El otro día encontré, gracias a Twitter, las distintas intensidades de restricción a la movilidad según las obras de Edward Hopper. Fue un reencuentro, porque más de una vez imaginé las conversaciones entre los noctámbulos del cuadro. Incluso, ¿por qué no?, imaginé que formaba parte. Ahí dentro no hay tiempo ni identidades; hay un hombre de espalda, que nos recuerda que cualquiera pude ser protagonista de la conversación. Incluso los muertos, que además no contagian de covid...
...decía recién que usted era economista, ¿de dónde viene su interés por esa “ciencia lúgubre”?
Del aburrimiento de la guerra, aunque no sé bien cómo sucedió. En mi familia había inclinación hacia las ciencias naturales. Sin embargo, la Primera Guerra Mundial tuvo una influencia decisiva para que me volcara hacia la ciencia social. “Me tocó servir en un ejército multinacional y luchar en batallas en que se hablaban 11 idiomas distintos. En ese contexto, al ver cómo el imperio se desvanecía, mi interés se enfocó en los problemas de la organización política. Ahí empecé a interesarme en los temas económicos” y, para matar el tedio, pedí prestado un par de libros. “Eran tan malos que me sorprendió que no me hicieran desistir definitivamente de continuar”. Sin embargo, la transformación que estaba teniendo la economía entre el tiempo de la paz y de la guerra había despertado mi curiosidad intelectual; no había vuelta atrás. En particular, me llamaba la atención el cambio de roles entre el mercado y el Estado en la asignación de recursos. En ese sentido, fueron las ideas de Walter Rathenau “sobre cómo reorganizar la economía las que despertaron mi interés por la economía”. Igualmente, no fue hasta que di con la obra de Karl Menger, Principios de economía política, que terminé de engancharme.
¿Karl Menger es el del concepto de utilidad marginal?
¡Es mucho más que eso! Fue “quien inició toda la tradición austriaca”. Menger es un pilar del desarrollo de la teoría de la utilidad marginal y de la formulación de la teoría subjetiva del valor. “Tengo la mayor admiración” por él. Fue uno de los que introdujo la noción de que los productos no tienen ningún valor inherente. Por el contrario, su valor viene de la relación que tengan con las necesidades humanas y está determinado por la utilidad marginal. Cuanto mayor sea la oferta de un bien, menor será su valor percibido. El precio de un producto, de alguna manera, surge de la combinación entre su abundancia y deseabilidad.
¿La paradoja de los diamantes y el agua?
Sí. Esa teoría resuelve la paradoja que planteó Adam Smith, pero que no pudo resolver. Antes se pensaba que el valor es inherente al bien porque se deriva de la cantidad de trabajo necesaria para producirlo. Según Smith, “nada es más útil que el agua, pero esta no comprará gran cosa; nada de valor puede ser intercambiado por ella. Un diamante, por el contrario, tiene escaso valor de uso; pero una gran cantidad de otros bienes pueden ser frecuentemente intercambiados por este”. Las primeras “unidades” de agua son necesarias para vivir. Pero como el agua es abundante y los diamantes son escasos, el valor marginal de una “unidad” adicional de diamantes excede el valor marginal de una “unidad” adicional de agua. Entonces, no es el trabajo el que le da el valor al bien, sino al revés: el valor del trabajo se deriva del valor de los bienes que produce. Si no fuera así, ¿por qué habría jugadores de fútbol millonarios?
¿Le parece bien que haya futbolistas millonarios?
Tendrías que preguntarle a Robert Nozick por Wilt Chamberlain, aunque creo que usted está cegado por el velo de la ignorancia de John Rawls.
Mencionó la escuela austríaca.
Sí, el centro neurálgico de la teoría económica, especialmente antes de la Primera Guerra Mundial. En nuestra concepción, sólo los individuos saben cómo valorar las cosas. Por ello, con el sistema de precios como única guía, sólo el mercado es capaz de coordinar espontáneamente las preferencias de todos y asignar eficientemente los recursos en una economía. No hay otro camino que el del laissez-faire ni mejor informante que el mecanismo de precios. Si el gobierno se entromete, genera una distorsión dañina que priva a los individuos de su contribución fundamental a la sociedad: expresar el valor de las cosas a través de su disposición a pagar.
No nos desviemos de usted... decía que la guerra fue aburrida.
