25 años atrás, en medio de una histórica ola especulativa en el mercado de valores estadounidense, Alan Greenspan, el hombre elegido por cuatro presidentes para dirigir el principal banco central del mundo, hacía referencia a un nuevo concepto financiero: la exuberancia irracional. “¿Cómo sabemos cuándo la exuberancia irracional ha disparado indebidamente los valores de los activos, que luego quedan sujetos a contracciones inesperadas y prolongadas? ¿Y cómo incluimos esa evaluación en la política monetaria?”, se preguntó durante un discurso televisado el 5 de diciembre de 1996.
La burbuja de las dot.com, que estallaría años más tarde, se estaba inflando y la referencia no pasó desapercibida. Todo lo contrario, generó un desparramo de las bolsas que no hizo otra cosa que elevar más el peso del término “exuberancia irracional”.
El concepto caló y sigue siendo, al día de hoy, una forma sintética de describir el optimismo de mercado que carece de bases sólidas, de fundamentos reales. Como dice Robert Shiller, premio nobel de economía y autor del libro titulado, justamente, Exuberancia irracional, el concepto no describe la clase de euforia o de locura que estuvo detrás de los excesos especulativos previos al crack de 1929.
La fiebre de los 90 fue distinta. No era una “orgía” o una “manía especulativa”, sino algo más sutil. En sus propias palabras, la exuberancia irracional es exactamente eso, es como ese “tipo de mal juicio que todos recordamos haber tenido en algún momento de la vida desbordados por un exceso de entusiasmo”.
Esto es, según él, la base psicológica de las burbujas especulativas, entendidas como “una situación en la que las noticias sobre el aumento de los precios estimulan el entusiasmo de los inversores, que se extiende por contagio psicológico de persona a persona y que, en el proceso, amplifica las historias que podrían justificar el aumento de los precios. Eso, además, atrae a una clase cada vez mayor de inversores que, a pesar de las dudas sobre el valor real de la inversión, se ven atraídos por ella en parte por la envidia de los éxitos de los demás y en parte por la emoción de un jugador”.1
Aunque esta idea puede ser controvertida, es innegable que existe un paralelismo entre el escenario que dio a luz a este concepto y el escenario actual. La emergencia de una disrupción tecnológica, el surgimiento de alternativas atractivas de inversión asociadas a esa disrupción y la proliferación casi cotidiana de un nuevo tipo de millonarios que logra, a partir de lo anterior, levantar una fortuna de un día para el otro sin esfuerzos excesivos. Y para muestra un botón, o dos...
Primer botón: tokens no fungibles
No parece haber una forma sencilla de explicar este concepto porque de alguna manera desafía el sentido común. Un token no fungible –NFT, por sus siglas en inglés– es una representación digital de un activo que se encripta mediante tecnología blockchain para hacerlo único y asegurar su autenticidad. Podemos pensarlo como una suerte de certificado que demuestra la propiedad y la procedencia de un artículo digital coleccionable.
Ese artículo, una vez sintetizado en un código encriptado, bebe del inigualable valor que ofrece la escasez. Justamente de ahí viene la parte de “no fungible”, que es además lo que lo diferencia de otras tendencias tecnológicas de inversión, como puede ser el bitcoin. El bitcoin es fungible: si yo intercambio un bitcoin contigo, los dos vamos a obtener lo mismo que cedimos. Eso no sucede con los NFT, dado que no son intercambiables. Todo lo contario, identifican un activo que es único e irremplazable, sea por su escasez, su originalidad o su autoría. De cierta forma, esto viene a resolver el problema de los artistas asociado a la facilidad que es inherente a la reproducción de lo que es digital; la escasez que le confiere valor al arte físico es difícil de replicar en el mundo digital. Pero eso podría estar cambiando, con la posibilidad de inducirle esa característica vía encriptación.
Por ejemplo, la famosa casa de subastas Christie's remató hace unos meses su primera obra de arte digital. Se trató de un collage digital –un archivo JPG– realizado por un artista conocido como Beeple, y fue subastado por 69 millones de dólares. Todos podemos verla en internet en su forma original, que es la digital, pero sólo uno puede decir que es suya. También está el caso de los videos de la NBA, que se están vendiendo por miles de dólares. ¡Y son videos que están en Youtube! Lo exclusivo no es el contenido, sino su posesión.
Pero la cosa no se agota ahí. Técnicamente, cualquier contenido digital puede ser un NFT: una canción, un gif, una foto, una columna de prensa –sí, una columna de The New York Times sobre NFT fue subastada como NFT por 500.000 dólares–2 y también un meme; especialmente un meme. Oh, los memes... esa conjunción de “gen” y “memoria” que describe la transmisión cultural que pasa de unos a otros con cualquier mecanismo susceptible de ser imitado y que evoluciona por selección natural.
