Fue el primer asistente de investigación del Cinve, trabajó ocho años en Vietnam como economista principal del Banco Mundial, y desde entonces se desempeña como economista jefe del organismo, primero para Asia del Sur y actualmente para América Latina y el Caribe.
¿De dónde viene tu interés por la economía?
Cuando era chico, quería ser ingeniero. ¡Ni sabía lo que era un economista! Años más tarde, en el Liceo Francés, tuve un profesor de Historia y Geografía ‒una materia que integra geografía económica e historia social‒ que era muy dedicado y que me motivó mucho. Además, cursé mi enseñanza secundaria en Chile y en Uruguay, durante años turbulentos que terminaron en dictaduras. Eso, de algún modo, me sensibilizó mucho con los temas sociales. Quería entender qué estaba pasando y por eso empecé a interesarme cada vez más en la economía y las ciencias sociales. Cuando llegué a la universidad empecé Ingeniería y Ciencias Económicas al mismo tiempo, pero al cabo de unos meses dejé la ingeniería.
¿Fuiste de los primeros en irte a estudiar un doctorado afuera?
Sí, ¡y eso probablemente marca mi vejez! Pertenezco a la primera generación de economistas uruguayos que hizo un doctorado en el exterior. Me recibí de licenciado en la Universidad de la República en 1981, en el marco del Plan 1966, que fue el primero que tuvo una carrera de economista bien definida. Si no me equivoco, ese fue el año en que empezaron a salir los primeros economistas a realizar doctorados en Estados Unidos y en Europa. Algunos fueron a la Universidad de Chicago, con becas que había conseguido el Banco Central del Uruguay. Por mi parte, gracias al Centro de Investigaciones Económicas (Cinve) obtuve una beca de la Fundación Ford para ir a estudiar a la Universidad de París.
¿Cuándo entraste al Cinve y cómo era en aquel momento?
Entré como ayudante de investigación en 1977, cuando estaba cursando tercer año de facultad. En ese entonces el Cinve eran tres personas: Luis Macadar, Celia Barbato y Alberto Couriel. Trabajaban en un apartamentito en Avenida Brasil, sobre la pizzería Valerio, que todavía sigue allí. Ellos tres habían estado muy asociados al Proceso económico del Uruguay (1969). Más allá de que uno pueda estar de acuerdo o no con los argumentos en ese libro, estos daban una visión compartida sobre cómo articular los problemas del país a través del pensamiento económico.
En aquel momento ya no había espacio para ellos en la Universidad y estaban tratando de crear un centro de investigación independiente. Poco después, Alberto Couriel fue arrestado, y luego de una experiencia muy desagradable consideró prudente irse del país. Así que terminamos quedando tres.
¿Hacia dónde querían ir?
Creo que el proyecto intelectual era muy claro: generar un pensamiento económico estructurado y utilizarlo para hacer las cosas bien. En el caso de ellos ese pensamiento estaba muy anclado a la izquierda, pero no tenía por qué ser necesariamente así. Lo que había en común era la percepción de que intentos de transformación social bien intencionados, como el que se había vivido en Chile, se habían vuelto inviables por lo mal que se había manejado la economía. La ambición era poder anclar un proyecto de sociedad en competencia técnica.
¿Que significó para vos?
Como estudiante de Economía fue una experiencia interesantísima. Por más que hacía trabajo de numeritos, con papel, lápiz y calculadora, aprendía mucho sobre el Uruguay. Ellos conseguían financiamientos y proyectos de agencias internacionales sobre los temas más variados. Y yo trataba de absorber todo lo que podía.
El último año antes de irme a estudiar al exterior fue muy importante en la historia del Cinve. El Banco Mundial estaba lanzando un estudio para apoyar la liberalización comercial de Uruguay, en un momento en el que el país estaba tratando de salir de la sustitución de importaciones. Hubo un llamado a propuestas para hacer los análisis técnicos, y la decisión de concursar fue un hito para el Cinve. Ya no se trataba de profundizar las ideas del Proceso económico del Uruguay sino de medir la protección comercial utilizando marcos metodológicos reconocidos internacionalmente. Y pese a que había otros favoritos, el Cinve ganó el llamado.
¿De Francia volvés al Cinve?
