*Gabriel Oddone es doctor en Historia Económica y socio de CPA Ferrere. En su visión, “cualquier indicador que tomes muestra que lo construido en los últimos 30 años es muy importante, sobre todo en contraste con lo que ocurrió los 30 años previos”. Sin embargo, entiende que la agenda económica del consenso de las última tres décadas está agotada. “Uruguay tiene por delante una agenda de reformas de una complejidad muy elevada, como a principios de los años setenta del siglo pasado”, afirma. *

¿Estamos ante el quiebre del orden económico mundial?

La salida de la segunda guerra mundial generó un consenso global que construyó una institucionalidad dedicada a colaborar y cooperar para minimizar el riesgo de conflictos. Básicamente, ese consenso estuvo dominado por un pensamiento originalmente de influencia keynesiana, que le confirió al Estado un papel central. La consolidación de la clase media y la mejora del estándar de vida eran un objetivo clave que le asignaba al sector público un rol sustantivo. Ese consenso, que dominó la disciplina económica hasta principio de los años setenta del siglo XX y generó grandes progresos, empezó a ser crecientemente controvertida en los 70 con el auge de un pensamiento liberal que le atribuía al intervencionismo la razón de la ralentización del crecimiento y el aumento de la inflación. Eso generó, dentro del mismo paradigma, un nuevo consenso que también fue el sustento conceptual de la aceleración de la globalización a partir de los años ochenta. Ese consenso estuvo construido sobre liberalización de actividades, desregulación de mercados y un enfoque más influido por la vertiente monetarista de la política económica. Al mirar el pensamiento económico occidental posterior a la posguerra encontrás líneas de continuidad que procuraron apuntalar la paz entre naciones y la cooperación internacional. Si bien esas líneas de continuidad tuvieron dos momentos distintos (el consenso keynesiano y la etapa más liberal que lo sucedió) en los que hubo énfasis y prioridades distintas, han pretendido promover la libre movilidad de personas, la libre movilidad de capitales y la libre movilidad de bienes. A partir de ello se construyó una forma de hacer política económica, que tiene matices y variantes entre derecha-izquierda, rol del estado -mercado, pero que no tuvo diferencias sustantivas en el paradigma de fondo. La aplicación de políticas inspiradas en esos lineamentos, condujeron a resultados notables: menor conflictividad, mejora del ingreso y reducción de pobreza y desigualdad. Esto fue principalmente en el período del “consenso keynesiano”, aunque mirado en su conjunto, no hay en el siglo previo a los años cincuenta un período tan prolongado de prosperidad combinada con inclusión y mejoras de condiciones de vida de la gente. No obstante, si excluís a China, India y África subsahariana, esa tesis de que todos mejoramos es cuestionable. Precisamente, cuando se excluyen estas regiones del mundo, en el mundo occidental queda clareo que hay ganadores y perdedores durante el reciente período de globalización.

¿Quiénes perdieron?

Los trabajadores de industrias maduras, asociados a procesos productivos rutinarios, que empiezan a tener dificultades cuando las industrias en las que trabajan se deslocalizan y se generan cadenas globales que combinan de manera más eficiente capital, tecnología y mano de obra. Ellos pierden en términos de la distribución del ingreso. Eso fue generando un creciente descontento que ha dado lugar a un liderazgo político disruptivo con el establishment del viejo orden. Ejemplos de esos líderes son Trump, Boris Johnson, Marine Le Pen y Salvini por derecha, Iglesias, Mélenchon, Corbyn (hasta su renuncia) y Sanders por izquierda. Muchas de las cosas que propone este nuevo liderazgo son vistas como macanas de diferente calibre desde nuestra disciplina. Es necesario reconocer, no obstante, que son legítimas expresiones del malestar con la globalización y que para los “desencantados” la alternativa al populismo desafiante, son políticos del viejo orden cuyas propuestas siguen siendo las que condujeron al descontento. Esto lo vemos con claridad en la confrontación Trump / Biden. Si bien el discurso de Trump es muchas veces inconsistente, infundado y tramposo, a los ojos de los perdedores de la globalización es mucho más atractivo que el viejo discurso del Partido Demócrata. Y lo es precisamente porque desafía el estatus quo y alienta a creer que existe un camino alternativo en el que se verán menos perjudicados que con el viejo orden. Todo esto provoca mucha incertidumbre respecto al orden global futuro en el cual el multilateralismo y la cooperación internacional son controvertidos como hacía décadas no se veía.

