El alcohol en gel de la discordia (introducción)

Corría el segundo trimestre de 2020 y la pandemia de la covid-19 había estallado en Uruguay. Por ese entonces, un artículo prácticamente sin uso para el común de la gente comenzaba a ganar protagonismo en el “surtido” de los uruguayos, convirtiéndose, por la fuerza de las circunstancias, casi que en un producto de primera necesidad: el (ahora) famoso alcohol en gel.

Ante la arremetida masiva en la compra de este producto, comenzó a suceder lo que resulta natural y obvio en una economía razonablemente libre o “de mercado” como la de Uruguay: el aumento del precio como respuesta al incremento de la demanda.

No obstante, y en la medida en que dicho fenómeno se mantenía constante durante un período demasiado largo en comparación con la baja tolerancia social del momento, algunas voces promotoras del “control de precios” comenzaron a hacerse sentir, aunque sin mayor éxito. Al día de hoy, el precio del alcohol en gel se “normalizó”, por lo que las propuestas controladoras se disiparon.

Si bien se trata de un episodio cuyo aumento de precio no responde a un fenómeno inflacionario, por los motivos que veremos más adelante es un buen punto de partida que nos sirve de excusa para introducirnos en el punto central de este artículo: el análisis de la utilización del mecanismo de control de precios como herramienta para combatir la inflación.

Pero... ¿qué es la “inflación”?

Tradicionalmente el fenómeno de la “inflación” es presentado como el “aumento generalizado y sostenido de los precios de los bienes y servicios”. Dado que no es objetivo de este artículo analizar específicamente dicho fenómeno, me limitaré a dejar anotado que, en realidad, el referido aumento de precios es apenas la consecuencia visible del verdadero problema, que no es otra cosa que un desequilibrio macroeconómico vinculado a la cantidad de (unidades de) dinero existente en una economía determinada, que provoca una readecuación del valor de los bienes y servicios denominados en esa unidad (remarcación de los precios).

En este sentido puede decirse que la inflación es el síntoma, mientras que el desequilibrio macroeconómico es la enfermedad. Continuando la metáfora, la clave de este artículo es analizar la aplicación de “ibuprofeno” que supone el control de precios como tratamiento a la enfermedad que supone la inflación (o más precisamente, su causa).

No obstante, antes de dar ese paso resulta indispensable entender qué es un “precio” y cuál es la importancia de tener un sistema de precios cuyo funcionamiento sea razonablemente libre, es decir, regido (lo más posible) por la libre interacción entre la oferta y la demanda.

Para esto, recurriremos a la ayuda de un turista excéntrico y a la de un barco intentando llegar a buen puerto, de forma de poder adentrarnos finalmente en las cuestiones farmacológicas del asunto.

En busca de la ayuda de un turista excéntrico

Desde el punto de vista económico, los “precios” son los “términos en los que se presentan las alternativas”. Como aprendí de un viejo amigo, siempre es mejor explicar con ejemplos, por lo que hagámosle honor de la siguiente manera: imaginemos un turista excéntrico que decide viajar a Nepal sin conocer absolutamente nada de dicho país.

Para mejorar el ejemplo, supongamos que es tan excéntrico que decidió no llevar más elementos de la “modernidad” que un par de tarjetas de crédito. Apenas llega al Aeropuerto Internacional de Katmandú, Nepal, se ve tentado a comprar un espectacular adorno que –según pudo averiguar allí hablando en inglés– es un tradicional símbolo nepalí de la buena suerte.

Pretendiendo ser prudente desde el primer día en el manejo del presupuesto previsto para la totalidad de la estadía, pregunta el precio del adorno, simplemente para asegurarse de que no valga una suma exorbitante. Sin embargo, se encuentra con la respuesta de que el adorno vale “NPR 3.850,00” (rupias nepalíes tres mil ochocientas cincuenta). Sin conocimiento de cuáles son las otras alternativas de las que dispone para comprar ese adorno, resulta natural y obvio que no tenga ni la más pálida idea de si se trata de un precio barato, razonable o exorbitante.

Ante la duda, prefiere recorrer primero otras tiendas dentro del aeropuerto en busca del adorno y, no conforme con eso, decide recorrer además algunas tiendas en las inmediaciones. Allí descubre que si bien el precio es más bajo, no aceptan tarjetas de crédito como forma de pago, por lo que en los hechos esa alternativa desaparece. Agreguémosle ahora el supuesto de que, en pleno recorrido de las tiendas, se le arrima un simpático taxista local con buen manejo del idioma inglés, y tras averiguar el motivo de la recorrida, le comenta que a unos 6 kilómetros hay una tienda que vende el adorno a NPR 3.000,00, y a su vez le ofrece llevarlo allí en su taxi por la suma de NPR 750,00.

