En Uruguay y en el mundo, la demografía ocupa hoy nuevamente un lugar de interés en el debate económico, por razones muy distintas a las del pasado. Hace algo más de 200 años, Thomas Robert Malthus debatía agriamente con los herederos del iluminismo alrededor de una pregunta que hoy sigue teniendo vigencia: ¿avanza la humanidad hacia el progreso sin límites? Su respuesta era una contundentemente negativa y su argumentación se basaba en razones demográficas (su famosa y errada contradicción entre el ritmo del crecimiento geométrico de la población y el crecimiento lineal en la producción de alimentos). El debate giraba alrededor del crecimiento poblacional y se dirimió en favor de sus contrincantes; los efectos de la Revolución Industrial y la aplicación del conocimiento técnico lograron que la producción de alimentos superara ampliamente las necesidades de un mundo en acelerado crecimiento demográfico (hambrunas y falta de alimentos obedecieron y obedecen a causas distintas, no a la falta de capacidad de producirlos).

El debate demoeconómico perdió vigencia y recién a mediados del siglo XX reapareció vigorosamente, de la mano de un planeta que a inicios de ese siglo contaba con algo más de 1.100 millones de personas y 50 años más tarde superaba los 2.500 millones. El pensamiento malthusiano resurgió vigorosamente y sus neoseguidores (fogoneados por el temor que les generaba ese enorme crecimiento poblacional en los entonces llamados países del Tercer Mundo) impulsaron nuevamente la idea de que el crecimiento poblacional era el principal obstáculo para el desarrollo y que, por tanto, había que frenarlo. Estas ideas trascendieron el mundo capitalista y se propagaron globalmente (el mayor ejemplo fue la “política del hijo único” practicada en la República Popular China, el mayor experimento de política neomalthusiana jamás experimentado).

Con más de 7.000 millones de personas al culminar, el siglo XX puede ser considerado el siglo del crecimiento demográfico, tal vez una de las mayores revoluciones que nuestra especie haya vivido. No es nada despreciable el crecimiento que se observará durante el siglo XXI, en el que se prevé que la población mundial se situará entre 10.000 y 11.000 millones de personas. El crecimiento (variación) superará la cantidad de personas que habitaban el planeta en 1950. Pero no será el crecimiento, sino el cambio en la estructura por edades de la población el principal cambio demográfico que se avecina. El siglo XXI será el siglo del envejecimiento demográfico.

Los países y las regiones del mundo no han transitado ni transitan al mismo tiempo ni con el mismo ritmo estos cambios. En su versión más sencilla, esto se describe como la Primera Transición Demográfica, la cual consiste en un proceso por el cual se pasa de un equilibrio dado por valores altos de mortalidad y fecundidad (que determinan un ritmo de crecimiento demográfico estable y pequeño) a otro equilibrio (también con ritmo estable y pequeño del incremento poblacional) dado por valores bajos de esas variables demográficas. Lo observado en una gran cantidad de países es que el descenso de la mortalidad antecedió al de la fecundidad, lo que generó un período de altas tasas de crecimiento poblacional, que comenzaron a decaer una vez que la fecundidad acompasó la caída de las defunciones.

Cuando se ingresa en estadios avanzados de la Primera Transición Demográfica, los efectos no se limitan al equilibrio del crecimiento de la población sino que impactan sobre todo en la estructura por edades. La dinámica es sencilla: en las etapas pretransicionales, cuando la mortalidad y la fecundidad son muy altas, la estructura por edades corresponde a una población muy joven, infantil incluso. Por ejemplo, en 1950 más de la mitad de la población de América Latina tenía menos de 15 años.