Sí, luego de cuatro años en Francia volví y trabajé siete años más en el Cinve, hasta que me fui a Estados Unidos en 1992. Para ese entonces el Cinve había crecido y contaba con muchos más economistas y ayudantes de investigación. En ese período, la generación de los fundadores decidió pasarnos la responsabilidad del Centro a los economistas más jóvenes, que habíamos crecido con ellos. Esa fue una decisión muy generosa de su parte. De a poco se estableció un liderazgo colectivo, en el cual participé activamente. Esa fue también una época en que contratamos a varios jóvenes economistas que en las décadas siguientes jugaron un rol destacado en la gestión pública del Uruguay. A lo largo de los años, el Cinve se volvió un verdadero semillero de talento para el país.
¿Cómo surge la revista Suma?
Para ese entonces el Cinve era suficientemente grande como para poder empujar un poco más lejos la visión original, de integrar una ambición de desarrollo social con un profesionalismo del análisis técnico. Y eran muchos más los economistas uruguayos que volvían del exterior, habiendo absorbido nuevas ideas y pensando cómo aplicarlas a los problemas del país. O sea que teníamos una masa crítica de potenciales contribuyentes para a una revista que podía brindar perspectivas diferentes sobre la economía del país. Suma no era una revista académica, pero tenía estándares más profesionales que lo que había sido la norma en Uruguay hasta entonces. Sobre todo, fue un instrumento para ayudar a organizar nuestro pensamiento y a difundir nuevas ideas. Así es que empezó.
¿Cuál pensás que fue la relevancia de todo eso?
El Cinve cumplió un rol muy importante. Mirando al Uruguay desde la distancia, y con la perspectiva que dan los años, veo una manera de pensar y de dialogar que funciona bien, o al menos mejor que en otros países. Las generaciones de economistas que atravesamos ese período hablamos sin problema entre nosotros. Y si bien podemos discrepar, nos entendemos y nos respetamos mutuamente. Esa capacidad de dialogar es un activo muy importante del país, y permite salir al frente en tiempos difíciles. Uruguay es un país tan chico que todos los economistas, más allá de nuestras orientaciones, crecimos en las mismas escuelas, fuimos a los mismos seminarios y discutimos los mismos temas. De algún modo yo me siento hijo intelectual de Luis Macadar, con quien aprendí la importancia de ser riguroso con los datos, y de Ariel Davrieux, que nos enseñó a todos a pensar claramente en economía. Y la verdad es que más allá de nuestras historias personales, la mayoría de los economistas uruguayos somos “hijos intelectuales” de Ariel Davrieux, nuestro profesor de Macroeconomía y Econometría en la Universidad de la República. Muchos de los economistas que han ocupado cargos de alta responsabilidad en el país, más allá de partidos políticos, fueron sus estudiantes y a veces sus ayudantes de cátedra. Esa matriz común ha contribuido mucho a la continuidad y la solidez de la política económica en Uruguay.
¿Cómo viste el proceso de maduración de la disciplina en Uruguay?
La economía se fue profesionalizando a lo largo de los años. Empezaron a aparecer más oportunidades de trabajo y las posibilidades se multiplicaron. Emergieron centros de investigación, empresas consultoras, posgrados... En el año en que yo me recibí, fuimos ocho los que terminamos la monografía que exigía el Plan 66. ¡Hoy son cientos los estudiantes de Economía en cada año! Pero no es sólo que la masa de economistas fue creciendo, sino que lo hizo dentro de un ecosistema de pensamiento que no estuvo desproporcionadamente afectado por ideologías. Obviamente, las sensibilidades personales iban para distintos lados, pero nunca tuve la impresión de que eso afectaba el diálogo.
“El país de los vivos”, que escribiste en 1991, es considerado una joya intelectual. ¿Cómo surgió?
Gracias por ponerlo tan alto, pero es cierto que a veces me emociona ver que hay gente que se acuerda de ese artículo. ¡La verdad es que surgió como resultado de los almuerzos del Cinve! Esos almuerzos con el resto del equipo son uno de los recuerdos más agradables que tengo de aquella época. Para ese entonces teníamos nuestras oficinas en el Edificio del Notariado y siempre comíamos todos juntos en la cocina, discutiendo absolutamente de todo.
