Argentina es un paciente con un cuadro tan crítico como desconcertante. Como los personajes de la serie alemana Dark, su vida económica ha transitado por décadas dentro de un trágico nudo que parece no poder desatar. En esto hay un cierto grado de excepcionalidad, plasmada brillantemente por Simon Kuznets, premio nobel de economía y padre del PIB. “Existen cuatro categorías de países”, dijo Kuznets. “Los países desarrollados, los países en vías de desarrollo, Japón y Argentina”.

Foto del artículo 'El paciente argentino: un cuadro clínico complejo'

Un nuevo virus

Si decimos que hoy Argentina está en crisis, no nos vamos a equivocar. El PIB se contrajo 5,4% interanual en el primer trimestre del año. Una caída de esa magnitud es siempre una caída importante. Pero es más importante si esa es la caída que antecede a la pandemia. Es cierto, hay una parte del trimestre afectada por la cuarentena. También es cierto que el impacto llegó al continente en diferido. Antes de que el virus asaltara presencialmente el territorio, ya había mandado una señal de advertencia a través del canal comercial. Si tomamos el estimador mensual de actividad económica (EMAE), la economía se habría contraído 23% entre abril y mayo. Para la construcción y la industria, la caída en el segundo trimestre asciende a 47% y 22%, respectivamente. Un panorama similar se desprende al recorrer el resto del paisaje productivo, pero nos ahorraremos esa caminata. Lamentablemente, la desolación del paisaje no se restringe a ese rincón de la economía.

En el rincón de los precios, la inflación anual no ha bajado de 43% en lo que va del año (una rareza en el mundo). El tipo de cambio, un precio central para un bien escaso como es el dólar en Argentina, aumentó cerca de 70% desde enero. Nos referimos al dólar paralelo (blue), que es el que se puede mover con mayor libertad. El oficial también subió, pero recorrió apenas la tercera parte de lo que recorrió su par en la clandestinidad. En un país que el año pasado tenía más de un tercio de la población por debajo de la línea de pobreza (y 53% de su población infantil), esa combinación de alta inflación y fuerte caída de la actividad tiene un impacto durísimo.

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En el rincón fiscal, la brecha entre gastos e ingresos supera 6% del PIB. Como en todos lados, el impulso del gasto para atender la emergencia social y la caída de la recaudación introducen una presión adicional sobre una situación ya deteriorada. Sin acceso a financiamiento en los mercados internacionales, esa diferencia se está cubriendo con la máquina de fabricar billetes. Más formalmente, con la asistencia del Banco Central vía emisión monetaria.

Pero bueno, nada de eso llama la atención en un mundo que atraviesa una de las mayores crisis del último siglo: ¿dónde está la excepcionalidad argentina?

Segundo diagnóstico: las enfermedades preexistentes

Si decimos que Argentina hace una década que está en crisis, tampoco nos vamos a equivocar. En efecto, Argentina padece desde 2011 una enfermedad que llamamos “estanflación”. Siguiendo una lógica espasmódica y regular, el PIB acumula desde entonces una caída de 2,5%, alterando caída y expansión entre años pares e impares. En el mismo período, la inflación promedio fue superior a 30%. Pero ese gran episodio que se extiende durante la última década tampoco es único ni singular. Por el contrario, es la continuidad de una serie que se extiende por más de ocho décadas. Ahí está la excepcionalidad argentina que señalaba el gran Simon Kuznet; no es que el virus sea más letal que en otras partes del mundo, sino que el paciente arrastra un historial clínico de enfermedades preexistentes.

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La excepcionalidad argentina está atada al carácter recurrente de las crisis, un rasgo distintivo que atraviesa su historia económica. Una interpretación de este fenómeno está asociada a la “trampa de los ingresos medios”.1 A medida que un país avanza en su estadio de desarrollo y los ingresos aumentan, comienzan a emerger necesidades que no son tan básicas. Son demandas legítimas que se alimentan del éxito económico. Eso en sí mismo no es un problema, todo lo contrario. El problema está cuando el ritmo de aumento de esas demandas es mayor al ritmo de aumento del progreso material de la economía. Argentina fue un país rico de forma temprana. De hecho, fue el país más rico del mundo en términos per cápita entre 1895 y 1896. Sin embargo, desde entonces, ha tenido dificultades para resolver los conflictos que surgen de la puja distributiva.

De acuerdo a Pablo Gerchunoff, el conflicto distributivo tiene un rol protagónico en la explicación del desempeño económico de largo plazo. En perspectiva histórica, el país no ha podido generar un crecimiento compatible con la sofisticación de las demandas sociales que acompaña su tránsito por el desarrollo. Como la economía no puede generar los recursos compatibles con un equilibrio distributivo sostenible, aparece un desacople creciente entre las aspiraciones de la sociedad y las capacidades productivas de la economía. Pero el problema no se queda ahí. Como advierte Daniel Heymann (mentor de Martín Guzmán), esas capacidades productivas tampoco son suficientes para alimentar expectativas de que esas aspiraciones puedan ser atendidas en el futuro. Esa disociación no sólo genera frustración, también promueve actitudes depredatorias ante un presente que se revela menos escaso que el futuro.

Eso explica una parte de este complejo cuadro clínico. La otra parte pasa por explicar las razones que impiden que el país pueda generar esas condiciones de prosperidad. Es ahí donde se enmarca la explicación de la restricción externa. En breve, Argentina demanda más del mundo de lo que puede dar; le faltan dólares. La dificultad para generar divisas es el condicionante estructural de la economía, el tronco común de todos sus problemas, que se traduce en un patrón de impulso y freno (stop & go).

