que ha contado cuanto se achica el arco cuando cualquier futbolista avanza por la pasarela invisible desde el círculo central hasta el punto pintado de blanco, la puso exquisita contra el caño. Vino Alvarito Gutiérrez. Había en el terreno de juego dos uruguayos con la camiseta NR celeste con el número 5: uno, el importante, el que jugaba y tomó la voz para patear y hacer su penal, el Guti; el otro era yo, que le había pedido permiso a Núñez para ese día no ir de traje y sí vestido como todos los demás pero además con la celeste en el pecho, una 5 que me prestó esa misma mañana antes de salir de Los Aromos su dueño verdadero, Álvaro Gutiérrez. Y cuando el Manteca convirtió el último penal supe que ese instante se iba a quedar conmigo. No como una hazaña que se repite, sino como un rito silencioso. Como un mito íntimo.

Ese día me enseñó que el éxito –el verdadero– no siempre se mide en copas. A veces se mide en procesos, en gestos, en humanidad. Pichón Núñez lo sabía. Fernando Morena, José Tejera, Carlos Voituret, Pedro Larroque, Quique Vázquez, Germinal López, el Pelado Haynes, Minguta Di Mayo lo sabían. Nosotros, los que estuvimos cerca, también lo aprendimos.

Desde entonces, cada 23 de julio vuelve como una pulsión. Un loop de emoción, memoria y gratitud. Una medalla invisible que no cuelga del cuello, pero se toca cada vez que uno recuerda por qué ama el fútbol. Porque ser campeón con la celeste no fue sólo ganar un torneo. Fue sellar un pacto con Uruguay, con el juego, con el niño que alguna vez soñó con ponerse esa camiseta.

Ahora que han pasado 30 años, me doy cuenta de que ese día fue otro nacimiento. Una página marcada en el libro de mi vida. No sólo por el triunfo, sino porque confirmé que hay momentos, expectativas perseguidas en otro plano que nos definen sin que lo sepamos. Que los sueños ya nunca se despiden cuando uno entiende lo que significa ganar, haya éxitos o no.

Y que algunas fechas no pasan: se quedan. Y ese pacto, año tras año, sigue latiendo. Como un recuerdo que no envejece. Como una gloria que no necesita vitrina. Basta con poner la mano en el pecho y decir: ¡Uruguay nomá!