Yo venía siguiendo con gran interés la nueva literatura económica sobre la asimetría de información, los equilibrios no cooperativos y la inconsistencia temporal de las decisiones. Estos enfoques estaban en la base de muchos desarrollos importantes en la economía, y cada vez me parecía más obvio que muchas de esas teorías tenían relevancia para abordar los problemas que discutíamos en la cocina del Cinve al mediodía. ¿Por qué soluciones buenas no son adoptadas? ¿Por qué nos quedamos trancados en equilibrios ineficientes? ¿Por qué buenas medidas de política económica no son creíbles?
“El país de los vivos” es un intento de presentar esas nuevas teorías, y su relevancia para el Uruguay, de una manera accesible. Pero son teorías complejas técnicamente, así que había que buscar alguna manera entretenida de explicarlas. Es de allí que vienen las referencias al tango en el artículo, porque las viejas letras de tango tienen mucho en común con esa visión pesimista del mundo, en las que nada es creíble, todos son avivados… y todos terminamos perdiendo. Y el título, “El país de los vivos”, es una expresión muy típicamente uruguaya.
¿Seguimos siendo el país de los vivos?
Yo creo que Uruguay superó algunos de esos problemas, y no se puede decir lo mismo de toda la región en que vivimos. No querría decir que nos hemos vuelto el país de nabos, porque eso sería darles una connotación negativa a comportamientos fundamentalmente decentes: pagar las deudas, no extraer rentas de otros, cumplir con lo prometido...
Creo que a lo largo de los años ha habido un fortalecimiento institucional que hace que algunos de esos comportamientos se hayan vuelto menos frecuentes. Buena parte de lo que hacen los economistas es pensar en generar incentivos individuales que nos ayuden a funcionar colectivamente de manera eficiente. La liberalización comercial, la reforma de la seguridad social, el gobierno electrónico, la reforma de las empresas públicas… son todos ejemplos de cambios en esa dirección. No perfectos ni completos, pero conteniendo las “vivezas” tradicionales del Uruguay, tan inseparables del estancamiento.
Pensando en la región, ¿hay un tronco común en los episodios de inestabilidad social y política de 2019?
En términos estrictos, la respuesta es no. Con mi equipo en el Banco Mundial hicimos un análisis utilizando como métrica de la intensidad de las tensiones sociales la cantidad de gente que murió por millón de personas. Esta es una métrica que viene de la literatura sobre conflictos. En una docena de países en la región, casi la mitad, hubo tensiones sociales muy fuertes. Lo que analizamos es cómo se correlaciona esa métrica con variables como el nivel de la desigualdad, el cambio en la desigualdad, la magnitud del ajuste fiscal, la tasa de crecimiento económico, la percepción de corrupción o la solidez democrática. Básicamente lo que encontramos es que no hay ninguna correlación robusta. Sin embargo, si en vez de mirar métricas cuantitativas uno analiza las narrativas de lo que pasó, aparece una historia más clara. La década de prosperidad que tuvimos cuando los precios de las materias primas estaban muy altos permitió crear buenos empleos, reducir la pobreza y la desigualdad y mejorar la provisión de servicios públicos. Pero también generó expectativas. Por algún tiempo vivir mejor pareció posible. No digo mejor como en Suecia, pero sí como en España o Portugal. Y de algún modo esa expectativa se volvió más remota cuando se acabó el boom de los recursos naturales y la economía de la región se estancó. El descontento social de 2019 se puede interpretar como un choque entre aspiraciones crecientes y realidades económicas y sociales que no están a la misma altura. Hoy estamos sumergidos en la crisis de la pandemia y miramos con nostalgia la situación de enero de este año. ¡Pero para ese entonces la región ya tenía problemas serios!
¿El denominador común es la trampa de ingresos medios, entonces?
Es posible. Si uno mira las tendencias de largo plazo, la buena noticia es que América Latina no diverge. No le ocurre lo mismo que a China o a India en los siglos XVIII y XIX, cuando pasaron de ser grandes civilizaciones a países pobres. Pero la región tampoco converge. Eso es así aun en el caso de países relativamente exitosos, como Chile o Uruguay. Ambos mejoraron su posición relativa respecto de los años 60 y 70. Pero si miramos un siglo para atrás, y ajustamos por diferencias de precios, Chile y Uruguay tenían ingresos per cápita que estaban entre 35% y 40% del de Estados Unidos, y es básicamente lo mismo hoy.
