“Nunca desaproveches una crisis grave, te da la oportunidad de hacer las cosas que no podrías hacer en otro momento”. Rahm Emanuel

Se suele decir que “como el Uruguay no hay”. Aunque la tesis del “excepcionalismo” es, seguramente, tan cierta para Uruguay como para cada una de las nacionalidades que pueblan el planeta, probablemente lo sea en un aspecto coyuntural: debemos de ser uno de los pocos países en el mundo en que su gobierno procesa un ajuste, fiscal y social, en el marco de la pandemia global.

Un segundo rasgo de excepcionalidad deriva de que el gobierno presenta un presupuesto quinquenal (la duración es, en efecto, una singularidad oriental) que ignora los intensos –y acelerados por la pandemia– procesos de transformación en el mundo de la producción, del trabajo y en múltiples aspectos de la vida social como resultado de la revolución tecnológica en curso.

Una cruzada fiscal hacia la tierra yerma

Durante la reciente campaña electoral había cierto grado de acuerdo en que el país debía procesar, en el plano fiscal, una consolidación. Siendo la política fiscal “la más política de las políticas económicas”, la diferencia estribaba en la orientación, profundidad, ritmo y herramientas a usar a tales efectos, y todo ello vinculado a las prioridades marcadas por el programa comprometido por los dos espacios políticos en pugna.

En cualquier caso, la competencia electoral se saldó y consta en actas que, para la actual titular del Ministerio de Economía y Finanzas (MEF), Azucena Arbeleche, se debía y podía “recortar 900 millones de dólares, de una sola vez, en un año”.

Es así que, tras la asunción, el 11 de marzo se anunció el Decreto 90/020 y comenzó el proceso de consolidación fiscal vía recortes, que continúa vigente a pesar de la emergencia sanitaria decretada dos días después (porque “como el Uruguay no hay”) y que se prolonga y concreta con la propuesta presupuestal.

El fundamento político-ideológico que sustenta la política económica inaugurada el 1º de marzo –básicamente, quitarle “el lastre”, es decir, impuestos y regulaciones “distorsivas”, al sector privado para que “el malla oro”, al decir del presidente Luis Lacalle Pou, invierta y genere empleo– explica la decisión de mantener inalterable la orientación de la política fiscal, con o sin pandemia.

Es así que, incluso a partir de las líneas de continuidad presentes en la integración del equipo económico (Isaac Alfie y su equipo en la Oficina de Planeamiento y Presupuesto, y Arbeleche en el MEF), la respuesta política a la crisis de 2002 se repite actualmente, aunque una y otra no tengan absolutamente ninguna similitud.

Es que, a pesar del relato dominante, ese que cuenta que el país fue devastado por un meteorito que llegó intempestivamente desde la vecina orilla, la crisis de 2002 fue autóctona y autogenerada –resultado de la acumulación de años de atraso cambiario, enorme debilidad fiscal, conexión directa con la plaza financiera del otro lado del “río ancho como mar”, endeudamiento, entre otras tantas vulnerabilidades– mientras que la actual es el resultado de impactos abrumadoramente globales y de origen “regulatorio” (en el sentido de que el frenazo es provocado voluntariamente para combatir la pandemia).

Y si esto no alcanzara, habría que agregar que la actual crisis nos encuentra munidos de un conjunto de fortalezas (esas que se exhiben, con razón, frente a los inversores externos), las que eran otras tantas debilidades en 2002.

Nada que ver, pero la misma receta (recortar el gasto y el sector público) es la respuesta. Es como si aplicara aquel consejo de Rahm Emanuel, asesor del ex presidente Barack Obama: “Nunca desaproveches una crisis grave, te da la oportunidad de hacer las cosas que no podrías hacer en otro momento”.