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Cuando la economía repunta se activa el tejido industrial y comienza a demandar crecientes cantidades de dólares, porque requiere de insumos importados. Además, el sector productivo no es la única fuente de demanda de dólares. El prontuario económico del país exacerba la cualidad de “activo refugio” que tiene el dólar a nivel global. Si la capacidad de colocar producción en el mundo (exportar) acompañara esa demanda no habría problema. Pero no es así. Argentina exhibe un magro desempeño en el frente exportador, que es incapaz de proveer el volumen de dólares que demanda su estructura productiva2 y su población.

La disociación entre lo que requiere importar y lo que puede exportar genera un déficit para el sector externo. A lo que se suma su hermano gemelo, el déficit fiscal. Esa combinación genera crecientes necesidades de financiamiento y un desborde que se resuelve temporalmente con proteccionismo comercial, restricciones cambiarias y otros parches. Por eso Argentina puso reparos sobre las negociaciones del Mercosur con otros países, y por eso Argentina tiene tantos tipos de cambios como creatividad: blue, contado con liqui, gamer, streaming, queso, bolsa, turismo, etcétera (otra rareza en el mundo). Sin embargo, en algún momento esa malla de contención se rompe y dispara un mecanismo de ajuste que no es socialmente eficiente: una crisis que termina con una devaluación abrupta. Eso permite resolver la restricción externa y promover el crecimiento mediante la contracción de las importaciones y el impulso exportador (vía competitividad en precios). Sin embargo, en contrapartida, genera desempleo, inflación, caída del salario real, pobreza y desigualdad. Eso cierra el ciclo recurrente, que comienza con un crecimiento demandante de dólares y que termina con una crisis; ese es el patrón de stop & go.

El tratamiento

Con un cuadro clínico que se agudizó durante los últimos meses, el paciente empezaba a ver la luz al final del camino. Esa era el panorama a comienzos de agosto, cuando la situación en el frente de la deuda empezaba a generar una tensión insostenible (la reestructura de la deuda era el mojón cero en cualquier trayectoria de recuperación). El panorama era muy delicado, y lo primero que había que hacer era parar el sangrado. Eso fue lo que logró el acuerdo alcanzado con los tres principales grupos de acreedores. El tiempo es dinero y el dinero es tiempo. Si te presto dinero te estoy vendiendo tiempo, y te lo voy a cobrar con intereses. Cuando no me los pagás, tenemos un problema, porque te vendí lo más preciado que tenemos. Eso fue lo que ocurrió en mayo, cuando un impago de intereses llevó al país al default selectivo. Desde entonces asistimos a un tire y afloje entre el gobierno y los tenedores de deuda, que decantó en un acuerdo casi a mitad de camino. En breve, Argentina redujo el pago de intereses y pateó para adelante los abultados vencimientos que se extendían hasta 2024 (y que no podía pagar). El acuerdo es una buena noticia: quita presión a la demanda de dólares, libera recursos para enfrenar el resto de los desafíos que enfrenta el país y evita litigios internacionales. Además, facilitará las negociaciones pendientes con el resto de los acreedores, incluyendo al Fondo Monetario Internacional. Sin embargo, la reestructura de deuda era una condición necesaria, pero no suficiente para cambiar la pisada.

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En primer lugar, la recuperación del paciente requiere contener la crisis sanitaria. Con una de las cuarentenas más severas del mundo, los avances en ese frente no han sido buenos. En segundo lugar, requiere comenzar a revertir el problema en la órbita fiscal, que está alimentando un desequilibrio monetario y cambiario severo. En palabras de Heymann, “no hay déficit si no lo podés financiar. Si nadie me presta, no puedo gastar más de lo que gano, ni aunque quiera”. En un momento tan crítico como este, imprimir billetes parece inevitable para Argentina. Sin embargo, es un mecanismo precario que alimenta el riesgo de una aceleración inflacionaria o una devaluación; hay hordas de pesos persiguiendo pocos productos y pocos dólares. Hoy esos riesgos están atemperados por la fuerte recesión, los controles de precios y la contención de las tarifas y del dólar. Pero nada de eso dura para siempre. En tercer lugar, y condicional a todo lo demás, la salud del paciente depende de la recomposición de su capacidad productiva. Es el único camino para liberarse de la trampa de los ingresos medios, la puja distributiva y la restricción externa; la única forma de desatar el nudo e interrumpir esa nociva dinámica circular.

Un pronóstico complejo

El paciente vio la luz, pero por suerte no terminó de cruzar el túnel; resucitó y descansa en CTI. Es un cuerpo muy malherido que deberá seguir el tratamiento atravesando años complejos. Al margen de la caída del PIB, el aumento de la inflación y el deterioro del déficit, hay problemas más profundos que van a calar hondo durante mucho más tiempo. Uno de los principales es el de la pobreza infantil. De acuerdo a UNICEF, la pobreza infantil podría ubicarse en 58,6% hacia fin de año, y la indigencia en torno a 16,3%. Este incremento supone que entre 2019 y 2020 la cantidad de niñas, niños y adolescentes pobres pasaría de 7 a 7,7 millones3 en el país.


  1. Eduardo Levy Yeyati; “Tres lecturas de la crisis y un modelo para armar”. 

  2. Como señala Heymann, y a la luz de los problemas de productividad, “en Argentina las exportaciones han querido decir dos cosas: el precio de materias primas o el precio del dólar”; la cosa anda bien cuando ambos precios son altos. El primero no depende de Argentina y el segundo revela una inconsistencia adicional: el tipo de cambio de la sustentabilidad social no coincide con el tipo de cambio de la sustentabilidad económica. El primero es bajo y el segundo es alto. El primero es compatible con las aspiraciones y demandas sociales y el segundo es compatible con el equilibrio del sector externo. 

  3. UNICEF (mayo 2020): “La pobreza y la desigualdad de niñas, niños y adolescentes en la Argentina. Efectos del COVID-19”.