¿La respuesta a la crisis de 2008 profundizó el descontento?

La idea básica que estuvo detrás de la estrategia de salida de la crisis de 2008 es que cuando hay una crisis financiera que arriesga romper la cadena de pagos y cae el sistema, el gran problema es un tsunami económico que tenga consecuencias devastadoras sobre el bienestar de la población. Por eso, los recursos públicos destinados a evitarlo no fueron escatimados y fueron considerados como “bien usados”. Personalmente, creo que hay algo de verdad en ello, aunque no estoy seguro de cuánta. Por ejemplo, no estoy seguro si la implementación transmitió señales adecuadas. El votante mediano de EE.UU. vio afectado su ingreso disponible mientras veía un rescate masivo del sistema bancario cuyos beneficios no terminó de comprender con claridad. Por eso creo que las formas en las que se gestionó políticamente esa crisis terminaron por consolidar el malestar con el viejo orden. No necesariamente porque estuviera disponible una alternativa para resolverla, pero al menos sí para explicarla y fundamentarla mejor. Porque no es fácil explicarle todo esto a un trabajador de los estados del cinturón oxidado (rust belt) como Michigan, Ohio, Indiana o Pennsylvania cuyos ingresos quedaron comprometidos por el pago de su hipoteca o perdieron su casa mientras que ellos mismos, sus parientes o vecinos quedaban sin trabajo porque las empresas en las que trabajaban se deslocalizaban. Por eso “Make America Great Again” fue exitoso como slogan en 2016. Y eso mismo ocurrió en Inglaterra con el Brexit o en Francia con los chalecos amarillos. Discrepo con las ideas que subyacen en los discursos políticos que dicen defender a los grupos anti globalización, pero no se me escapa que son reflejo de inconformidades que tienen fundamentos legítimos.

¿Y cuál ha sido el tránsito de China durante esas décadas?

En China los cambios arrancan con la muerte de Mao. Ahí el país se prepara para abrirse progresivamente al mundo y atraer inversión. A partir de los años ochenta, ese proceso coincide con la globalización y China logra insertarse exitosamente en cadenas de valor industrial que combinaron de manera más eficiente tecnología, capital y trabajo. La abundancia de mano de obra permitió a China brindar condiciones muy favorables para localizar industrias maduras intensas en trabajo. Mientras ese proceso se fue desarrollando, fue construyendo capacidades propias que lo han ido convirtiendo en un protagonista central de la economía global, especialmente a partir del siglo XXI. Gracias a ello, millones de personas abandonaron la producción para el auto consumo en el sector agrícola, mejoraron sus ingresos y sus condiciones de vida y sofisticaron sus dietas y su perfil de consumo. Todo ello le permite hoy a China disputar el liderazgo global y jugar fuerte a nivel geopolítico.

¿Dos trayectorias distintas por décadas que hoy están en rumbo de colisión?

China es una amenaza económica y geopolítica a todo el orden previo. Eso retroalimenta el discurso nacionalista en Occidente: “estamos bajo amenaza de una potencia emergente que, con otras reglas y aproximación a la política internacional, busca socavar nuestra influencia mundial”. Eso es lo que los ciudadanos anti globalización desean escuchar, porque de alguna manera los puestos de trabajo perdidos en Occidente están en países como China e India. En “Capitalism Alone” el economista serbio Branko Milanovic describe muy bien esto. La tesis es que ya no existe ningún modo de producción, en el sentido marxista de la expresión, diferente al capitalismo. Lo que hay, salvo excepciones, es un capitalismo meritocrático y uno político. El primero es el que predomina en Occidente, cuya versión más pura es EE.UU. En contraste está el capitalismo chino, regido por una planificación indicativa, una orientación política firme y una relación estrecha entre el Estado y el mundo empresarial. Esta última es una aproximación alternativa a la globalización occidental, y desafía también al consenso globalizador de las últimas cuatro décadas. Por eso, este escenario bipolar tensiona más la situación y hace que el impulso-reacción entre el mundo globalizador y antiglobalizador adquiera otra dimensión. Entonces, la pregunta que uno debe hacerse es cuál va a ser ese modelo que va a contraponerse a la emergencia china. ¿Un modelo de globalización amistosa, un poco naif, recostado sobre la libre movilidad de bienes, personas y capitales, o un modelo de globalización más político, más asentado en negociaciones bilaterales desde lógicas más nacionalistas? Todavía es prematuro para saberlo, pero es parte de lo que está en debate hoy.