¿Ya estuvimos con aspiraciones disociadas de la realidad?
¡Sí, claro! Fue lo que ocurrió durante el período del estancamiento, cuando la generación de nuestros padres ganó en Maracaná y se creyó que “como el Uruguay no hay”. Sólo que el país no iba para ningún lado. El estancamiento económico de Uruguay y de la región durante ese período llevó a crisis sociales y políticas trágicas. Tuvimos dictaduras, emigración, caída de los niveles de vida... un costo gigantesco, porque colectivamente no se supo reaccionar bien.
Hoy la situación es distinta. Una serie de reformas económicas importantes, adoptadas por gobiernos de las más variadas orientaciones políticas pero mantenidas por los gobiernos que les siguieron, hicieron que el país creciera. Reformas en el ámbito social y los precios elevados de las materias primas permitieron reducir la pobreza y mejorar los indicadores sociales. Pero todavía estamos en el medio tiempo, y cuidando un empate nomás; todavía no somos como España o como Portugal. Y la historia del Uruguay del estancamiento debería recordarnos los errores que no hay que volver a cometer. Podemos estar mejor que el promedio de la región, pero eso no significa que estemos bien.
¿Y cuáles son los desafíos para resolverlo bien?
Pondría el acento sobre tres desafíos. El primero es que tener ventajas comparativas en recursos naturales es a la vez una suerte y una trampa. Una suerte porque los recursos naturales son una fuente de ingresos, pero una trampa porque cuesta diversificarse hacia sectores y productos con mayor valor agregado. Uruguay ha tenido éxitos importantes con la trazabilidad de la carne, o con los servicios de logística, o con el turismo de congresos. Pero hay otros sectores, como el lácteo, donde el progreso es más limitado.
Un segundo hándicap para la región son los elevados niveles de desigualdad, que dificultan la construcción de una sociedad inclusiva. Uruguay es posiblemente el país menos desigual en América Latina. Aun así, alcanza con ver los barrios de Montevideo y cómo difieren en múltiples dimensiones, desde la calidad de los servicios a los niveles de criminalidad, para darse cuenta de que tenemos un desafío a resolver. Pero quizás el mayor desafío que enfrentamos es quedarnos atrapados en ideologías, en vez de ver las cosas como son. En ese sentido, el principal peligro somos nosotros mismos.
De tu experiencia en Vietnam, ¿hay alguna lección del proceso de desarrollo que se pueda extraer para la región?
Hay mucho que aprender de la experiencia de Vietnam. Pero es también un país muy especial, y transferir a otros lo que hizo puede ser difícil. Pese a ser un país todavía pobre, tiene una capacidad institucional y un sentido de unidad nacional muy fuertes. Eso fue probablemente lo que le permitió sobrevivir a mil años de guerras con su vecino poderoso del norte, a un siglo de colonización y a una de las guerras más devastadoras de la historia.
Entre los elementos a destacar de la experiencia de Vietnam están la importancia que le dio a la estabilidad macroeconómica, la prioridad fundamental de la integración con el resto del mundo y el diseño de servicios sociales universales. Pero al mismo tiempo Vietnam tiene un sistema político y una tradición cultural muy distintos de los nuestros. No es claro que imitarlos sea la solución, ni que sea posible o deseable.
¿Son muy distintas las implicancias para América Latina según quien gane las elecciones norteamericanas?
Hay estilos personales que pueden ser muy diferentes, pero en otras áreas no debería haber cambios sustantivos. Por ejemplo, las economías avanzadas van a seguir buscando diversificar las cadenas de valor, para reducir su dependencia de Asia del Este, y en particular de China. En Estados Unidos hay interés en relocalizar parte del comercio internacional hacia América Latina. Es lo que se ha llamado el nearshoring, por contraste con el offshoring.
En ese sentido, dos precedentes importantes son los acuerdos de libre comercio que firmaron Estados Unidos, México y Canadá, y la Unión Europea y el Mercosur. Estos son ejemplos de una nueva generación de acuerdos profundos. Tocan temas que van más allá del comercio, como garantizar la competencia, no subsidiar a las empresas públicas o cumplir con estándares ambientales. En el caso de América Latina, ese tipo de disciplinas pueden ser tan importantes o más que el crecimiento en el volumen del comercio.