A la derecha del FMI

“El mundo, liderado por los países del G-20, ha adoptado medidas sincronizadas sin precedentes, que incluyen 12 billones de dólares en medidas fiscales y un enorme apoyo de liquidez por parte de los bancos centrales, que han frenado la caída de la economía mundial. Las condiciones de financiamiento se han relajado para todos los prestatarios, excepto para los de mayor riesgo”, decía, apenas unos días atrás, Kristalina Georgieva, la directora ejecutiva del Fondo Monetario Internacional (FMI), en una columna en la que llamaba a continuar aplicando “las sólidas políticas” para combatir “la incertidumbre”.

Georgieva se refiere a algunos de los contenidos del Monitor Fiscal del FMI de octubre, donde se establece que “la pandemia de covid-19 y los confinamientos asociados, han generado medidas fiscales sin precedentes por un valor de 11,7 billones de dólares, o cerca del 12% del producto interno bruto [PIB] mundial al 11 de setiembre de 2020. La mitad de las medidas fiscales consistieron en gasto adicional o ingresos no percibidos, incluidos recortes temporales de impuestos; la otra mitad correspondió a asistencia de liquidez, incluidos préstamos, garantías e inyecciones de capital desde el sector público. Esta respuesta contundente de los gobiernos ha salvado vidas, apoyado a personas y empresas vulnerables y mitigado los efectos sobre la actividad económica”. Seis puntos del PIB, ese es el orden de magnitud del esfuerzo fiscal a nivel global.

Como corresponde, Georgieva releva también el impacto del impulso fiscal sobre el resultado fiscal y el endeudamiento: “Las consecuencias de la crisis en las finanzas públicas, sumadas a la pérdida de ingresos por la contracción de la producción, han sido enormes. En 2020, se prevé que los déficits públicos suban, en promedio, 9% del PIB y, según proyecciones, la deuda pública se aproximaría al 100% de PIB, un máximo sin precedentes. Conforme a los supuestos de base de una recuperación saludable de la actividad económica y tasas de interés bajas y estables, se espera que el coeficiente de deuda pública mundial se estabilice en 2021, en promedio, salvo en China y Estados Unidos. Sin embargo, queda mucho por hacer para resolver el aumento de la pobreza, el desempleo y la desigualdad e impulsar la recuperación económica”.

Por su lado, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe, en su informe económico de setiembre, relevó que “el esfuerzo fiscal en promedio en América Latina es de 4,1% del PIB, lo que es acompañado de garantías estatales de crédito de hasta 10% del PIB”.

Si aquellos son los órdenes de magnitud del esfuerzo fiscal realizados por economías más ricas o más pobres, en nuestro país de “grado inversor”, emisiones de deuda exitosas y adecuado manejo sanitario de la pandemia, la publicación fiscal del MEF establece que “en los doce meses cerrados a agosto, los efectos imputados al Fondo Solidario covid-19 se estimaron en 0,8% del PIB”. Y, a su vez, la programación económico-financiera, presentada en la exposición de motivos, incorpora que el esfuerzo para atender la emergencia sanitaria, social y económica, esa que está “encapsulada en el Fondo Coronavirus” y que refleja, según la ministra Arbeleche, el compromiso del gobierno de “no escatimar recursos”, alcanzaría, al cabo del año, la friolera de 768 millones de dólares, 1,7 % del PIB.

La respuesta nacional luce totalmente insuficiente, mírese por donde se lo mire. ¿Se trata, acaso, de reivindicar la satisfacción de la pulsión gastadora de ese ogro filantrópico que es, según los neoliberales, el Estado? No. Se trata de entender las características de la crisis global provocada por la pandemia, de valorar las diversas fortalezas heredadas largamente construidas y de asumir que aquel tejido productivo y social que se deteriora y destruye “ahora” será aún más difícil de recuperar después.

Y se trata, por supuesto, de no pretender usar la crisis de la pandemia como una oportunidad para consolidar un determinado proyecto político-ideológico. O de no hacerlo sin la respectiva explicitación.