En mi caso lo fue. La guerra no es como la imaginan en esos videojuegos modernos. Yo había terminado mi formación el último año del conflicto y me tocó pasar la mayor parte del tiempo en el frente italiano, detrás de un teléfono. Sin embargo, tuve mis días movidos. De hecho, mi vida estuvo en peligro al menos en tres ocasiones. Una vez casi me ahorco con el paracaídas al saltar de un globo de observación. En otra ocasión, el avión de observación en el que viajaba fue atacado por un caza italiano y por último, tuve la mala idea de atacar un puesto que tenía una ametralladora yugoslava; terminé con el cráneo astillado. Al margen de eso, fue una espera interminable que me obligó a buscar refugio en las trincheras de la lectura.
¿Y cuando volvió a su país?
El plan era estudiar economía en Viena. Por eso, durante uno de mis permisos, me matriculé en la universidad para comenzar a mi retorno. Sin embargo, no tenía certeza sobre cuándo iba a suceder eso, así que tenía que contar con un plan alternativo. Ese plan era incorporarme al cuerpo diplomático austríaco. Como muchos, “pensé que la guerra se iba a prolongar indefinidamente”. Quería salirme del ejército, pero “no quería ser un cobarde, así que al final decidí presentarme como voluntario a la Fuerza Aérea para demostrar que no lo era”. Eso me daría tiempo para preparar el examen de ingreso a la academia diplomática. “Creía que si aguantaba seis meses combatiendo en la Fuerza Aérea tendría derecho a desaparecer. Pero al finalizar la guerra todo se vino abajo... Hungría se vino abajo, la academia diplomática desapareció, y la motivación que había sido abandonar dignamente la lucha dejó de tener sentido”. Como el plan original se había caído, decidí ingresar al departamento de derecho de la Universidad de Viena, que daba clases de economía.
Pero no era la misma Viena que había dejado.
En lo más mínimo. “Viena, que había sido uno de los mayores centros culturales y políticos de Europa, se convirtió en la capital de una república de campesinos y trabajadores”. Un par de zapatos que en 1913 costaba 12 marcos valía 32 billones de marcos. Como se imaginará, los billetes no servían para otra cosa más que para encender la estufa; se trasladaban en carretillas y se barrían hacia el desagüe de las calles. Pero entre toda la desgracia, el pasar de mi familia por el escenario de posguerra fue benigno en comparación con lo que sufrió el grueso de la población austríaca. Además, dos ventanas de oportunidad se me abrieron sin siquiera darme cuenta. Viena se había convertido en muchas cosas tras la guerra, pero para mí, que estaba iniciando mis estudios, se convirtió en un laboratorio natural para analizar diversos fenómenos económicos. En particular, la inflación galopante y sus destructivos efectos. Además, tuve que buscar trabajo, y en el proceso conocí a Ludwig von Mises, quien me contrató como asesor legal en una entidad creada para gestionar la deuda de la guerra.
¿Ludwig von qué?
Von Mises. A esta altura ya no sé por qué sigo hablando con usted. “Probablemente fue el hombre más visionario de la época”.[^1] Sus obras El cálculo económico en la comunidad socialista (1920) y El socialismo: análisis económico y sociológico (1922) hicieron que descartara mis ideas socialdemócratas juveniles y que me convirtiera a la fe del libre mercado. “El socialismo había prometido satisfacer nuestras esperanzas de tener un mundo más racional y más justo. Y entonces llegó El socialismo de Mises. Nuestras esperanzas se desvanecieron. El socialismo nos dijo que habíamos estado intentando mejorar en la dirección equivocada”.
¿Socialdemócrata usted?
“Teóricamente, nunca había sido socialdemócrata, sino más bien lo que en Inglaterra se describiría como socialista fabiano”. Evidentemente estaba distraído con ese maldito celular, pero como ya le comenté, las ideas de Rathenau “sobre cómo reorganizar la economía fueron las que despertaron mi interés por la economía... y eran, sin ningún tipo de duda, ligeramente socialistas”. Por eso, “el socialismo suave, el socialismo político alemán... fue uno de los alicientes que me llevaron al estudio de la economía”. ¡Pero no se distraiga!
Perdón, volvamos a Von Mises.
Gracias. Como le explicaba, Von Mises, además de ser mi mentor, fue uno de los exponentes más famosos de la escuela austríaca de economía y un ferviente enemigo del intervencionismo estatal. Para muchos, fue quien mejor identificó las deficiencias del socialismo. Mises fue un campeón de la libertad que revolucionó la comprensión de la ciencia económica y fue la inspiración para todos aquellos que creíamos que la “única política económica viable para la raza humana era una política de laissez faire sin restricciones, de mercados libres y de un ejercicio sin intromisiones del derecho a la propiedad privada, con un gobierno estrictamente limitado a la defensa de la persona y la propiedad”.[^2]
Además de Rathenau, Menger y Von Mises, ¿tuvo otros referentes?