De esta manera, el turista pasa de estar completamente “a ciegas” a comenzar a entender los términos en los que se le presentan las alternativas de compra del adorno en Nepal, lo que rudimentariamente podría traducirse en la siguiente idea: “un adorno de la suerte en el aeropuerto cuesta más o menos lo mismo que comprarlo en una tienda a 6 km, tomando en cuenta lo que cuesta llegar hasta ahí en taxi”. Ya de paso, ingresará a su “sistema de información” la idea de que “un viaje en taxi a 6 km de distancia vale aproximadamente 1/5 de lo que vale un adorno de la suerte en el aeropuerto”. Naturalmente, todo esto se produce en forma intuitiva e inconsciente.

Mediante este proceso (presentado en forma simplificada) podemos ver lo que verdaderamente significan los precios, o más concretamente en lo que nos importa ahora, el significado monetario que manejamos de ellos, lo que no es otra cosa que la cantidad de dinero en la que se presenta una alternativa (en este caso de compra de un bien).

Nótese en este punto que no hemos incorporado al análisis ningún elemento vinculado a la valoración subjetiva de las alternativas presentadas. Continuando con el ejemplo del turista, ¿qué sucede si la tienda a 6 km del aeropuerto queda justo en frente al hotel donde pensaba hospedarse? ¿Y si queda justo en la dirección opuesta? ¿Qué pasaría si el adorno es un encargo de una persona muy querida y tiene que “ir a lo seguro”? ¿Cómo incide el clima en su predisposición a recorrer tiendas? Como se podrá imaginar el lector, a priori ninguna de las respuestas a estas preguntas modifica el precio del adorno en un lugar o en otro, pero sí determinan la decisión final de compra, momento en el que el turista “revelará” su preferencia. De esta manera, y junto a miles de turistas más, nuestro protagonista estará convalidando un precio y rechazando todos los demás.

Así analizado, y advirtiendo al lector acerca de la (mucho) mayor complejidad que presenta el funcionamiento de este tema en la realidad, vemos cómo los “precios” −ahora en el sentido corriente del término− representan algo bastante más sofisticado que simples cifras antojadizas impuestas por quienes ofrecen un producto o un servicio, en tanto reflejan alternativas disponibles en función de un cúmulo de circunstancias de la más diversa índole (productivas, comerciales, culturales, políticas, sicológicas, entre otras), guiando así tanto a productores como a consumidores a tomar decisiones en el sentido que mejor valoren de acuerdo a sus posibilidades.

Un barco que pretende llegar a buen puerto

De manera de llegar a la cuestión central del artículo contando con las herramientas necesarias para su comprensión, intentaré mostrar ahora la importancia que desde el punto de vista económico tiene un funcionamiento razonablemente libre de un sistema de precios. En esta oportunidad, echaré mano a las ventajas explicativas que me proporcionan las cuestiones marítimas.

Imaginemos un barco de carga con destino a una pequeña isla en plena madrugada. Al igual que en el caso del turista, eliminemos cualquier variable tecnológica para lograr una mejor explicación. Dicha isla a su vez se ubica en un archipiélago (conjunto de islas cercanas entre sí), y cada una de las islas que lo componen cuentan con su propio puerto y su propio faro.

Más allá de su función clásica (de guiar a los barcos en el recorrido de la ruta marítima), los faros de este archipiélago manejan un sistema de señalización en relación con la situación de sus respectivos puertos al estilo de un semáforo: rojo, significa que no es posible el amarre del barco y por tanto tampoco la descarga de la mercadería, sabiéndose con certeza que la situación no cambiará al menos por las próximas 48 horas; amarillo, significa que no hay problema de amarre pero se presentan algunas dificultades temporales para la descarga, aunque el inconveniente quedará solucionado dentro de las próximas 48 horas; y verde, significa que es posible el amarre y la descarga en forma inmediata sin ningún tipo de inconvenientes.

Ya en esta instancia podemos detectar una similitud entre los faros y los precios: ambos reflejan los términos en los que se presentan alternativas en función de un cúmulo de circunstancias. De todos modos, no nos adelantemos y retomemos la navegación.

A medida que el barco se aproxima a la isla de destino, el capitán descubre que su correspondiente faro tiene luz roja, en función de lo que deberá considerar el resto de las alternativas para efectuar el amarre y la descarga lo más rápidamente posible, debido a que la mercadería transportada requiere refrigeración especial como máximo a las 48 horas siguientes a la llegada originalmente prevista.

