El contexto
“Vivimos en el oscurantismo de las estadísticas sobre desigualdad”, advertía un conjunto de economistas pocos meses antes de que irrumpiera la pandemia y lo cambiara todo. Entre ellos, Thomas Piketty, Emmanuel Saez y Gabriel Zucman.1 Paradójicamente, ese oscurantismo estadístico no se extiende hacia otros ámbitos, ni siquiera a aquellos que forman parte de nuestra vida privada. Todo lo contrario. Constantemente volcamos, consciente y/o inconscientemente, una inmensa cantidad de datos sobre nuestras preferencias, deseos, intereses, frustraciones y otras tantas dimensiones de nuestra más profunda intimidad.
Lo hacemos gratuitamente, pensando que el producto es una cosa distinta a nosotros mismos y a nuestra privacidad. También decidimos hacerlo sabiendo que eso no es así. En definitiva, ¿qué tan interesante puede ser nuestro costado más íntimo? ¿Damos más de lo que recibimos cuando aceptamos mecánicamente los términos y condiciones de cada actualización, de cada aplicación, de cada aparato electrónico? Puede ser que sí, puede ser que no. En cualquier caso, lo que importa es que para muchas empresas somos mucho más que un libro abierto. De alguna manera, somos un libro en construcción que voluntariamente invita a estos agentes a participar en su desarrollo.
Pero no somos un libro abierto para los gobiernos, que aún enfrentan dificultades para capturar las estadísticas más básicas relacionadas a la distribución del ingreso y la riqueza. Incluso si lo hacen, pueden preferir no traducirlas en la forma de información de acceso público. Esta deficiencia, para los autores, supone un costo “enorme para la sociedad… y es alimento para los demagogos y los críticos de la democracia”.
“Si la desigualdad es aceptable o no, y si debería hacerse algo al respecto o no, es una cuestión de elección colectiva”. Esa es una discusión que debería tener lugar en un estadio posterior y que puede conducir a resultados variados en función de las características y preferencias de cada sociedad. Sin embargo, esa discusión requiere contar con insumos que alimenten los fundamentos detrás de cada una de las posturas. En otras palabras, es una discusión que requiere de un estadio previo. Y ese estadio previo pasa por generar insumos de calidad que permitan abordar la problemática desde el mejor lugar posible y con toda la información arriba de la mesa; ni más ni menos que eso.
Persiguiendo ese faro, más de 100 investigadores de todo el mundo han ido desarrollando métodos innovadores para compilar estadísticas de desigualdad con alcance global. De ahí surge la Base de datos mundial sobre la desigualdad2 ‒WID, por su sigla en inglés‒, con el fin de proporcionar acceso libre a la más extensa base de información sobre la evolución histórica de la distribución del ingreso y la riqueza mundial. La base “incluye el conjunto más amplio posible de fuentes disponibles: desde encuestas de hogares, datos de la administración tributaria y cuentas nacionales, hasta los Panama Papers, a través de los cuales el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación expuso acopios de riqueza escondidos en varios paraísos fiscales”.
La WID habita dentro del Laboratorio Mundial de Desigualdad, cuyo objetivo es promover la investigación sobre la dinámica de la inequidad global. En ese sentido, el mantenimiento y la ampliación de esta base de datos es justamente una de sus principales misiones, junto a la elaboración de documentos, informes y manuales metodológicos, y su correspondiente difusión.
El índice de transparencia de la desigualdad
Recientemente, el Laboratorio de Desigualdad Mundial desarrolló, junto con el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, el índice de transparencia de la desigualdad. El índice tiene dos objetivos. El primero es evaluar el estado de situación actual en torno a la disponibilidad de datos sobre desigualdad a nivel global. Esto incluye desigualdad de ingresos y también desigualdad de riqueza, que es la más elusiva de todas. El segundo es generar un incentivo para promover mayores avances en lo que refiere a la publicación de información de calidad por parte de los distintos países. En algunos casos esa información no existe. En otros, pese a que existe, las barreras para acceder a ella terminan siendo infranqueables para los investigadores; por la vía de los hechos es como que no existiera.
Esto, obviamente, opera como una restricción desde el punto de vista del debate público y del diseño de políticas que pueda emerger a partir de este. Sobre esto, la institución va un paso más y subraya: “En la era digital actual, el acceso a información básica sobre la distribución de la renta y el crecimiento de la riqueza debe considerarse un bien público”.
Si bien durante los últimos años se han acumulado avances en esa dirección, el camino que queda por recorrer es tan largo como sinuoso. Al momento, según señala el Laboratorio, las principales dificultades para consolidar progresos adicionales se alojan en la opacidad del sistema financiero, en las herramientas estadísticas que son utilizadas para rastrear este tipo de información y en la voluntad de muchos gobiernos, que prefieren no hacerla pública ‒o directamente no relevarla‒.
¿Cómo se construye el índice?
Básicamente, a partir de dos dimensiones. La primera distingue entre las fuentes de datos que están disponibles, separando cuatro ejes: encuestas sobre la renta, datos sobre el impuesto a la renta, encuestas sobre el patrimonio y datos sobre el impuesto al patrimonio. La segunda aborda esos cuatro ejes en función de su calidad, frecuencia de publicación y acceso a los datos.
Con base en lo anterior, el índice toma valores entre 0 y 20. El primer caso se corresponde con aquellos países que no cuentan con datos ni con encuestas. El segundo supone una situación ideal en que los países “publican cuentas anuales de distribución de riqueza e ingresos con encuestas de hogares que coinciden con los registros fiscales administrativos”. Dicho de otra manera, al tomar un país con un índice de transparencia equivalente a 20, podríamos conocer con precisión todas las estadísticas vinculadas a los ingresos y al patrimonio de cada persona con independencia del segmento socioeconómico al que pertenece.
¿Qué dicen los resultados?
Que la situación ideal no sólo es ideal, también es utópica: no existe ningún “país 20”. Al cierre del año pasado, la nota máxima en el mundo fue 16,5. Hay países con pocos datos y hay países con muchos datos, pero de mala calidad: “Todos los países, incluidos los que obtuvieron calificaciones altas en 2020, todavía están rezagados con respecto a los estándares básicos de transparencia”.
No obstante, el otro polo ‒el “país 0” ‒ existe y es habitado por 28 economías que no cuentan con datos de encuestas ni datos fiscales disponibles ‒no produjeron información durante la última década‒. En este grupo hay países africanos, latinoamericanos, asiáticos y de Medio Oriente. Sin embargo, nuestra región se encuentra sobrerrepresentada con 11 países dentro del conjunto.
Entre ambos mundos, hay ocho países que se destacan por su puntuación: Dinamarca, Italia, Suecia, Francia, Estados Unidos, Reino Unido, Noruega y ‒pausa de suspenso‒ Uruguay; grata sorpresa. Para este conjunto de economías, la puntuación se mueve entre 13 y 16,5 y varía principalmente por la calidad de las estadísticas. Noruega es el país que logra alcanzar la cota superior, aunque lo seguimos de cerca con una puntuación de 15. Pese a ocupar una posición privilegiada, “cada uno de estos países debe hacer un progreso considerable para lograr estadísticas de desigualdad completamente transparentes. Esto es particularmente cierto con respecto a la medición de la desigualdad de la riqueza y los ingresos del capital, para lo cual ningún país del mundo es completamente transparente”.