Acuerdos de este tipo van a seguir siendo positivos para ambas partes, y más aún en una época del nearshoring. Pero también es posible que con la crisis actual las economías avanzadas se vuelvan más proteccionistas, y allí quién gane la elección en Estados Unidos puede hacer una diferencia para países como Uruguay.
¿No te imaginás un mundo más cerrado entonces?
A nivel global, el cambio en las cadenas de valor que genera el nearshoring podría reducir la eficiencia económica. Las cadenas globales permiten llevar la producción de cada segmento al lugar del planeta donde el costo es menor. Pero no pienso que las cadenas basadas en Asia vayan a desaparecer. Hoy la potencia económica que más crece es China, y su parte del comercio internacional ha aumentado también, pese a las tensiones comerciales y a la pandemia. Para nuestra región, China es un socio extremadamente importante, como lo va a ser la India en un futuro cercano. No creo que nada de eso se vaya a terminar.
¿Y eso eventualmente puede resultar en un cambio de hegemonía hacia Oriente?
Tuvimos un largo período durante el cual los países avanzados de Occidente jugaron un rol hegemónico, pero vamos yendo hacia un mundo más multipolar. Podemos imaginar un futuro con cuatro grandes entidades: América del Norte (con o sin América Latina), Europa, China e India. Estas cuatro economías todavía tienen niveles de ingreso per cápita muy distintos. Pero las diferencias de población importan también. Por ejemplo, si el ingreso per cápita de la India fuera un tercio del de Estados Unidos, igual la India tendría una economía más grande. Si uno mira series históricas, antes de la Revolución Industrial hubo una época en que China e India representaban alrededor de un quinto y un cuarto de la economía mundial, respectivamente. Pero por dos siglos ambos países se quedaron estancados; ahora vuelven a crecer, y muy rápido. Por lo tanto, uno puede preguntarse si lo que estamos viendo es un cambio radical de hegemonías, o más bien un retorno a los equilibrios del pasado.
¿Hay algo de excepcionalidad en Uruguay o es algo que nos gusta creer?
Obviamente que nos gusta creerlo, pero todavía hay que probarlo. La región es muy heterogénea. Las situaciones no son iguales y los problemas no son los mismos. En el caso de Uruguay, pienso que logró construir una economía próspera con un estado de bienestar moderno. Sin embargo, todavía no ganó el partido: queda tiempo por jugar.
¿Cómo ves el proceso que nos trajo hasta acá?
Pienso que a lo largo de estas últimas décadas hubo afirmaciones colectivas de decisiones importantes. Gobiernos de distinto tipo introdujeron reformas importantes: impositivas, comerciales, del sector eléctrico, de la seguridad social, de la salud… Algunas empezaron bajo la dictadura, otras fueron hechas durante gobiernos de los partidos tradicionales, y otras durante gobiernos de izquierda. Pero más allá de los debates propios de una democracia, no hubo marcha atrás.
Desde mi punto de vista hubo un hito muy importante con la crisis del 2002, cuando se generó un consenso, de todo el espectro político, de que Uruguay honra sus deudas. Eso fue una afirmación colectiva de que no somos “vivos”, aunque eso nos cueste mucho. Fue un signaling importante, que contribuyó a crear una imagen de marca para el país, el equivalente de Uruguay Natural en el área económica. Obviamente, en una democracia hay diferentes visiones sobre cómo se debería manejar la economía. Pero la continuidad y la sensatez, independientemente de quién gobierne, muestra que los consensos son amplios.
¿Y cómo nos ves hacia adelante?
Antes de la pandemia, teníamos desafíos importantes. Y ahora, además, cambian de naturaleza. Una vez que los precios de las materias primas dejaron de ser lo que eran fue difícil mantener el dinamismo económico. Para retomarlo hay que ingresar crecientemente a sectores de alto valor agregado. En Uruguay hay buenas experiencias, como mencioné antes. Pero hay que ir más lejos, como lo hicieron en su tiempo países como Dinamarca o Nueva Zelandia. Y hay sectores básicos en los que se necesita más competencia.