“Quien controla los memes controla el universo” tuiteó Elon Musk, definiéndolos como “el arte moderno”. Algunos dirán que está loco, que es un exceso, que el control del universo requiere dotes y capacidades extraordinarias difíciles de encontrar por fuera de los márgenes del universo de Marvel. Y ni siquiera ahí, como demuestra el fracaso más reciente de Thanos, el villano-economista malthusiano de los Avengers. ¡Y eso que tenía un superguante con piedras de colores! Luego de este infame alegato, podemos decir que tal vez a Musk se le fue la mano, que su afirmación desborda los límites del sentido común.
Pero ¿qué pasa si bajamos un poco el poder que le atribuimos al control de los memes? ¿Hasta dónde podemos llevar la frontera del sentido común para albergar todas las posibilidades que nos ofrece poseer un meme? ¿Tiene el sentido común un lugar para aceptar que un meme valga 500.000 dólares? ¿Y un tuit? ¿Y un gif psicodélico de un gato volador? Dependerá de cada uno, porque, además de común, este sentido es personal. Y las cosas pueden valer lo que cada uno esté dispuesto a pagar, ¿o de dónde viene el valor? ¿Es funcional? ¿Es hedónico? ¿Es inherente al bien porque deriva del trabajo necesario para producirlo? ¿Viene de la relación que tenga con las necesidades humanas? ¿Con qué combinación de teorías del valor debemos encarar este tema?
Por ejemplo, para John Cleese, el famoso comediante de Monty Python, no hay valor ni lugar dentro del sentido común para esto. El mundo se ha vuelto “terminalmente loco”. “Los NFT son una distracción de las cosas serias... una forma en que nuestra cultura se erosiona porque la tecnología avanza tan rápido que no nos deja ver que estamos parados en arenas movedizas mientras contemplamos un montón de JPEG pixelados”. Pero “como te digo una co, te digo la o”, cantaba Sabina. Así que, por las dudas, Cleese se calzó un alter ego y está subastando un dibujo del puente de Brooklyn que hizo con su ipad.
“¡Hola! Es hora de que conozcas a mi alter ego “Artista sin nombre”. Estoy encantado de ofrecerte la oportunidad de tu vida. Vendo mi 1er NFT. Aunque las ofertas comienzan en 100, puede comprarlo por 69 millones de dólares”.
Una oferta irresistible, querido John, ¡el verdadero santo grial para los caballeros de la mesa cuadrada! Pero volvamos a nuestro tema: los memes y las oportunidades que se abren gracias a su posesión. Ser objeto de un meme parecía, hasta hace un año, una suerte de maldición. ¿Cómo te sentirías si una foto poco agraciada de tu peor versión se hiciera mundialmente famosa y se reprodujera día tras día en redes sociales y grupos de Whatsapp? Seguramente un poco mal. Pero eso está cambiando, y si no pregúntenle a Zoë Roth, la “niña desastre”.
15 años atrás, el cruel padre de Zoë inmortalizó su rostro frente a una casa en llamas. Tenía apenas cuatro años. Pero el que ríe último ríe mejor. Y ahora Zoë, que con 21 años vendió su foto como NFT, le sacó 500.000 dólares de ventaja a su padre. Pero eso no es todo: cada vez que ese archivo digital se vuelva a vender, la “niña desastre” se llevará 10% por regalías. ¡Mirá de quién te burlaste, Barney! Moraleja: si bien no permite dominar el universo, tener –o ser– un meme no parece mal negocio.
Pero, al margen de los memes, son muchos los casos de NFT que desafían el sentido común, especialmente en un mundo fracturado por una pandemia que suda privaciones materiales, excesos y obscenidades de opulencia a partes iguales; “que el mundo fue y será una porquería ya lo sé”, cantaba Enrique Santos Discépolo.
¿Cuánto estarían dispuestos a pagar por poseer el primer tuit de la historia? ¿500.000 dólares? ¿Un millón de dólares? Se quedan cortos: se vendió por 2,9 millones. ¿Y por un pixel? Espero sean 1,4 millones de dólares, porque ese es el precio base. Criptoarte le llaman.
Y la cosa se pone más rara. Por ejemplo, la tenista Oleksandra Oliynykova está vendiendo una parte de su brazo como NFT. Ojo, tampoco es para escandalizarse, no es que venda todo su brazo… sólo vende un rectangulito de 15 por ocho centímetros. “Mi NFT es su derecho exclusivo de por vida para tener espacio en mi brazo y hombro derechos. Puede colocar su objeto de arte en forma de tatuaje o arte corporal aquí. Puede dejarlo en blanco, pero sabrá que es suyo”. Es un “muy muy loco mundo”, cantaba Gary Jules.
Segundo botón: dogecoin, la criptomoneda meme
Si lo anterior no representa un buen ejemplo de exuberancia irracional, hay más. Por ejemplo, el intenso despegue de una criptomoneda cuya génesis es una parodia sobre las criptomonedas. El famoso “era un chiste y quedó”. Bueno, era un chiste, quedó, y ahora su capitalización de mercado vale miles de millones. Desde enero, el precio subió cerca de 12.000% y ahora es la cuarta criptomoneda más valiosa –80 billones de dólares–.