Por momentos, tal explicitación se disfraza de un supuesto “sentido común económico republicano”. Como cuando Alfie, el “hombre fuerte” del equipo económico, dijo en la Comisión de Diputados que “todos los imperios del mundo cayeron por su situación fiscal; no hubo ni uno que no haya caído por eso. Mucho más caen las repúblicas, y en nuestra convicción republicana, esto ya no es un acto de ideología, sino de responsabilidad”.

Es entonces que el tan mentado compromiso con el equilibrio fiscal, más que una condición necesaria para el crecimiento (con todo lo discutible que puede ser la bajada a tierra de tal precepto), pasa a convertirse en una finalidad, instrumentada a partir de la minimización, en todo lo posible, del gasto público y del propio sector público como asignador de recursos, gestor y regulador de la actividad económica.

Un Presupuesto autista

Volviendo a Georgieva, la directora del FMI, ella decía que, ante la pandemia y ante las intensas y aceleradas transformaciones en curso, las prioridades debían ser tres: “Poner fin a la crisis sanitaria; reforzar el puente económico hacia la recuperación y, finalmente, construir las bases de una economía mejor para el siglo XXI”.

Como se ve, la idea, incluso desde la cúspide de la ortodoxia, es, al menos en el plano retórico, que el apoyo a la recuperación sea potente y efectivo y, a la vez, incorpore las tendencias y transformaciones en curso a escala global.

Ignoro las preocupaciones de Georgieva, pero lo cierto es que en las agendas y planes de recuperación de muchos países se diseñan políticas, y asignan recursos, para gestionar el despliegue de la transformación digital del sistema productivo y las propias formas de intercambio y consumo, encauzar los impactos de la automatización en el mundo del trabajo, atender la transición ecológica, prever las tendencias desglobalizadoras que están presentes en el redespliegue territorial de las cadenas de valor, y todo ello teniendo en cuenta los desafíos de la cada vez menos tolerada desigualdad de la distribución de la riqueza y el ingreso.

En cualquier caso, las comparecencias de los ministros en la Comisión del Senado de Presupuesto Integrada con Hacienda son la oportunidad para conocer, en la perspectiva del Poder Ejecutivo, el vínculo entre tres dimensiones: las necesidades y desafíos que enfrenta, y enfrentará en el quinquenio, la sociedad; los lineamientos de política pública y las metas y objetivos que proponen y, en tercer lugar, las asignaciones de recursos y los cambios normativos que se incorporan en el presupuesto.

Pues no.

Las palabras, o su ausencia, importan. El ministro de Trabajo y Seguridad Social, Pablo Mieres, encargado de un área de política que enfrenta transformaciones, a partir de la incorporación de tecnología en el sistema productivo, comparables a las sucedidas durante la Revolución industrial, aunque ahora con una amplitud, intensidad y a un ritmo incomparablemente superior, nunca pronunció las palabras “automatización”, “robotización” o “transformación digital”. Y de metas e indicadores asociados a la gestión de las transformaciones en curso (y acelerados por la pandemia) ni hablemos.

En el mismo sentido, el titular del Ministerio de Industria, Energía y Minería (MIEM), Omar Paganini, tampoco pronunció aquellas palabras (ni “economía digital”), y la expresión “política industrial” (que, más allá de sus diferentes acepciones, está de retorno en el ámbito académico y, también, de gobierno) le parece estar vedada. “Contamos con algunas políticas activas, con algunos fondos para fomentar distintas áreas que hacen al impulso del desarrollo de distintos objetivos de la cartera”, fue lo más aproximado. La agenda del MIEM parece estar copada por los temas vinculados a la energía, las telecomunicaciones y la gobernanza de las empresas públicas que son, por cierto, relevantes, y que, como se sabe, son abordados con el conocido sesgo “pro mercado” (o, más bien, pro sector privado).