También hay tareas pendientes en el plano social. Hubo un avance significativo en la construcción de un estado de bienestar sólido y no populista. Pero con una población que envejece y mayores demandas de servicios de calidad, el costo de ese estado de bienestar va a tener tendencia a crecer. Para que no se vuelva prohibitivo hay que aumentar la eficiencia de los servicios públicos.
La pandemia nos agrega problemas. El éxito relativo que ha tenido Uruguay hasta ahora, excepcional en la región, contribuye a la imagen de marca del país. Pero mantener ese éxito va a ser difícil si la situación alrededor del país no está controlada. Y mientras tanto el turismo, un sector tan importante para el Uruguay, se va a ver seriamente afectado.
Al mismo tiempo, la pandemia nos crea oportunidades. Uruguay había progresado mucho en cobertura de internet, gobierno digital y servicios informáticos. En este período de distanciamiento social estamos viendo cómo aumenta el valor de las grandes empresas tecnológicas. Algo parecido puede ocurrir con los países que están más preparados para agarrar este tren en marcha.
¿Sos optimista?
Sí, pero, de nuevo, también parecía que íbamos bien en los años 50 y después resultó que no. Mantener la racionalidad de la discusión y aprender de los errores que se han cometido en otros lados para no repetirlos es muy importante. Pienso que a lo largo de varias generaciones se ha logrado construir una comunidad de técnicos que pueden dialogar entre sí y eso es un activo extraordinariamente importante en estos tiempos turbulentos.
Hay economistas que piensan que la fortaleza de las instituciones es la verdadera clave del desarrollo, porque son ellas las que permiten resolver tensiones, agregar preferencias y alcanzar consensos. Uruguay ha dado pruebas de solidez institucional, y eso ayuda.
Quizás también ayude el hecho de ser tan chicos y homogéneos. El tamaño por sí solo no es un activo: hay países chicos y pobres, y países grandes y ricos. Pero los países más ricos del mundo, medidos por ingreso per cápita, son todos chicos: Irlanda, Singapur, Suiza… Una hipótesis es que las chances de cohesión social son mayores cuando tenemos unos pocos grados de separación entre nosotros.
¿Ves viable una reforma del sector no transable, por ejemplo?
Lo más difícil, en todos los sectores, es levantar el veto de los intereses creados. En general es más fácil tener una transformación cuando hay una innovación, como puede ser el ingreso de plataformas electrónicas, que resquebrajan el poder de los que dominaban el sector. Lo mismo ocurre con la posibilidad de comprar y vender en otros mercados, gracias a internet. En vez de pasarnos la vida discutiendo, de golpe las oportunidades cambian.
¿La destrucción creativa nos salva de la economía política?
Cuando hay bloqueos muy grandes tiene que haber un cambio en la matriz de pagos que enfrentan los distintos jugadores para poder moverse a otro equilibrio. De lo contrario, estamos entrampados en un juego de suma cero, donde lo que ganan unos lo pierden otros.
La tecnología puede crear esos cambios en la matriz de pagos. Desde ese punto de vista, la digitalización que va a traer la pandemia puede ser una buena noticia. Pero hay innovaciones institucionales que tienen efectos similares. Un acuerdo comercial como el que firmaron la Unión Europea y el Mercosur ata las manos en temas como competencia de mercado, empresas públicas o estándares ambientales, pero ofrece a cambio oportunidades que no existían antes.
Tenemos la informalidad más baja de la región, pero sigue siendo alta, ¿por qué no logramos bajar de 25%?
Sabemos bien que si tratáramos de formalizar esa cuarta parte de la economía sin hacer otros cambios terminaríamos destruyendo empleos. Muchas unidades económicas informales tienen una productividad tan baja que si tuvieran que pagar impuestos y contribuciones no podrían sobrevivir. En la región hay una aceptación de esa situación, pero el resultado es que la parte formal de la economía termina pagando impuestos y contribuciones para todos. Y eso hace que el costo de ser formal se vuelva muy alto y la evasión muy atractiva.
Hay que pensar la formalización de ese 25% restante de la población de una manera que no penalice el empleo. Uruguay tiene buenas experiencias sobre las cuales puede construir. Ha logrado una formalización importante en sectores como la construcción o el servicio doméstico, que en la mayor parte de la región tienden a ser informales. Pero quedan sectores significativos afuera; por ejemplo, el transporte de carga.