Tomando cartas en el asunto, divisa que la única luz verde proviene de la isla más lejana, y si bien agrega un margen de riesgo por el tiempo extra de viaje, lo podrá descontar con un rápido amarre y descarga. Complementariamente, de acuerdo a su experiencia el capitán sabe que esa isla es la que tiene las tarifas más elevadas de todo el archipiélago en materia de servicios portuarios.

Además, divisa luces amarillas en las dos islas más cercanas (es decir, más próximas a la isla original), lo que si bien acorta el tiempo de llegada, conlleva el riesgo de que en cualquier momento el faro de la isla elegida indique luz roja, debiendo redireccionar la ruta hacia otra isla con la posibilidad de generar la pérdida de la mercadería, dado el escaso margen de maniobra temporal con el que cuenta. Complementariamente, el capitán sabe que la isla que se encuentra más lejos de las dos tiene la tarifa más baja de todo el archipiélago en materia de servicios portuarios.

A pesar de este complicado embrollo en el que se encuentra el capitán del barco, cuenta con una ventaja para nada despreciable: los faros funcionan, y además emiten las luces correspondientes en relación con la situación en la que se encuentran los puertos. Es decir, los faros transmiten señales correctas, permitiendo al capitán adoptar la alternativa que valore como la más adecuada para salvar la mercadería, claro está, dentro del universo de alternativas posibles que se le presentan.

Esta misma “ventaja” es la que proporciona un desenvolvimiento razonablemente libre del sistema de precios: dado que las señales emitidas reflejan correctamente las circunstancias de producción y consumo de los bienes y servicios, tanto los productores como los consumidores pueden adoptar las alternativas que valoren como más favorables a sus intereses a la hora de actuar como tales, posibilitando de esta manera un funcionamiento coordinado −mas no “perfecto”− del sistema económico.

Ahora bien, dentro de las referidas “circunstancias de producción y consumo” de los bienes y servicios, y en caso de existir, naturalmente quedaría comprendido el desequilibrio inflacionario en los términos que mencionamos al principio, por lo que bajo esta lógica los precios seguirían subiendo hasta que no se recomponga el equilibrio. En el transcurso, si bien el problema no estaría arreglado (ni tampoco puede decirse que habría niveles óptimos de coordinación), al menos se estarían transmitiendo señales consistentes con las circunstancias, produciéndose un constante “sinceramiento de precios” acorde a la inflación existente.

Entonces, ¿en qué se traduce el “control de precios” como mecanismo de combate a la inflación?

El término “control de precios” tiene varias acepciones. En un sentido amplio, refiere a intervenciones estatales que buscan suplantar el mecanismo de la libre formación de los precios mediante la interacción de la oferta y la demanda, ya sea esto por motivos económicos, políticos, o por una combinación de ambos.

Bajando un escalón hacia el tema que nos convoca, es decir, el control de precios como herramienta para combatir la inflación, comúnmente implica la aplicación de topes máximos a los precios de una cierta cantidad de bienes y/o servicios destinados al consumo final, con la consecuente aplicación de mecanismos inspectivos y sancionatorios por parte de las autoridades a aquellas empresas que incumplan los referidos topes vendiendo a “precio de mercado”. Como ejemplos más habituales de esto puede mencionarse la fijación de topes al precio de una canasta básica de alimentos y al de los alquileres de viviendas.

Valiéndome de las ideas introducidas anteriormente, diré que el control de precios es una afectación de los “canales de comunicación”, una alteración de las señales transmitidas por los agentes económicos. En efecto, no permite el reflejo de los verdaderos “términos en los que se presentan las alternativas”, tanto para los productores como para los consumidores.

En cierta manera, el control de precios tiende a ocultar parcialmente las “circunstancias de producción y consumo” de los bienes y servicios, lo que para nuestro caso refiere al desequilibrio económico generador de la inflación. En definitiva, el mecanismo analizado busca curar la enfermedad reprimiendo sus síntomas, generando descoordinaciones en el funcionamiento del sistema económico en el cual se aplica.

Todo bárbaro, pero yo sigo con dolor de cabeza

Como esto no se trata de una “campaña de enchastre” contra el ibuprofeno ni nada parecido, y tomando en cuenta su carácter de “venta libre” (que a priori es un indicio de su baja peligrosidad), debo comenzar mencionando la utilidad que tiene el suministro de dicha droga en dosis moderadas frente a casos puntuales. Sin ir más lejos, es a lo primero que echamos mano ante un fuerte dolor de cabeza, dolores musculares o incluso ante la aparición de cierto nivel de fiebre, sin que por ello nos genere algún problema de salud o efecto adverso. Por el contrario, a corto plazo nos brinda la solución que estamos buscando.