Si bien la natalidad es muy alta en esta etapa (siguiendo el ejemplo, la Tasa Global de Fecundidad era del orden de siete hijos nacidos vivos por mujer al fin de su etapa reproductiva), la alta mortalidad erosiona con rapidez la base de la pirámide poblacional, donde se encuentran los niños, adolescentes y jóvenes (siguiendo con el ejemplo, la esperanza de vida al nacer era de 52 años y la tasa de mortalidad infantil de la región, 127 por 1.000). El resultado es un veloz afinamiento de esa pirámide, que gráficamente toma una forma predominantemente triangular, con una representación escasa de personas en las edades centrales y menos aún de adultos mayores, quienes se sitúan en la cúspide de la pirámide.

Más personas que sobreviven más años

A medida que la transición avanza, se produce un momento demográfico muy importante desde la mirada económica: las cohortes demográficas comienzan a tener lentamente (y comenzando desde la base de la pirámide) un peso relativo similar. Esto es el efecto simultáneo de, por un lado, una fecundidad estable (las cohortes de nacimientos dejan de ser crecientes y se estabilizan), y por otro de la caída de la mortalidad, que ya no carcome a las generaciones con tanta rapidez (en particular en los primeros años de vida). Se atenúa el número de nacimientos, pero también más personas logran sobrevivir más años. Gráficamente, la pirámide comienza a engrosarse en las edades centrales, aunque en esta etapa intermedia aún no se cuentan muchos adultos mayores.

Esto da lugar a lo que se conoce como “ventanilla de oportunidades demográfica” o Primer Bono Demográfico. En esta etapa, las relaciones de dependencia de la niñez descienden, dado que la cantidad de niños se estabiliza, y al mismo tiempo crece el peso demográfico de las personas que tienen entre 15 y 64 años de edad, donde se concentra el grueso de los y las trabajadoras. Simultáneamente, no han envejecido tantas personas y la relación de dependencia de la vejez sigue siendo baja.

Este momento demográfico se prolonga por algún tiempo, que en cada país depende de los niveles de fecundidad y mortalidad de los cuales se parte y de la velocidad de su descenso (siguiendo el ejemplo, una gran cantidad de países de la región se encuentra cursando este bono).

En esta etapa, donde los dependientes (niños y adultos mayores) son pocos en relación con las personas en edad de trabajar, se alivia en parte la demanda de recursos destinados a lo que se denomina “inversión demográfica”, el conjunto de recursos necesarios para brindar infraestructura y servicios a una población que crece muy rápidamente, y tampoco es tan alto, en términos relativos, el peso de los recursos destinados a los adultos mayores. Esta ventanilla demográfica debería ser utilizada para incrementar las capacidades de la economía para enfrentar los desafíos que genera la siguiente etapa de la transición demográfica. Una utilización inteligente de este momento podría generar un incremento de las capacidades productivas futuras, lo que se denomina Segundo Bono Demográfico.

Al continuar en el tiempo la baja fecundidad, la estructura poblacional envejece, lo cual se refuerza con el descenso de la mortalidad y el consiguiente aumento de las esperanzas de vida. Se pasa así a una etapa postransicional. Si bien la relación de dependencia de la niñez se mantiene baja, e incluso disminuye, comienza a observarse el arribo de fuertes contingentes de población a las edades más avanzadas y la relación de dependencia de la vejez se incrementa continuamente. Uruguay, país que en comparación con los países de la región inició precozmente la transición demográfica, ya transita por esta etapa, y se encuentra finalizando su bono demográfico y profundizando intensamente el envejecimiento de su población.

El envejecimiento de la población debe ser considerado una buena noticia y no debe ser tomado con temor. Es verdad que genera desafíos, pero es ante todo una expresión de desarrollo y de ejercicio de los derechos humanos de las personas. Envejecemos porque las personas ejercen sus derechos reproductivos, pudiendo determinar el número de hijos que desean tener y el momento en el cual tenerlos (lo cual condujo al descenso de los nacimientos no planificados y, en particular, forzados en relaciones de género muy inequitativas en las que los hombres en muchas ocasiones imponían sus decisiones reproductivas a las mujeres).