¿Cómo entra América Latina en esto?

América Latina es un protagonista secundario a nivel global. Su rol ha seguido siendo el de un proveedor destacado y eficiente de productos no diferenciados. Por supuesto, la región se ha visto influida y desafiada por los procesos globales, pero siempre con una integración reactiva a la economía global. Su último gran período de auge, que se extendió entre 2003 y 2014 aproximadamente, fue exactamente eso. Da la sensación de que sus elites no han encontrado otra manera de conducir los países hacia una integración más protagónica y exitosa, que haya permitido consolidar crecimiento y generación de bienestar a largo plazo para evitar que esos procesos de auge sean reversibles. Por supuesto que hay diferencias en la región. No es lo mismo México y Brasil, con sus mercados domésticos, que Bolivia o Uruguay, con una dotación de recursos y un tamaño relativo mucho menor. Diría que es muy difícil hablar de América Latina como unidad, porque creo que lo que ha estado haciendo la región en el mejor de los casos es integrarse a esas oportunidades, desafíos y amenazas de manera dispersa y sin mirada común. Culturalmente formamos parte de una comunidad, pero desde el punto de vista económico y de estrategia política, no parece que lo seamos. Los países del Pacífico (Chile, Colombia y Perú), por ejemplo, se han integrado de una forma más fluida vía tratados de libre comercio con Asia y el hemisferio norte. En contraste, los de la vertiente atlántica, liderados (o hundidos) por Brasil, hemos permanecido más al margen de la globalización intensa de las últimas dos décadas. Salvo excepciones, nos hemos replegado sobre un mundo más regional para la industria, y en todo caso más global para los productos no diferenciados. Finalmente están México y los países de Centroamérica, siempre más atentos e influidos por la dinámica económica de Estados Unidos. Por todo esto creo que es muy difícil evaluar la región como unidad.

¿Había otra vía para insertarse como unidad o nunca tuvimos opción?

No conozco ninguna construcción intelectual potente capaz de haber englobado los intereses económicos de América Latina. La idea de que América Latina es una unidad cultural, con un origen común, una historia similar, y con construcciones de estados nacionales que son incidentes históricos vinculados a la tecnología de controlar territorios en el siglo XIX, es una tesis atractiva. Sin embargo, ello nunca dio lugar a una mirada lo suficientemente homogénea como para inspirar una estrategia política, comercial y económica consistente común. En la medida en que no la hubo, cada país buscó soluciones propias en el marco de los conflictos internos y desde unas economías que permanecieron relativamente cerradas hasta hace relativamente poco. No existió un pensamiento aglutinador que influyera sobre las elites de forma de construir esa estrategia. Lo que hubo fueron soluciones domésticas y con miradas provincianas. De allí emergen estados nacionales, que tuvieron en la extracción de recursos naturales, la clave para la fiscalidad y la inserción internacional, generando por su propiedad conflictos recurrentes que dieron lugar a innumerables enfrentamientos. Eso determinó sociedades conflictivas y con poca capacidad de mirar al mundo. A fines del siglo pasado eso fue cambiando y, con suerte diversa, los países se han ido insertando a nivel global. De nuevo, creo que los países del Pacífico, se han podido subir mejor al consenso globalizador de las últimas cuatro décadas. Brasil procuró mantener su zona de influencia en el hemisferio sur, y los otros se movieron como pudieron. Uruguay, con su alta dependencia de Argentina y Brasil, se integró al Mercosur que, aunque fue beneficioso hasta comienzos del siglo XXI dejó de serlo luego. Entonces, volviendo a la pregunta, ¿es una oportunidad que nos perdimos? Probablemente si, el tema es que no sé si alguna vez hubo efectivamente esa oportunidad.