Por más que me cueste admitirlo, John Maynard Keynes.
Otra vez me está tomando el pelo.
No sea tonto. Cuando volví de la guerra, a fines de 1918, nunca volví al país que dejé. Habíamos perdido todo. De hecho, por decreto del nuevo gobierno, perdí hasta el prefijo de mi apellido. Sin embargo, gané un héroe; todos lo hicimos. Keynes fue quien habló en favor de las mujeres y los niños que se morían de hambre en Austria. Su postura crítica con los vencedores de la guerra y en favor de los austriacos, así como su oposición al Tratado de Versalles, lo convirtieron en una “especie de héroe para nosotros, los centroeuropeos”; el escudo británico de los vencidos.
¿Se refiere a Las Consecuencias económicas de la paz?
Exacto, gracias por volver a señalar lo obvio. Para él, los aliados “habían tenido la oportunidad de adoptar una visión grande, o al menos humana, del mundo, pero la habían rechazado sin pestañear”. La solución propuesta para Europa “la perjudica económicamente y la despoblará de millones de personas”, advirtió. En particular, recuerdo este pasaje de la obra: “movidos por una ilusión insana y por un amor propio insensato, los alemanes habían derribado las bases sobre las que todos construíamos y vivíamos... Pero los portavoces de los franceses y los británicos se han arriesgado a completar la ruina”.[^3] Él sabía que Austria no podría cumplir las condiciones y las obligaciones impuestas “porque no tiene nada... el hambre, el frío, la enfermedad, la guerra, la muerte y la anarquía estaban a la orden del día”.
Está lleno de sorpresas, creía que eran enemigos íntimos.
Lo fuimos, en el plano de las ideas. Pero más allá de acalorados entredichos, “Keynes fue el único hombre realmente grande que he conocido, y por el cual sentía una admiración desaforada. Sin él, el mundo habría sido un lugar mucho más pobre para vivir”.[^4] Pero ojo, si bien “fue una de las personas más inteligentes que conocí, entendía muy poco de economía”.[^5] Todavía guardo un entrañable recuerdo de nuestra amistad. En la década de 1940 cumplí una de mis “aspiraciones juveniles y logré un puesto para enseñar en la Escuela de Economía de Londres”, uno de los epicentros de la disciplina en aquel entonces. Sin embargo, durante la Segunda Guerra Mundial fuimos evacuados a Cambridge, que era la cuna de Keynes. Él mismo insistió en que tuviera una habitación cercana a la suya. “Cuando coincidíamos dejábamos de hablar de economía... así que nos hicimos muy buenos amigos”. Una noche, armados de palas y escobas, nos encontramos patrullando juntos el techo de la capilla en busca de bombardeos alemanes; una escena surreal para cualquiera que la hubiese visto [ríe].
Y esa disputa intelectual tenía su corazón en el rol del Estado.
Exactamente. De alguna manera, representábamos dos visiones antagónicas de la vida y el gobierno. Él rechazaba el libre mercado y creía que la responsabilidad del gobierno era hacer todo lo posible por hacer más llevadera la vida de la gente. Para mí, era inútil que el Estado interfiriera con fuerzas que, por naturaleza, son tan inmutables como las fuerzas naturales. “Ojalá pudiera convencer a mis amigos progresistas de que la democracia sólo es posible con el capitalismo y de que los experimentos colectivistas conducen, inevitablemente, al fascismo”.
¿Ni siquiera ante una crisis como la actual debe intervenir el Estado?
¡Qué pregunta tan estúpida! El mercado contiene su propio remedio. No hay soluciones rápidas, sólo una verdad incómoda: únicamente el tiempo corrige los desequilibrios económicos. Para que lo entienda: la intervención es equivalente a intentar regular la velocidad de un auto agarrando la aguja del indicador de velocidad. Por ejemplo, “tendría que estar bastante claro que la concesión de crédito a los consumidores, que últimamente se ha defendido como remedio para curar la depresión, en realidad acabaría teniendo el efecto contrario. Combatir la depresión mediante una expansión forzada del crédito es como intentar resolver el problema con los propios medios que la provocaron. La única forma de movilizar los recursos disponibles de forma permanente es no utilizar estimulantes artificiales, sino dejar que el tiempo efectúe una cura permanente”.
Pero si el Estado tiene las herramientas, ¿por qué no usarlas para ayudar a capear el temporal?