Irónicamente, uno de sus creadores vendió en 2015 todos sus dogecoins para comprarse un Honda Civic usado. Hoy, seis años más tarde, la capitalización de su criptomoneda supera el valor de la empresa Honda en la Bolsa de Nueva York.
Además de desafiar el sentido común, esta criptomoneda tiene otros puntos de contacto con lo anterior: Elon Musk y los memes. Y si les suena la combinación “Musk-memes” es porque también estuvieron detrás del famoso caso de Gamestop y el foro Reddit que dio tanto que hablar allá por febrero.3
Matt Levine, columnista de Bloomberg especializado en finanzas, maneja dos hipótesis en su aproximación a las locas finanzas modernas: la “hipótesis de los mercados del aburrimiento” y la “hipótesis de los mercados de Elon”. Según esta última, “las cosas no son valiosas en función del flujo de fondos que tienen asociado, sino de su proximidad a Elon Musk”.
Elon Musk combina dos conceptos irresistibles: “hacerse rico” y “divertirse”. Por eso sus posiciones adquieren “carácter religioso” y sus tuits “dotan de maná” cualquier cosa que nombra, sean acciones de una empresa de videojuegos en declive o una criptomoneda parodia con la cara de un perro shiba inu.
Si tuvieras que viajar diez años atrás y explicar lo que está sucediendo, se imagina Levine, te sentirías como un idiota: “Existirá esta moneda online, que la gente piensa que es una forma de oro digital, y luego habrá una moneda online diferente, que es una parodia de la primera basada en un meme sobre un perro shiba inu que habla, y tendrá una capitalización de mercado mayor a 80% de las empresas en el S&P 500. Además, su valor fluctuará en función de cosas como quién es el anfitrión de Saturday Night Live, y Bloomberg escribirá artículos y los bancos escribirán notas de investigación sobre ese tipo de catalizadores, y seguirá siendo una parodia sin contenido perfectamente ridícula incluso cuando la gente se lo tome en serio porque hay miles de millones de dólares en juego”.4
Y así es, tan extraño como suena. Si no lo fuera, no hubiese tenido tanto atractivo poner a Musk al frente del último episodio de Saturday Night Live para hablar del dogecoin. “No se olvide anotar la apertura de SNL como un evento de riesgo clave para el mercado la próxima semana”, señalaba otra analista de Bloomberg.
“¿Qué es el dogecoin?”, le preguntan una y otra vez al meme-millonario que, disfrazado de un experto en finanzas llamado Lloyd Ostertag, va alternando respuestas inconducentes hasta que al final termina reconociendo –sorpresivamente para muchos–: “Sí, es una estafa”. Y así como antes lo hizo subir, ahora lo hizo bajar. Y mañana podrá hacerlo hacer lo que quiera. Y al ritmo de estos espasmos caprichosos, la plata irá hacia un lado y luego hacia el otro. Pero nunca irá hacia donde tendría que ir.
Si nos faltaban puntos de contacto entre un botón y el otro de esta columna, acá tenemos otro: Saturday Night Live. Un mes atrás, el programa realizó un sketch titulado “¿Qué demonios es un NFT?”. Hoy ese sketch sobre NFT, que tenía a Eminem y a Janet Yellen como protagonistas, es un NFT. Lo mismo que sucedió con la columna de The New York Times. Y esta columna sobre NFT, si fuera buena, también podría ser un NFT; “una estúpida manía circular”, cantaba Luis Eduardo Aute.
Una botonera de excesos
Como escribió Levine, con un poco de ironía y acidez, “mirá, disfruté del caso Gamestop tanto como cualquiera. Era diversión tonta, parecía decir algo raro y alarmante pero no demasiado serio sobre el capitalismo financiero, nadie salía demasiado mal parado, tenía algunos buenos personajes, y nos mantuvo entretenidos durante un rato. Los NFT son exasperantes, pero de una manera interesante... Pero dogecoin, hombre, no me opongo a dogecoin. Lo básico es que es una parodia de bitcoin que ahora vale mucho dinero. Está bien, es divertido, bien, bien... las noticias financieras en 2021 son increíblemente estúpidas, seguro, pero puedo derivar placer de ellas”. Al menos por ahora.
Luego de leer y releer la nota, ahora que llega a su final, creo que el título es ligeramente desatinado. Todo esto podría no involucrar ese optimismo sutil que aparta los precios de sus fundamentos y al que Shiller le dedicó un libro con un guiño al nonagenario Greenspan.
Podría no ser exuberancia irracional lo que estamos viendo en el mundo financiero últimamente; ¿podría ser, acaso, una “orgía” o “manía especulativa”? Podría. En cualquier caso, creo que más temprano que tarde estaremos calibrando nuevamente eso que llamamos sentido común. Sólo que ese día, tal vez, el asunto ya no sea divertido.
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Shiller, R (2000). Irrational exuberance. ↩
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“Este artículo se subastó en 560.000 dólares (y te contamos por qué)”, The New York Times. ↩
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“Reddit y GameStop: lobos, ovejas y jabalíes en Wall Street”, la diaria. ↩
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“Dogecoin Is Up Because It's Funny”, Bloomberg. ↩