A casi cinco meses de decretada la emergencia sanitaria, la gestión de esta por parte del gobierno presenta luces y sombras. Por un lado, el combate a la propagación del virus parece efectivo, y los resultados sanitarios han sido más que aceptables, en especial al observar la realidad de otros países de la región. Por otro lado, y a pesar de haber heredado fortalezas que le permitirían abordar la problemática de manera eficaz y contundente, su accionar en cuanto a la protección social y económica de la población ha dejado mucho que desear.

En principio, resulta llamativo que el gobierno no haya alterado sustancialmente la orientación fiscal contractiva que prometía en campaña electoral, como si nada extraordinario hubiese ocurrido este año. Desde el inicio de la emergencia sanitaria, y a pesar de algunos mensajes esperanzadores de la ministra Azucena Arbeleche, la mejora del resultado fiscal ha sido la prioridad, relegando a un lamentable segundo plano la necesaria expansión del gasto para asistir adecuadamente a los sectores afectados por la crisis. Expansión que, por otra parte, el país está en perfectas condiciones de realizar, en buena medida gracias a fortalezas institucionales, financieras y reputacionales heredadas por el actual gobierno. Sólo falta la definición política de llevarla a cabo.

En su diagnóstico sobre cómo transitar la pandemia, pareciera que el gobierno no percibe claramente los desafíos que la situación plantea. A diferencia de otros tipos de shocks, en este caso la recesión parece ser profunda y generalizada pero acotada en el tiempo, por lo cual tomar medidas potentes para transitar la fase contractiva permitiría regresar relativamente rápido a los niveles previos de actividad. Recientes informes de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, el Fondo Monetario Internacional y la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), entre otros, van en ese sentido. En todos los casos, su recomendación es la misma: es el Estado, mediante amplias políticas de asistencia a hogares y empresas, el que debe proveer los mecanismos necesarios para que la transición sea lo más rápida y menos dolorosa posible. Y si esto debe hacerse a costa de un mayor déficit fiscal y un mayor endeudamiento público, que así sea. De lo contrario, el costo de recomponer luego la situación será mucho mayor.

Al respecto, debe recordarse que esta recomendación tiene muchos puntos de contacto con el Plan de Contingencia que el Frente Amplio presentó al gobierno el 27 de marzo. En particular, la propuesta de un ingreso básico de emergencia para trabajadores informales y cuentapropistas, que fue descartada por el gobierno, es hoy sugerida por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo y la CEPAL como forma de mitigar un incremento sustancial en la pobreza y la desigualdad durante la pandemia. Su costo para nuestro país, estimado en 80 millones de dólares mensuales, resulta totalmente financiable.

En tal contexto, la estrategia elegida por el gobierno, enfocada en aplicar recortes al barrer, retacear recursos en áreas clave, paralizar gastos de inversión y rebajar salarios y pasividades, dista mucho de estas recomendaciones. Hoy, sólo un porcentaje menor de los hogares y las empresas vulnerados por la emergencia sanitaria acceden a alguna de las escasas medidas desplegadas por el gobierno. Ello explica por qué, de acuerdo a un reciente informe de la CEPAL, Uruguay se ubica último en América Latina y el Caribe en términos de esfuerzo fiscal para mitigar el impacto de la pandemia.

Sobre este punto, debemos ser claros. Recortar el gasto público cuando la población más necesita una potente intervención estatal no resuelve absolutamente nada. Al contrario, empeora las cosas. Profundiza la recesión y prolonga la crisis, lo cual implicará, para una gran cantidad de compatriotas, la pérdida de una parte importante de sus ingresos, acentuando los niveles de pobreza y precariedad laboral. Ampliar el gasto ahora y mantener un Estado fuerte resulta fundamental para neutralizar los efectos de la pandemia y evadir una larga y dolorosa crisis, que conduciría a deterioros marcados en el tejido social y productivo del país.

Evitar un círculo vicioso de bajo nivel de ingresos públicos y bajo nivel de gasto debería ser prioritario para el gobierno. No sólo por su gravísimo impacto sobre la población, sino porque además amenaza la propia sostenibilidad fiscal que el equipo económico manifiesta querer defender, extrañamente, retaceando gastos indispensables para superar la situación. El gobierno no debería olvidar que el uso activo de la política fiscal para robustecer áreas clave es uno de los elementos que hoy se identifican como determinantes del éxito de Uruguay frente a las crisis internacionales en general, y frente a esta situación en particular.

Como nunca antes, esta pandemia ha demostrado la importancia de contar con un Estado fuerte y ágil para contener las oscilaciones bruscas de los mercados. Como nunca antes, organismos con enfoques a priori totalmente disímiles consensúan sobre la necesidad de expandir el gasto público para asistir a los afectados y evitar una recesión mucho más grave, profunda y duradera. En este contexto, claramente perceptible, el gobierno uruguayo se muestra desconectado de la realidad, y adopta medidas en algunos casos insuficientes, y en otros lisa y llanamente equivocadas y contraproducentes para enfrentar de forma adecuada las dificultades inéditas del mundo pospandemia.

Es responsabilidad del gobierno asumir inmediatamente un rol activo que evite males mayores. Lo que hagamos hoy condicionará nuestro futuro. Lo que no hagamos también.