En el marco de la polémica con Cepal se cuestionó su rol en la suerte regional

La idea de la Cepal era muy romántica. Raúl Prebisch fue una persona con una influencia intelectual muy grande, que tenía una vocación de pensamiento económico y político integrador. Ese pensamiento estaba afincado en un conjunto de ideas que eran lógicas en la teoría económica de los años 30s y 40s, pero si vos te fijas, la influencia de Cepal perduró hasta casi fines del siglo XX. Incluso, diría que, en el plano del debate político, en alguna medida logró trascender hasta nuestros días. Muchas de las ideas que integran el “pensamiento” de la Cepal son ideas antiguas que el mundo abandonó hace más de cincuenta años. Por eso el problema no es Prebisch, que para su tiempo tuvo la vocación de generar un diagnóstico, un pensamiento común y un consenso de acciones políticas que, para ese momento, tenían puntos de asidero. Lo que pasa, tal vez, es que el desuso de las ideas originales de la Cepal de Prebisch, parece haber conducido a que no hubiera más espacio para una reflexión o estrategia regional común. En un mundo progresivamente más global, cada país adoptó estrategias inspiradas en el pensamiento económico dominante. En otras palabras, nunca más pareció haber una vocación por generar un pensamiento económico propio latinoamericano.

¿Tiene sentido que eso ocurra?

En un mundo globalizado como el actual no parece tener sentido desarrollar un pensamiento económico regional propio. Por supuesto, eso no quiere decir que no se puedan extraer lecciones de muchos lugares que llegaron tarde a la integración y al desarrollo global. De todos modos, creo que hay que ser cuidadoso al juzgar el pensamiento de la Cepal y de Prebisch. Al fin del día, ese pensamiento se inspiró en un mundo muy diferente al de la globalización de las últimas cuatro décadas.

¿Lo que lo inspiró perimió a la luz del quiebre del consenso mundial?

Sí en el mundo global en el que vivimos. No obstante, si volvemos a un mundo más replegado e influenciado por la antiglobalización, capaz que algunas de las cosas que lo inspiraron podrían volver a tener sentido. Pero es prematuro todavía saber si eso ocurrirá.

Dentro de ese marco, ¿hay algo de excepcionalidad en Uruguay?

Uruguay es un accidente histórico como nación, pero que tiene la virtud, como decía Carlos Real de Azúa, de ser un país de “cercanías”. Además de su densidad poblacional, es un país geográfica y políticamente integrado como pocos en América Latina. Ello, junto a otros aspectos, hacen que tengamos una sociedad más integrada y cohesionada que otros países de la región. Desde el punto de vista político, la segunda mitad del siglo XIX es bastante parecida a otros procesos que tuvieron lugar en otros lugares de América Latina: guerras civiles y autoritarismos disciplinadores para la construcción de estados nacionales. Sin embargo, lo que ocurre en Uruguay es que los bandos enfrentados en la guerra civil en dieron lugar a partidos políticos que más tarde fueron capaces de representar eficazmente a los ciudadanos autorizados a votar. A su vez, a principios del siglo XX el liderazgo político de José Batlle y Ordoñez facilitó el desarrollo de una sociedad cohesionada, libre y moderna. La consolidación temprana de esa modernidad republicana y democrática basada en un sistema de partidos políticos, son factores distintivos de Uruguay en la región. La cultura del pacto entre esos partidos políticos favoreció la construcción de una institucionalidad proclive a la generación de consensos y eficaz para gestionar los disensos. Gracias a todo ello, partir del siglo XX Uruguay disfrutó de prolongados períodos de convivencia democrática y libertades. Sin embargo, esos factores diferenciales no fueros suficientes para evitar que el país enfrentara un quiebre institucional que dieron lugar a casi doce años de autoritarismo y falta de libertades entre 1973 y 1984. Con eso, los uruguayos nos dimos cuenta de que éramos distintos, pero no inmunes a procesos que tienen lugar en la región. En ese período no fuimos una excepción. Dicho eso, es necesario reconocer que la salida de la dictadura trajo una reflexión profunda sobre los errores cometidos gracias a lo cual se construyó un nuevo consenso y un clima de convivencia y adhesión renovada a la democracia, con una revalidación de los partidos políticos que sigue haciendo de Uruguay un país singular.

