Me cuelo al estadio de la alegría y grito porque me resulta perturbador, casi perverso, escuchar –después de que clasificáramos a nuestra quinta Copa del Mundo consecutiva, algo que nunca había sucedido en la rica historia del fútbol uruguayo– voces que se atreven a decir que esta Eliminatoria “no tuvo gracia”, que la competencia “fue demasiado fácil”, que no hubo la angustia de otros tiempos. ¿De qué estamos hablando?

¿Qué memoria tan corta puede borrar lo que ha sido (sobre)vivir eliminaciones? Dejemos de exigir épica prefabricada, como si el sufrimiento fuera el condimento indispensable. La angustia no se busca: se padece cuando llega, y cuando llega deja cicatrices que duelen para siempre. La alegría no necesita del tormento para tener sentido.

Uruguay terminó en el tercer escalón de la tabla con 28 puntos y en la cuarta colocación por diferencia de goles. Argentina cerró la competencia con 38 unidades, Ecuador fue segundo con 29 (en campo logró 32, pero arrancó con una sanción de -3) y Colombia, Uruguay, Brasil y Paraguay quedaron con 28.

Marcelo Bielsa fue contratado para clasificar y jugar el Mundial, y lo ha conseguido. Es contrafáctico plantear qué hubiese sucedido si, como antes, los cupos de clasificación hubiesen sido cuatro directos y medio para un repechaje. Uruguay está adentro y es lo que vale.

Desde que nací hasta hoy, Uruguay quedó afuera de cinco mundiales. Hablo por mí sólo para contextualizar, pero junto con este bettega de 64 pirulos hay decenas de miles de uruguayos y uruguayas, mayores y menores, que pasaron por el traumático momento multiplicado por cinco.

Hay recientes ex Tarjeta Joven, o por ahí muchos y muchas millennials, que hasta 2010 se habían perdido de vivir tres mundiales de cuatro de los que pudieron haber estado frente al televisor. Si será así que para modelar el sentimiento de dolor y ausencia, una de las primeras secciones mundialistas de la diaria, en 2006, el año de su nacimiento, se llamó “Que sufran los otros”.

Pero volvamos. Cinco veces nos quedamos mirando desde la ventana cómo otros armaban la fiesta. Y no hablo de derrotas circunstanciales, hablo de ausencias que marcaron a fuego. La memoria de mi generación –y también de quienes vinieron antes y después– está hecha de esas cicatrices que todavía duelen como si fueran de ayer.

Todo lo que duele

¿Ven esta cicatriz? Me la hice en 1977, en el Brígido Iriarte de Caracas, en esas canchas donde todavía flotaban fantasmas de otras luchas. ¿Y este corte? Me lo dejó Porfirio Jiménez, el Tamayá, en Tembladerani, allá en los 3.800 metros de La Paz. ¿Ven este agujero en el pecho? Es de 1981, cuando Guillermo La Rosa y Julio César Uribe nos partieron en dos en el Centenario. Esa piel que me falta me la arrancó Romário en el Maracaná en 1993. Y la renguera es de 1996 y 1997, años enteros caminando torcido después de no poder enderezar el rumbo. De los penales con Australia en 2005... de esos no hablo, capaz que traumatizo a más de uno.

Argentina 1978. El primer mazazo. Un Mundial enfrente a casa, con la dictadura respirándonos en la nuca, y nosotros ausentes como si nos hubieran borrado del mapa. Fue una herida inaugural para los que estábamos invictos y no habíamos sufrido la mordedura del dolor de Puerto Sajonia en 1957, cuando por primera vez debimos jugar las Eliminatorias y los paraguayos nos clavaron cinco naranjas y afuera.

No poder cantar fuerte el “tiranos, temblad” de nuestro himno en el sospechado torneo de los vecinos, ver banderas flameando a metros de distancia sin que la celeste estuviera allí. El portazo en Tembladerani sigue retumbando como un eco de abandono.

¿Saben lo que decía la decena de formadores de opinión de aquellas décadas grises con televisión restringida, radios semiamordazadas y diarios censurados cuando se enteraron de que nuestro pase a Argentina 78 sería pasando por Bolivia y Venezuela? Que iba a ser un paseo de salud. Pues quedamos afuera antes de jugar en el Centenario.

España 1982. El Mundial de los abuelos y de los tíos. Porque estas naciones tienen algunos cimientos de laburantes llegados de los barcos, y sin embargo la generación que rondaba los 18, 20 o 22 años tuvo que mirar cómo el país de los ancestros nos quedaba clausurado. En el Centenario, en 1981, quedamos hundidos, y el vacío fue doble: quedamos fuera del Mundial y fuera de un espejo cultural que era parte de nuestra identidad.