Envejecemos también, obviamente, como consecuencia de las ganancias en la lucha contra la mortalidad, en primer lugar en la mortalidad infantil y de la niñez, pero cada vez más en los restantes grupos de edad. Esto permite algo nunca antes visto: no solamente llegan a edades avanzadas aquellos grupos de población que vivieron en condiciones de mayor bienestar, sino ahora también aquellos que nacieron y crecieron en contextos menos favorables. Por supuesto, las distancias entre estos grupos persisten y son inaceptables.

Es importante resaltar que el envejecimiento no es algo que ocurre únicamente en Uruguay: es una tendencia mundial que está ocurriendo en casi todo el mundo y muchos países (en general con mayor grado de desarrollo) antecedieron al nuestro en este proceso. No somos una excepción, pues más de la mitad de la población mundial vive en países de baja fecundidad.

Cambios para resolver

El envejecimiento produce desafíos múltiples; nunca antes en la historia de la humanidad coexistieron tantas generaciones simultáneamente. Las personas, las familias, las comunidades y los gobiernos enfrentan desafíos nuevos y masivos. El cumplimiento de los derechos de las personas adultas mayores, el reconocimiento y el aprovechamiento beneficioso de sus capacidades (muy distintas por cierto a las de las personas mayores que las antecedieron), la interacción familiar intergeneracional, los diseños urbanos son sólo algunos ejemplos de campos que requieren nuevas miradas.

En el plano de los desafíos económicos, hay al menos tres que sobresalen: los recursos que deben destinarse a los sistemas nacionales de salud, a los sistemas de jubilaciones y pensiones, y a los sistemas nacionales de cuidados. Estos sistemas se estresan financieramente por la llegada masiva de sobrevivientes a esas edades como nunca antes había ocurrido. El principal de los desafíos será el de enfrentar las desigualdades en las condiciones de bienestar, en el acceso a la salud (y a una esperanza de vida en buena salud, incluso con esperanzas de vida similares) y a ingresos y cuidados.

¿Cuáles son las opciones de políticas de población para enfrentar estos desafíos, si es que existen? En primer término, algo obvio pero en lo que es necesario insistir, dado que en ocasiones las respuestas de políticas surgen de miradas muy anacrónicas (recordemos que algunos de estos debates tienen más de 200 años): toda política de población debe basarse en un enfoque moderno de derechos humanos, particularmente de respeto de los derechos sexuales y reproductivos. Dicho esto, ¿cuál es el menú de opciones disponible desde la mirada de políticas demográficas?

Obviamente, y a pesar de la popularidad que tiene en el mundo de la ciencia ficción, es ridículo e inaceptable pensar en soluciones “mortalistas”, violatorias en su concepción más elemental de la mirada de derechos humanos. Pero esto nos debe llevar a reflexionar sobre las inequidades en los accesos y en la calidad de los servicios de salud (entre otros). Un objetivo debería ser eliminar no solamente las diferencias entre la esperanza de vida de los distintos grupos poblacionales (por condición socioeconómica, educativa, migratoria, de raza, orientación sexual), sino también las inequidades existentes en las esperanzas de vida en buena salud.

Considerando la fecundidad, el principio rector debe ser siempre promover la toma de decisiones reproductivas libres e informadas y nunca el intentar fijar metas cuantitativas demográficas. Esta última es una visión perimida y reñida con un enfoque moderno de los derechos humanos. El mundo político en Uruguay ha visto muchas veces con preocupación y recelo la caída de la fecundidad (que, por cierto, en nuestro país nunca tuvo niveles elevados, y mucho menos en la comparación regional), y en muchas ocasiones han surgido voces proponiendo la adopción de medidas para revertirla. Estas propuestas, además de ser incompatibles con miradas modernas del ejercicio de los derechos de las personas (y colisionan con acuerdos intergubernamentales de los cuales el país es signatario), tampoco fueron eficaces en las experiencias pronatalistas desarrolladas en países europeos y asiáticos.