¿Por qué singular?

Porque es un país en el que el Estado tiene un rol protagónico, y donde los ciudadanos confían en el sector público y en sus gobernantes. Como creemos en el sistema democrático, creemos que tenemos una llave para controlar a los políticos porque cada cinco años podemos revalidarlos. Eso es lo que estamos viendo en estos primeros seis meses de la gestión de la pandemia. La población acata lo que los gobernantes recomiendan. La gente confía en los gobernantes. Eso nos hace algo distintos. A propósito de esto, nuestro sistema de protección social que ya era más denso y sólido que el de muchos otros países de la región, fue fortalecido durante los últimos 15 años. Eso está permitiendo, junto con otras cosas, tener una capacidad de gestión de la pandemia comparativamente eficaz. Asimismo, tenemos un Ministerio de Desarrollo Social que fue potenciado y del que, el gobierno de centro derecha que asumió en marzo y que tenía una visión crítica hacia ese modelo institucional-público, recurrió a él para contener el impacto de la crisis. Eso se ha traducido en una menor necesidad de aplicación de recursos extraordinarios para gestionar la pandemia respecto a otros países de la región. Ello sumado a la fragilidad fiscal en el punto partida, explican el menor gasto de Uruguay como por ejemplo Perú y Chile. Entonces, Uruguay tiene factores que lo hacen distinto, vinculados a la adhesión al sistema democrático y a la fuerte presencia de partidos políticos representativos y reconocidos. Pero no seamos soberbios e ingenuos como en el pasado, no creamos que somos inmunes, que somos la Suiza de América. Evitemos el “we are fantastic”. Porque la historia nos enseña que podemos ser tan frágiles como cualquier otro país latinoamericano ante fenómenos económicos y políticos globales. Por eso, es fundamental permanecer alertas y ser humildes.

Y comparándonos con nosotros, ¿hay algo de excepcionalidad en las últimas décadas?

Cualquier indicador que tomes muestra que lo construido en los últimos 30 años es muy importante, sobre todo en contraste con lo que ocurrió los 30 años previos. En los 60s es probable que hayas llegado con un estado benefactor bastante extendido y denso, pero no sostenible por la carga que representaba financiarlo para el sector privado. El estancamiento de los 60 tiene que ver con que todos los incentivos al sector privado para incurrir en riesgo, y por tanto aumentar productividad y sostener el crecimiento, estaban distorsionados. Eso consolidó un bajo crecimiento e hizo necesario reconstituir y revisar el estado de bienestar, a un costo elevadísimo en materia de distribución del ingreso. Eso y otros factores de naturaleza política e internacional condujeron a una crisis política sin precedentes, que terminó en la dictadura. Ahora, lo que ocurre a partir de los 70s es que, bajo circunstancias políticas muy especiales, con falta absoluta de libertades y en base a un diagnóstico de que el modelo económico iniciado en los 30s y potenciado en las dos décadas siguientes estaba agotado, Alejandro Végh Villegas inicia un proceso de reformas económicas muy importantes. A partir de esos cambios se inicia un modelo de inserción internacional distinto, de apertura, de integración a la región, un modelo que consolidó algunas ventajas que el país tenía para ser plaza de servicios financieros regional y que promovió una liberalización financiera temprana. Por eso, cuando mirás lo ocurrido decís: gobernaron militares, colorados, blancos, frenteamplistas y, grosso modo, todos parecen haber mantenido un rumbo. Ese rumbo es el de una economía abierta al mundo, con fuerte apoyo en la integración regional, cumplidor de las reglas de juego internacionales, y previsible desde el punto de vista político y económico. Ese fue el rumbo que todos los gobiernos del período democrático, con readecuaciones, énfasis diferentes y prioridades distintas han seguido hasta nuestros días. Po eso, nuestra sociedad construyó a partir de 1985, y pese a la crisis de 2002, una prosperidad y una mejora del estándar de vida que contrasta con todo que el país vivió en los treinta años previos. Si uno tuviera que evaluar la política económica del período democrático, en relación a los 30 años previos a la ruptura democrática, claramente los aciertos son mayores. Valoro como una continuidad lo ocurrido desde ahí, con la rotación legitima y saludable de partidos políticos. Eso ha generado este sistema público de protección social que permite al enfrentar un shock como el de la pandemia, pilotear la crisis con eficacia.