En un paralelismo con esto, el economista John Kenneth Galbraith en su ensayo “Teoría del Control de Precios”,1 publicado por primera vez en 1952, concluye que el control de precios sería aconsejable en dos casos: la economía de guerra y el contexto de movilización limitada (hipótesis de emergencia nacional). Para el autor, en este tipo de contextos los métodos que atacan la causa de la inflación resultarían inadecuados o de efectividad limitada, por lo que alude al control de precios como instrumento que colaboraría en poner freno a la espiral inflacionaria. En resumidas cuentas, podría decirse que Galbraith recomienda la aplicación de ibuprofeno dadas ciertas condiciones puntuales bajo las que el paciente transita la enfermedad.

Por otra parte, datos procedentes de ensayos clínicos sugieren que el uso de ibuprofeno, a dosis altas (a partir de 2.400 mg diarios) y en tratamientos prolongados, se puede asociar a un moderado aumento del riesgo de acontecimientos aterotrombóticos (por ejemplo, infarto de miocardio o ictus). Además, y debido a la constatación de otros riesgos asociados en estos casos, durante la aplicación del tratamiento se deben implementar controles preventivos sobre la función renal, hepática y hematológica del paciente.

En esta otra línea es que puede trazarse un paralelismo con autores como Robert Schuettinger y Eamonn F. Butler, quienes en su libro 4000 años de controles de precios y salarios (1979)2 analizan más de cien casos aplicados en treinta países a lo largo de más de cuarenta siglos en los que se implementó el control de precios como forma de combatir la inflación, concluyendo que si bien en algunos casos resultó efectivo para remediar el problema a corto plazo, nunca solucionó definitivamente el problema en tanto no pudo enfrentar la causa real de la inflación (la que como vimos es el desequilibrio macroeconómico vinculado a la cantidad de dinero).

En este último sentido también se pronuncian autores como Henry Hazlitt,3 Ludwig von Mises,4 Ramón Díaz,5 Martín Krause,6 Paul Krugman7 y N. Gregory Mankiw,8 con la postura más aceptada en relación al tema. Ahora bien, ¿por qué la mayoría de los economistas llegan a esta conclusión? Para intentar responder la pregunta daré por comprendidos los conceptos introducidos en los apartados anteriores.

Asumiendo eso, iré al grano diciendo que la intervención que supone el control de precios tiende a eliminar los incentivos necesarios para la producción del bien o servicio del que se trate, en cantidades que logren hacer frente al aumento de la demanda provocado por la tentación que suponen los bajos precios “garantizados” por ley. Como podrán imaginarse, tarde o temprano esta situación conduce a la escasez generalizada de los productos o servicios que tienen precios controlados o, en el “mejor” de los casos, a la formación de “mercados negros” cuya evolución paralela de precios acompaña o acelera la espiral inflacionaria que se intentó reprimir, dado que ahora los productores asumen el riesgo de posibles sanciones por parte de las autoridades por vender a precio “de mercado”.

En términos ya manejados, lo que se viene de decir forma parte de la consecuencia natural de intervenir los canales de comunicación naturales entre los agentes económicos, agregando cierto nivel de “ruido” a las señales transmitidas y provocando con ello una descoordinación del sistema económico. En el ejemplo del barco, es como si obligáramos a todos los faros a proyectar luz verde, no teniendo los puertos posibilidad alguna de recibir a la gran cantidad de barcos que comenzarían a llegar alentados por la gran disponibilidad de amarre y descarga con la que pareciera contar el archipiélago.

Ver efectos adversos incluidos en el prospecto (conclusión)

A modo de conclusión, cabe decirse que más allá de algunas aplicaciones concretas que puedan llegar a lograr resultados deseables a corto plazo, el control de precios no muestra serias evidencias de ser un verdadero mecanismo en el combate a la inflación.

Por el contrario, ha demostrado ser poco efectivo en su ataque a la causa de la enfermedad, provocando además serios efectos adversos en los pacientes a los que se les ha aplicado dicho tratamiento a lo largo de la historia.

En consecuencia, la próxima vez que esté pensando en reclamar la aplicación de “ibuprofeno antiinflacionario”, permítame recomendarle que antes consulte a su economista de cabecera.


  1. John Kenneth Galbraith, A Theory of Price Control 

  2. Robert Schuettinger y Eamonn F. Butler, 4000 años de controles de precios y salarios. The Heritage Foundation, 1979. 

  3. Henry Hazlitt, La economía en una lección

  4. Ludwig von Mises, Planificación para la libertad, Unión Editorial (2012) 

  5. Ramón Díaz, Historia económica de Uruguay (2020). 

  6. Martín Krause, ¿Por qué insistir en algo que fracasó? 

  7. Paul Krugman, El control de alquileres restringe la construcción de nuevas casas

  8. N. Gregory Mankiw, Principios de Economía, Cengage Learning, 2012.