Estados Unidos 1994. El desconcierto del Maracaná en 1993 nos condenó. Fue como despertar de un sueño roto en pleno auge de nuestra madurez. Nos arrancaron de la foto cuando ya sabíamos de responsabilidades, de familias y de trabajos. Ver aquel Mundial desde lejos fue sentir que la vida seguía, pero sin nosotros. Un agujero en el pecho colectivo.

Francia 1998. La resignación amarga todavía duele. Era el mismo equipo que había ganado la Copa América 95. Cuando empezó la clasificatoria en 1996, pero no le tuvieron paciencia a Héctor Pichón Núñez, y terminamos sufriendo la eliminación siendo dirigidos por tres técnicos, porque a Núñez lo sucedió Juan Ahuntchain, y al pichonero un veteranísimo Roque Gastón Máspoli, acompañado muy de cerca por Osvaldo Giménez.

Dos ausencias consecutivas fueron más que una estadística: fueron un destierro. Como si los álbumes de figuritas hubieran decidido prescindir de Uruguay.

Alemania 2006. Ya pasados los 40, con hijos que miraban a la celeste en busca de ilusión, la eliminación en 2005 nos dejó desnudos frente al mundo. No hubo diván que alcanzara, no hubo madurez suficiente para anestesiar la herida. Fue otra marca grabada a fuego, no ya en la piel de la juventud, sino en la fibra misma de la vida recorrida. Un dolor que se transmitió como herencia amarga.

Basta de sufrir

Cinco postales trágicas. Por eso me resulta incomprensible que hoy se diga que esta Eliminatoria fue “sin gracia”. ¿Acaso entienden las cosas de otra manera? ¿Acaso no saben que, para Uruguay, quedar fuera de un Mundial es un cataclismo emocional, un hongo atómico de frustración que arrasa con generaciones enteras? ¿Cómo se puede pedir volver a sentir esa angustia? ¿Qué sentido tiene romantizar el martirio?

Algunos periodistas, ciertos opinadores y las voces corales de las redes sociales han querido instalar la idea de que la clasificación vale menos si no está empapada en sudor frío, en cuentas matemáticas imposibles, en noches de insomnio. Como si la tranquilidad fuera un defecto, como si sólo el filo de la guillotina pudiera darle sabor a la vida. Es un contrasentido que roza lo perverso: pedir angustia para luego valorar la calma.

Hoy Uruguay suma cinco mundiales consecutivos: Sudáfrica 2010, Brasil 2014, Rusia 2018, Qatar 2022 y la cita que vendrá en 2026. Nunca antes habíamos conseguido semejante racha. La última vez que nos habíamos acercado a algo así fue con cuatro seguidos: Chile 1962, Inglaterra 1966, México 1970 y Alemania 1974. Medio siglo sin una secuencia semejante. Y ahora, además, ya está asegurada la presencia en 2030, como país coorganizador. Seis mundiales seguidos. Seis. Esa es la dimensión de este presente.

Hace casi 20 años el Maestro Tabárez instaló un proyecto a largo plazo en un país poco habituado a sostenerlos. Con paciencia de orfebre, juntó a los mejores, formó a los más jóvenes, devolvió orgullo y disciplina, y consiguió que el fútbol uruguayo volviera a ser respetado en el mundo. No se trató sólo de resultados –que los hubo, y memorables–, sino de una manera de estar y de representar. Y ya está claro que no fue solo de él y sus jugadores este collar de clasificaciones, también estuvo algunos partidos Diego Alonso para asegurar el boleto a Qatar, también ha sumado estos 18 Marcelo Bielsa con su capacidad y sabiduría para sostener a la celeste.

Se equivocan quienes piensan que el sufrimiento es un valor agregado. La angustia no es un condimento, es un castigo. La grandeza está en competir, en estar, en pertenecer. La alegría no necesita del tormento para ser auténtica.

Que quede claro: lo importante no es angustiarse, lo importante es clasificar. Esa es la esencia, esa es la conquista. No banalicen lo que puede ser el dolor de un pueblo que sabe lo que significa quedarse afuera. No se confundan: lo importante es estar. Estar en el Mundial, estar en la historia, estar en la vida. Todo lo demás son pavadas, porque la vida es lo que pasa entre Mundial y Mundial.