¿Y dónde está el problema hoy?

En que ese consenso que marcó el rumbo de política en las últimas tres décadas sigue siendo necesario, pero probablemente insuficiente para seguir progresando. Hay muchos países de la región que han avanzado y hoy son competidores que atraen inversión y que nos desafían. Es cierto, Uruguay va a poder vender la gestión de la pandemia como diferencial, pero el desafío que tenemos como país es el de construir una nueva agenda.

¿Cuál es esa agenda?

Sería petulante de mi parte pensar que la tengo en la cabeza, pero sí creo que para sostener el estado de bienestar que hemos construido y nos hace diferentes, la clave es promover una mayor liberalización de energía del sector privado. Dicho de otra forma, tengo la sensación de que la agenda económica del consenso de los últimos treinta años está agotada. En particular, la agenda que el Frente Amplio desplegó a partir de 2015 no logró incluir las innovaciones necesarias. En particular, el último gobierno no supo combinar políticas que balancearan el crecimiento económico y el fortalecimiento del estado de bienestar en un mundo que se volvió más complejo y con una región deprimida luego de 2014. Precisamente, su desafío al asumir en 2015 era innovar. Y eso es lo que no hizo. No pareció buscar caminos alternativos a los que habían seguido los otros gobiernos frenteamplistas en los diez años previos. Eso es lo que explica, al menos parcialmente el estancamiento económico entre 2015 y 2019 y el resultado electoral de noviembre pasado. En mi opinión, la agenda pendiente tiene que ver con generar condiciones de competencia más potentes para el sector transable de la economía. Eso supone que el sector no transable reduzca la “exportación” de ineficiencias al sector transable. Si lo miramos con atención, tenemos que en los últimos 40 años ha habido progresos y reformas en el sector transable y su entorno. Pero lo que no hemos hecho son reformas profundas en el sector no transable. Ejemplos típicos son los sectores del combustible, la energía y el transporte. Ahí hay que lograr mejoras de eficiencia. Además, hay un conjunto de prácticas comerciales que en el mundo se desestimulan que afectan la formación de precios en el mercado de consumo masivo que deben ser evaluadas a la luz de enfoques pro-competencia. Todo ello requiere reformas que son complejas porque el sector no transable es el que más gente emplea. Reformas pro-eficiencia probablemente tengan efectos sobre el empleo, y eso es socialmente costoso. Por eso el contexto es tan desafiante. Porque a raíz de la pandemia y sus consecuencias económicas, es probable que este no sea el momento más indicado para acometer varias de las reformas que son necesarias. Debido a ello, es clave trazar un plan que secuencie bien los cambios para evitar una afectación global y compensar adecuadamente a los grupos de población que puedan verse afectados.

¿La convergencia de tantas reformas complejas es asimilable a otro período?