Si hay un área en la cual el país, y el mundo, están interpelados es el ambiental. Al respecto, la coalición en el gobierno propuso durante la campaña la creación del Ministerio de Ambiente, lo que concretó. Pero si se tenía la expectativa de que el presupuesto fuera la oportunidad para presentar las líneas de acción y medios asociados para enfrentar los desafíos de la “transición ecológica”, abandónese toda esperanza. O, en palabras del propio ministro Daniel Peña: “Creo que hay áreas de otros ministerios que deben estar necesariamente en este ministerio, en las competencias de este. Teníamos algunos artículos preparados, nobleza obliga decirlo, para incorporar en este presupuesto algunos de esos cambios, pero preferimos no hacerlo, dado que todavía somos hasta ‘sin techo’, que estamos recién comenzando a caminar. Somos ‘okupas’ en el sexto piso de Torre Ejecutiva. Todavía no tenemos el músculo suficiente, digamos. Nos estamos organizando, estamos comenzando a armarnos, estamos generando la dirección general. Creo que para hacerlo bien, debemos ir incorporando poco a poco esas competencias a las que sí aspiramos como ministerio”. Las escasas asignaciones de recursos profesionales y financieros previstos para el novel ministerio están en consonancia con el ¿marco conceptual? expuesto.

“Por deformación profesional, preferiría estar hablando de la apertura de embajadas y consulados, y no de cierres”, fue casi todo lo dicho con algún sentido de urgencia por el canciller Francisco Bustillo en relación al enorme desafío que es para su ministerio, y que se supone debería estar reflejado en la planificación presupuestaria del quinquenio, la gestión de parte importante de la inserción económica del país en un marco internacional, y regional, que es objeto de intensas tensiones y transformaciones. El resto pasó por la referencia a la incorporación de parte sustantiva de las funciones de Uruguay XXI, la agencia de promoción de exportaciones e inversiones, a las directivas, ritmo y capacidad de acción de una de las direcciones de la cancillería. No fueron buenas señales respecto del devenir de una función tan, pero tan relevante para el país.

El caso extremo es, quizás, el Ministerio de Turismo. Pocas actividades más golpeadas por la pandemia que el turismo, y pocos países, como el nuestro, donde el turismo sea más relevante en cuanto a la generación de actividad, divisas, empleo. Enfrentado a la necesidad de planificar el sustento presupuestario de las grandes líneas programáticas para el quinquenio, y teniendo en cuenta los estragos provocados en el presente por la pandemia y el futuro de una actividad que habrá de tener grandes transformaciones, el subsecretario Remo Monzeglio (el ministro no asistió) presentó en la comisión del Senado el (único) artículo: la creación de la Unidad de Género (una obligación legal de todos los incisos, por otro lado).

No hubo mayores reflexiones sobre los gigantescos desafíos que enfrenta el sector, ni sobre posibles adecuaciones de la estructura del ministerio. Se mencionaron las rebajas de IVA y algún otro tributo (volviendo al estado de situación prepandemia, en la mayoría de los casos) con los que se habrá, al parecer, de satisfacer las necesidades del sector. Y, eso sí, además de criticar severamente la tarea de las anteriores autoridades, reclamó una “política de Estado” para el sector.

Las referencias anteriores, que se pueden multiplicar hasta el hartazgo, no son simples anécdotas. Por el contrario, pretenden reflejar fielmente una realidad aún peor que la saga de recortes (que en todos los casos son sustantivos): la falta de conexión de los contenidos del presupuesto con los estragos que provoca la pandemia y, con una mayor perspectiva, con los enormes desafíos que suponen la revolución tecnológica, la economía digital y la transición ecológica sobre el mundo de la producción y el trabajo.

La aprobación, la semana próxima, de este “presupuesto sin futuro” supondrá un desafío adicional para la capacidad de adaptación virtuosa de este ¿excepcional? pequeño país a los nuevos tiempos.