Distinto es la promoción de políticas de cuidado, la compatibilización de la vida productiva y reproductiva y tener en cuenta las necesidades y los deseos que expresan algunos sectores de la población uruguaya (particularmente mujeres y parejas de ingresos y educación medios y medios-altos) de querer tener más hijos y no tenerlos por ausencia o debilidad del tipo de políticas antes mencionadas. El objetivo, en estos casos, no es de por sí incrementar la natalidad, sino permitir el ejercicio de un derecho reproductivo. Pero incluso en los países donde se han implementado paquetes integrales de políticas (incluyendo extensiones de licencias maternales, paternales y parentales, subsidio a las viviendas de parejas jóvenes, punición de las prácticas discriminatorias a las mujeres en edad reproductiva por parte de los empleadores, alivios impositivos, contribuciones en dinero y especie, guarderías y sistemas de cuidado) los resultados en términos de modificación de la fecundidad han sido poco significativos. Todas esas políticas son recomendables, pero no con el objetivo de aumentar la natalidad, sino de buscar garantizar el bienestar y el ejercicio de derechos reproductivos de forma libre de coerciones y restricciones estructurales. En resumen, no es por el lado de las políticas natalistas que se puede y debe enfrentar los desafíos del envejecimiento.

Migración y población

El tercer factor del cambio demográfico, junto con la natalidad y la mortalidad, es la migración. Cuando es internacional está asociada en gran medida (no única ni principalmente) a la búsqueda de mejores oportunidades en el mercado de trabajo. Este tipo de migración tiene un claro sesgo etario: está constituido principalmente por personas jóvenes, que a su vez suelen estar en edades reproductivas (o migran con sus hijos e hijas).

Nuevamente, una mirada aceptable desde el enfoque de derechos humanos no justificaría promover la inmigración buscando alcanzar objetivos cuantitativos demográficos, sino que se debe garantizar el derecho a la libre movilidad de las personas, en procesos migratorios legales, ordenados y con plena garantía del bienestar y los derechos de los migrantes en igualdad de condiciones con la población local.

Desde el punto de vista demográfico, promover la inmigración a Uruguay va en el sentido de rejuvenecer la pirámide de población por partida doble (migran personas jóvenes y en edad de tener hijos, o con hijos). La experiencia internacional nos indica que para que este tipo de políticas tenga impacto cuantitativo relevante, el volumen de inmigrantes debe ser sostenido en el tiempo y significativo en número. Es una política interesante a considerar, especialmente en Uruguay, que mantuvo saldos migratorios negativos persistentes (y en ocasiones muy altos) durante la segunda mitad del siglo XX y la primera década del siglo XXI; la tendencia se ha revertido en la pasada década, pero resta saber si se mantendrá en el tiempo y en qué volumen.

Pasando en limpio

¿Qué podemos sacar en limpio de todo lo anterior? El envejecimiento es el principal fenómeno demográfico en Uruguay y en el mundo, y no se detendrá; por el contrario, se profundizará. Envejecemos como producto de las mejoras en el bienestar y en el ejercicio de los derechos humanos.

El envejecimiento produce múltiples desafíos en varios planos: las personas, las familias, las comunidades y los gobiernos deben actuar con mucha anticipación para enfrentarlos exitosamente, mediante políticas de población que deben ser guiadas por el enfoque de derechos humanos; las políticas demográficas que buscan objetivos cuantitativos o economicistas están reñidas con este principio y además suelen ser ineficaces, particularmente las políticas pronatalistas. Por lo tanto, no es aconsejable intentar incidir sobre las variables demográficas para aliviar la carga financiera del sistema de la seguridad social.

Como personas, debemos prepararnos desde que nacemos para nuestra vejez; como sociedad, esto significa que la mejor y más efectiva política para enfrentar los desafíos del envejecimiento es invertir en primera infancia, adolescencia y juventud.

Este trabajo forma parte de las reflexiones del grupo de Seguridad Social del Instituto Juan Pablo Terra.