Estos desafíos son siempre distintos, pero por sus implicancias políticas, puede ser asimilable a lo que tenía que hacer Uruguay en los 60. He sostenido que mi preocupación antes de la pandemia no era una crisis macroeconómica como las de 1982 o 2002. Mi preocupación era que, en la medida que nos habíamos dedicado a fortalecer el estado de bienestar sin reparar demasiado en los costos, habíamos quitado algo de energía al sector privado. Por eso nuestra economía convergía a un estancamiento, lo que se asemejaba a ciertas características de finales de los 60. Obviamente, no estoy diciendo que la situación económica y política es asimilable a la de los años 60. Pero a pesar de ello, Uruguay tiene por delante una agenda de reformas de una complejidad muy elevada como a principios de los años setenta del siglo pasado. Contiene capítulos de inserción externa, empresas públicas, seguridad social, institucionalidad fiscal, consistencia macroeconómica y negociación laboral.

¿Eso está bien recogido en la estrategia del gobierno?

Hay expresiones de deseo, que en algunos casos se orientan a avanzar en esa dirección. Por ejemplo, una mejor regla fiscal, un intento de promover alteraciones en la gobernanza de las empresas públicas e independizar el rol del regulador, una reforma de la seguridad social, etc. Esas son expresiones de deseo inspiradas en ideas que comparto. Pero de ahí a que puedan ser implementadas eficazmente, y que se traduzcan en resultados concretos para el problema de fondo, que es mejorar costos para el sector transable, hay una distancia grande todavía. Además, las autoridades se propusieron avanzar hacia una política monetaria menos discrecional y más flexible. Eso es un desafío, porque la condición indispensable para que pueda hacerse algo así es que la política fiscal acompañe. Aparentemente, por lo que está en el presupuesto, como expresión de deseo también, esa sería la orientación general. Pero el presupuesto me despierta algunas dudas respecto a los supuestos que están detrás. En concreto no estoy seguro de que lo previsto desde el punto de vista fiscal pueda cumplirse. Esa situación será más clara a partir de 2021. Hasta ahora, la gestión de la crisis sanitaria le ha permitido al gobierno una especie de luna de miel con la ciudadanía. Pero el año a partir del año que viene cuando la pandemia empiece a quedar atrás y cuando la herencia recibida sea menos eficaz como argumento, empezará otro partido, Ahí debería verse con más claridad la vocación reformista del gobierno y la plausibilidad de las medidas y acciones que ha anunciado.

La estabilidad social es otro pilar diferencial, ¿no hay riesgo de que un mecanismo de ajuste socialmente costoso erosione esa fortaleza?

Hay dos cosas. Una es cuánto valoramos la cohesión social los uruguayos en general. En ese sentido creo que tendemos a valorarlo mucho, y eso lo refleja nuestro sistema político. Nuestro pacto ciudadano es que estamos dispuestos a avanzar un poco menos, a cambio de movernos un poco más juntos. Por supuesto que hay matices, pero cuando comparás Uruguay y Chile, las elites difieren en esto. Ellos son más agresivos, y por tanto capaces de producir avances más acelerados, pero a costa de dejar gente por el camino. En Uruguay eso no es así. Claro que hay orientaciones y énfasis distintos. De hecho, acabamos de tener una sustitución de un gobierno de izquierda por uno de centro derecha donde ya se aprecian énfasis y orientaciones diferentes. En el caso del actual gobierno, tanto por su discurso de campaña como por el mandato que recibió, es muy probable que se le confiera un rol más protagónico al sector privado y se vaya a priorizar el crecimiento sobre la distribución del ingreso. Ello no necesariamente debe conducir a una mayor desigualdad o a un deterioro de las condiciones de vida de la población. Sin embargo, las particulares condiciones económicas derivadas de la pandemia, así como las prioridades, énfasis y enfoque general del actual gobierno, podrían hacer que el “derrame” previsto por la estrategia de política fuera más lento y menos intenso de lo esperado. Si así fuera, se podrían ver afectados los ingresos y las condiciones vida de la población más vulnerable.

¿Alguna de las cosas que están sobre la mesa arriesgan a generar un clima social más adverso?