La simplificación administrativa puede reducir el costo de formalizarse, y la tecnología puede reducir la evasión. Pero también hay que mejorar la calidad de los servicios públicos. La disposición a pagar contribuciones a la seguridad social es distinta si se las ve como un impuesto o como la compra de un seguro.
¿Cómo se consolida una clase media?
Tuve la suerte de ser director del Informe del desarrollo mundial del Banco Mundial sobre el empleo. Uno de los temas que analizamos, en un gran número de países, es la transición que permite a las familias salir de la pobreza. En la mayor parte de los casos la transición se basa en mejores ingresos del trabajo, no en mayores transferencias. Obviamente que los programas sociales son importantes para proveer servicios y amortiguar shocks negativos. Pero una clase media no puede construirse únicamente con base en redistribución.
Se necesitan buenos trabajos, porque el empleo no sólo da más que ingresos, da también un sentido de pertenencia en la sociedad. Lo que hacemos es parte de quienes somos. Es muy distinto el tipo de inserción que da el sentir que uno contribuye, y no sólo recibe. En el Informe del desarrollo mundial mostramos que el empleo está asociado a mayor confianza en los demás y a una participación más activa en la vida de la sociedad.
¿Y cuáles son las políticas para los buenos empleos?
Hay respuestas simplistas que hay que evitar. Por ejemplo, que todo se arregla si uno califica la mano de obra, o si tiene un mercado laboral suficientemente flexible. A veces las políticas más importantes para el empleo tienen que ver con la organización de los sectores productivos: cómo nos integramos con el resto del mundo, cómo incrementamos la competencia en los mercados domésticos, cómo desarrollamos nuestros servicios de infraestructura, como evitamos tener ciudades segregadas...
¿Cómo pueden afectar la pandemia y la aceleración del cambio tecnológico?
Vamos a tener que utilizar más tecnología digital, y Uruguay está relativamente bien posicionado en ese sentido. Ha mostrado la capacidad de adoptar e incluso de desarrollar tecnologías modernas en una variedad de sectores, desde las ceibalitas a dLocal. Tampoco tiene un sector industrial en el que se puedan perder muchos empleos por la robotización.
Y como mencioné anteriormente, la digitalización creciente también nos ofrece una chance de repensar la formalización. Antes, si alguien hacía changas con una moto no había manera de saber cuánto ganaba ni de reconocerle años de trabajo para la jubilación. Con esta información es posible ir hacia una mucho mayor portabilidad de las contribuciones a la seguridad social y de darle protección a trabajadores con historias laborales muy variadas.
Pero no todo el mundo está en las mismas condiciones para integrarse a la era digital.
Sí, ese es uno de los mayores desafíos que vamos a enfrentar. Si vamos hacia un mundo digital y conectado, va a haber gente que va a prosperar teletrabajando y vendiendo a través de internet. Pero otros no van a tener las calificaciones necesarias para entrar a ese mundo, o van a estar trabajando en actividades que se prestan mucho menos al uso de herramientas informáticas. Y si no se hace nada, este grupo se va a ir quedando atrás.
Un camino es obviamente aumentar los niveles de educación y capacitar a la gente. Pero habiendo vivido en India y viendo lo que se ha hecho en China, otro camino a considerar es reducir el umbral de calificación necesario para participar en el mundo digital. El acceso a servicios financieros baratos a través de teléfonos móviles es un ejemplo. Pese a ser un país todavía pobre, la India está más avanzada en la arquitectura de su inclusión financiera que la mayor parte del mundo. Otro ejemplo son los pueblos Taobao en China, donde se ofrece a toda la comunidad una combinación de servicios: entrenamiento para utilizar plataformas digitales, financiamiento para la creación de micro-empresas, capacitación para el relacionamiento con clientes. Y, ahora, mucho de lo que se compra por internet (muebles, cerámicas, ropa, etcétera) viene de miles de pueblos remotos. Hay gente que ha pensado sistemáticamente cómo hacer que esto funcione, aun con una población que a veces no sabe ni leer ni escribir, como ocurre con muchos adultos en la India. Y en el mundo en desarrollo se han encontrado soluciones muy creativas. La digitalización puede generar desigualdades crecientes, pero ese es un desafío que se puede enfrentar con un pensamiento claro.