Porque “el carácter peculiar del problema de un orden económico racional está determinado precisamente por el hecho de que el conocimiento de las circunstancias de las que debemos hacer uso nunca existe en forma concentrada o integrada, sino únicamente como fragmentos dispersos de conocimiento incompleto y frecuentemente contradictorio que todos los individuos separados poseen. Por tanto, el problema económico de la sociedad no es simplemente un problema de cómo asignar los recursos... Es más bien un problema de cómo asegurar su mejor uso... para fines cuya importancia relativa sólo los individuos conocen; es un problema de utilización del conocimiento, que a nadie se le da en su totalidad”.
Me la complicó. A ver si entiendo: el problema del mundo es un problema de división de conocimiento. Como nadie conoce los innumerables deseos de la innumerable cantidad de personas que habitan el planeta, no hay forma de entender el funcionamiento de una economía.
Algo así. Pero eso no quiere decir que esa información no exista. “En un sistema en el que el conocimiento de los hechos relevantes está disperso entre muchas personas, los precios pueden actuar para coordinar las acciones separadas de todas ellas”.
Los precios vendrían a ser señales con esa información codificada entonces.
Exactamente. “El conocimiento no se puede concentrar porque está disperso en millones de personas. No se puede corregir señales que informan acerca de circunstancias que nadie conoce”. Los precios, como la economía, son orgánicos, dado que son determinados por la combinación de los deseos de todos nosotros.
¿La intervención es perjudicial porque distorsiona esa señal?
Efectivamente. El problema de la intervención, incluso la de un planificador benevolente, es que se basa en una falsa “pretensión del conocimiento”. “El fallo no es ni de los representantes individuales ni de las instituciones parlamentarias, sino de las contradicciones inherentes a las tareas de las que son responsables”. Actuar bajo esa “pretensión” es lesivo para el bienestar colectivo y las libertades individuales, independientemente de las buenas intenciones que se puedan tener.
Ante la profundidad de esta crisis se argumentó que podría ser el fin del capitalismo.
No sea iluso. “Sólo el capitalismo pudo haber creado lo que llamo la sociedad extendida, que se basa en la utilización de infinitamente más recursos de los que podría haber usado cualquier otro sistema”.[^6] El propio Keynes me confesó que creía que “el capitalismo, bien manejado, puede ser más eficiente para conseguir los objetivos económicos que cualquier otro sistema alternativo que se pueda considerar, aunque advertía que “en muchos sentidos, el capitalismo, en sí mismo, es extremadamente censurable”.[^7]
También se argumenta que el malestar con la globalización quebró el consenso en torno a los beneficios de un mundo integrado y cooperante, ¿qué piensa del rebrote proteccionista actual?
“Quizás soy demasiado optimista, pero una cosa que ha sido entendida, al menos por las personas más responsables, es que nada hizo más para intensificar la depresión de la década de 1930 que el regreso al proteccionismo. Todavía no he encontrado a nadie que, una vez que se le haya recordado este hecho, siga creyendo que podría ser necesario reintroducir la protección”.[^8]
¿Y de la renta básica universal? ¿Es la solución ante la crisis y la revolución tecnológica?
Creo que “lo que se podría hacer, en una sociedad rica, es asegurar a todos un mínimo por debajo del cual nadie puede caer”.[^9] Sin embargo, “más allá de esto, cualquier intento deliberado de corregir la distribución de acuerdo con los supuestos principios de justicia social es en última instancia irreconciliable con una sociedad libre”.[^10] En este sentido, “existe una gran diferencia entre la provisión de una renta para todos aquellos que no pueden subsistir a partir de los ingresos que obtienen dentro de un mercado que funciona correctamente y una redistribución conducente a proporcionar una remuneración justa: es decir, entre una redistribución en que la gran mayoría de ciudadanos acepta ayudar a aquellos incapaces de salir adelante y una redistribución en que la mayoría expolia a la minoría por el simple hecho de que esta tiene más riqueza”.[^11]
¿No le parece una visión extrema de la redistribución del ingreso?
No voy a volver a Nozick, porque eso ya se lo dejé de deberes. Voy a limitarme a decir que “del hecho de que las personas son muy diferentes se deduce que, si las tratamos por igual, el resultado debe ser la desigualdad en su posición real, y que la única forma de colocarlas en una posición igual sería tratarlas de manera diferente. Por tanto, la igualdad ante la ley y la igualdad material no sólo son diferentes, sino que están en conflicto entre sí. Podemos lograr uno u otro, pero no ambos al mismo tiempo”.[^12]
¿Se arrepiente de algo?