Si. Porque las reformas que hay que hacer, estuviera quien estuviera, son difíciles de implementar y costosas en términos de empleo. A su vez, quien está a cargo del gobierno, probablemente esté dispuesto a avanzar un poco más rápido asumiendo que los zapallos se van a acomodar en el carro sin necesidad de demasiadas acciones políticas específicas. No estoy diciendo que se esté pensando en desmantelar cosas. Creo que se intentará focalizar mejor la protección social en los más vulnerables, pero dejando más librados a su suerte a un conjunto de gente que no forma parte de esos grupos. El problema que tenemos con esto es que, gracias a la pandemia, la población vulnerable aumentó. Y lo hizo precisamente alimentada por un desplazamiento de población que no tenía condiciones de vulnerabilidad hace unos meses. Me refiero a trabajadores y a micro y pequeños empresarios expuestos a actividades afectadas por medidas de distanciamiento social como por ejemplo el turismo, las comidas fuera del hogar, el esparcimiento, etc. Pero también me refiero a población mayor a 50 años con bajos niveles de digitalización y escasas habilidades de flexibilidad laboral o población joven con bajos niveles de instrucción. En este marco desafiante, tenés una agenda reformista plantada que es más difícil de conducir en un contexto social con este tipo de fragilidades.

Por tanto, ¿el empleo será una variable crucial sobre la que medir la economía en los próximos meses?

Absolutamente. Y por eso con una mirada algo más amplia, dentro de las políticas clave para proteger y potenciar el empleo está la educación. En el capítulo educativo Uruguay ha perdido muchas oportunidades. No necesariamente en relación con los números históricos de nuestro sistema educativo, sino fundamentalmente respecto a la evolución comparada con otros países que han progresado a un ritmo más acelerado. Fijate que si otros países de la región que tienen población joven más abundante y salarios más bajos que Uruguay, además avanzan más rápido en materia de desempeño educativo, perdemos una ventaja clave que teníamos en materia de capital humano. Por eso, lo que hay que tener son personas preparadas para jugar en la primera división y una muy buena formación en los niveles educativos medios. Ello debería permitir anticiparnos y adaptarnos a los cambios tecnológicos que desafían al mundo del trabajo. Eso requiere un sistema educativo potente y me lleva de nuevo al tema reformas. La reforma del sistema educativo es la reforma más importante para acometer en el futuro cercano. Y sin embargo temo que ello no tendrá lugar. Tengo la impresión de que, así como el Frente Amplio fracasó en esta materia durante sus mandatos, el nuevo gobierno tampoco tiene una reforma comprensiva y profunda en carpeta. Creo que tiene un conjunto de buenas intenciones, pero no mucho más que eso.

¿Quién la tuvo?

Con todo lo controversial que fue, y con algunos aspectos críticos, Germán Rama. Él tenía una visión de hacia dónde había que ir. Creo que también los lineamientos contenidos en el libro blanco de Eduy21 es una hoja de ruta que no puede ignorarse. No estoy diciendo que no haya gente que no tenga visión en la actual administración. Por el contrario, hay un conjunto de personas que tienen reflexiones potentes, algunas de las cuales trabajaron activamente en la agenda de Eduy21. Pero no percibo un grupo con un liderazgo claro y potente para desarrollar una reforma de la envergadura requerida. Por eso tengo la impresión de que este gobierno también se va a ir invicto. Va a haber mejoras, pero en el margen, no una reforma sustancial.

Además de Végh Villegas, ¿qué otros grandes protagonistas tiene nuestra historia económica reciente?

Ariel Davrieux y Danilo Astori. Creo que la historia les va a conferir un lugar destacado. Hubo otros actores muy relevantes por supuesto en el último medio siglo, pero ellos tres fueron, cuando les tocó actuar, los “responsables políticos” de la política económica. Y precisamente eso es un aspecto clave en la gestión de gobierno. No es lo mismo un gobierno que tiene un responsable político claro de la política económica que uno que no lo tiene. Cuando no lo tiene, el presidente se expone en exceso y eso lo arriesga a debilitarse políticamente. Por eso es clave el rol, el peso y el apoyo del presidente al responsable de la política económica. A su modo y a pesar de las diferentes circunstancias históricas y políticas en las que actuaron, Vegh Villegas, Davrieux y Astori serán nombres que los libros de historia recordarán. Por lo que vieron, por lo que hicieron y por lo que evitaron.