No me gusta pensar en esas cosas, pero diría que me arrepiento de no haber rebatido oportunamente la Teoría general de Keynes. ¿Habría evitado la revolución keynesiana que generó? No lo sé, pero “todavía no he superado la sensación de que eludí lo que hubiera tenido que ser una obligación”. En menor medida, me “arrepiento amargamente” de haberle dicho a mi esposa que con la muerte de Keynes “yo era el mejor economista famoso vivo... diez días después eso no sería cierto”. “Supongo que pareceré muy vanidoso, pero creo que a mediados de los 40 tenía fama de ser uno de los dos economistas más controvertidos: uno era Keynes y el otro, yo. Luego, Keynes murió y se convirtió en santo y yo me desacredité a mí mismo publicando Camino de servidumbre. No sólo decayó mi influencia teórica, sino que además muchos de los departamentos [de la Escuela Económica de Londres] empezaron a sentir aversión hacia mí”. Incluso disgustó a Ayn Rand, que me tildó de “estar loco de remate” y de ser un “total y absoluto bastardo vicioso”.[^13] En la era de Keynes, que se extendió entre el fin de la guerra y la crisis del petróleo de 1971, fui objeto de burlas y desdén por parte de colegas y alumnos. “Ojalá hubiera sido capaz de creer que una sociedad socialista planificada podía conseguir lo que sus defensores prometían. Si hubiera podido convencerme de que tenían razón… hubiera podido acabar siendo un líder en el que todos confiaran en lugar de un obstruccionista al que todos odiaban”.[^14]
Pensé que había sido un éxito.
Lo fue, especialmente en Estados Unidos... pero todo lleva su tiempo. Como le gusta decir a mi biógrafo, “antes de su publicación, era un profesor de economía desconocido. Un año después de su publicación, era famoso en todo el mundo”. Además, durante la gira de presentación conocí a Milton Friedman, un joven estadounidense que terminaría siendo clave para el progreso práctico de mis ideas.
Ah, un Chicago Boy...
Así como lo dice suena despectivo, pero si las etiquetas le ayudan a evitar fatigas cognitivas, digámosle así. Le cuento: la primera vez que Friedman salió de su país fue para asistir a la cumbre que organicé en Suiza en 1947, que sería el inicio de la Sociedad Mont-Pélerin. Años más tarde se convertiría en el mayor exponente de la Escuela de Chicago y en el padre del monetarismo. La Escuela de Chicago era distinta a la escuela austríaca, pero compartíamos al menos dos puntos centrales: los precios son la clave y el mercado es preferible al Estado.
Asumo que el monetarismo tiene que ver con el dinero.
¿Qué le parece? Para ellos, el control de la cantidad de dinero es clave para la gestión de los ciclos económicos. Para que todo funcione bien tiene que circular la cantidad justa de dinero. Si circula más de eso, aparece la inflación. Por eso nunca se cansó de repetir que “la inflación es siempre, y en todas partes, un fenómeno monetario”. Si circula menos de eso, se puede lesionar la actividad. Junto a Anna Schwartz, estudió todos los períodos de bonanza y depresiones que atravesó Estados Unidos desde 1850.
¿Y qué dedujeron?
Que si entre 1929 y 1933 la Reserva Federal (el Banco Central de Estados Unidos) hubiese aumentado la cantidad de dinero en lugar de contraerla, la depresión no habría sido tan profunda. Como señaló, “la depresión de los años 30 es el testimonio trágico del poder de la política monetaria, no la evidencia de su impotencia”.
¿Eso es lo que hicieron los bancos centrales en la crisis 2008?
Sí, la política monetaria desempeñó un rol clave para evitar un colapso mayor. También lo hizo este año, incluso con mayor agresividad y coordinación.
¿Y hay que hacer más?
Eso, estimado desconocido, será la disputa de su era; yo ya di la batalla por la disputa de la mía.
Mirando hacia atrás, ¿qué lo reconforta?
“Cuando era joven, sólo los muy viejos creían en las bondades del mercado. En mi madurez, era el único que creía en él. Ahora, tengo la suerte de haber vivido lo suficiente para ver que los jóvenes vuelven a creer en él. Es un viraje intelectual casi total en cuanto concierne a las generaciones”. Eso me reconforta. Además, viví lo suficiente para ver caer la Unión Soviética, ese experimento malogrado de suprimir el libre mercado: yo “os lo dije”.
Muchas gracias por su tiempo, Sr. Hayek.
Entrevista ficcionada basada en el libro Keynes vs. Hayek: el choque que definió la economía moderna y en diversas entrevistas de archivo (www.hayek.ufm.edu).