La reedición de los “locos años 20” que estamos viviendo se parece poco a la versión original del siglo pasado, pero la etiqueta no le queda grande. Como si la pandemia, la guerra entre Rusia y Ucrania, las turbulencias económicas y el asalto al capitolio por un hombre disfrazado de bisonte fueran insuficientes, aparece un grupo de científicos y en un acto tremendamente inoportuno nos recuerda que estamos en puertas de una crisis climática potencialmente devastadora. Hagan la fila, por favor.

A principios de este mes se publicó el informe que completa el Sexto Reporte de Evaluación elaborado por el Panel Intergubernamental de Expertos sobre Cambio Climático (IPCC),1 un grupo de miles de científicos que de forma honoraria y periódica sistematiza el estado del arte en materia de cambio climático. El reporte advierte que la trayectoria de desarrollo actual conduciría a “cambios rápidos y potencialmente irreversibles en los sistemas naturales y humanos” derivados de alteraciones “inequívocamente” antropogénicas sobre el sistema climático. Con la fila tan larga de problemas, ¿no podemos atenderlos por teléfono?

Hace tiempo que el cambio climático dejó de tener únicamente el octógono negro de “problema ambiental” (i.e. un problema que solo preocupa a hippies) y sumó a su lista de advertencias varios octógonos que reflejan diversas problemáticas sociales, económicas, productivas, sanitarias y de seguridad. De hecho, la vinculación de la crisis climática con temáticas tan sensibles como conflictos bélicos, salud, migraciones, escasez de recursos y seguridad alimentaria le valieron al IPCC el Premio Nobel de la Paz en 2007.

Poco más de un siglo antes, Svante Arrhenius, un químico notable, colega y coterráneo justamente de Alfred Nobel, postulaba los fundamentos que explican el cambio climático en su publicación de 1896: Acerca de la influencia del ácido carbónico en el aire sobre la temperatura del suelo. En este trabajo Arrhenius cuantificaba por primera vez en la historia la contribución del dióxido de carbono (CO2) al efecto invernadero y ensayaba algunas hipótesis que vinculaban su concentración atmosférica con impactos de largo plazo sobre el clima.

Entre la publicación de Arrhenius y el último reporte del IPCC que motiva esta nota han pasado 125 años y todo tipo de investigaciones, advertencias y debates. Haciendo fast forward veríamos los primeros trabajos que mostraban un aumento de la temperatura global en la década del 30, la vinculación de este aumento con la quema de combustibles fósiles en la década del 50, los primeros modelos climáticos de la década del 60, la primera Conferencia Internacional de Naciones Unidas sobre Medio Ambiente (1972), los estudios archivados por las petroleras en los 70 y 80, la creación del IPCC (1988), el Convenio Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (1992), el Protocolo de Kioto (1997), el Acuerdo de París (2015), el Pacto de Glasgow (2021), un crecimiento exponencial de publicaciones científicas, varios reportes del IPCC y un aumento continuo de las concentraciones atmosféricas de CO2 y otros gases de efecto invernadero (GEI) que nos dejan hoy con los valores más altos en cientos de miles a millones de años.

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En el horno

El cambio climático al que nos referimos deriva de una alteración significativa y abrupta del equilibrio estable en el que se encontraba el sistema climático desde hace unos 12.000 años, casualmente el momento en el que la humanidad desarrolló la agricultura y comenzó a sentar las bases de la civilización tal como la conocemos. Esta alteración es “inequívocamente” consecuencia del aumento de las emisiones de GEI de origen humano, lo que genera un incremento de la temperatura promedio en superficie, más conocido como calentamiento global. Entre los GEI, el CO2 es el “elefante en la sala”, el gas que más contribuye al calentamiento global. Otros gases emitidos por actividades humanas como el metano, el óxido nitroso y los gases fluorados tienen contribuciones de menor magnitud a escala planetaria.

De acuerdo al Sexto Reporte del IPCC, la temperatura promedio global en la década 2011-2020 fue 1,09º C mayor que en el período de referencia 1850-1900. Para un observador distraído un aumento de 1º C pasaría inadvertido, pero para los equilibrios del sistema climático, un aumento de esta magnitud en un período tan acotado está mostrando ser determinante. En este sentido, en el Acuerdo de París la comunidad internacional trazó el objetivo de limitar el aumento de temperatura muy por debajo de 2º C, e idealmente por debajo de 1,5º C, para finales de este siglo en comparación con la era preindustrial, un umbral a partir del que los impactos se volverían más severos e impredecibles.

En líneas generales, el cambio climático se asocia con una mayor frecuencia y severidad de eventos meteorológicos extremos (tormentas, olas de calor, sequías e inundaciones). Además, provoca el derretimiento de los casquetes polares y hielos continentales, el aumento del nivel del mar y la acidificación de los océanos. La lista de potenciales impactos del cambio climático es muy larga y depende del lugar en la Tierra en el que se encuentre el lector. También depende de sus condiciones sociales y económicas, y se potencia con otros factores preexistentes de vulnerabilidad (entre ellos el género, a pesar de que no a todos les guste escucharlo).

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Los mundos posibles

La evidencia es clara: las emisiones de GEI están en los niveles más altos en la historia de la humanidad y, de mantenerse esta trayectoria, estaríamos muy lejos de alcanzar los objetivos climáticos trazados en París. ¿La buena noticia? Las tecnologías que lo harían posible están disponibles y los beneficios esperados superan los costos. ¿La mala? El escenario business as usual nos dejaría muy por encima del umbral aceptable. Con las políticas vigentes, la trayectoria de emisiones más probable generaría un aumento de la temperatura media de 3,2º C para finales de siglo. Si sumamos a lo anterior los compromisos que realizaron los países hasta 2021 en el marco del Acuerdo de París (Contribuciones Determinadas a Nivel Nacional, NDCs, por su sigla en inglés) el calentamiento global se ubicaría en 2,4º C.

Para limitar el calentamiento a 1,5º C, las emisiones globales de GEI deben reducirse significativa y rápidamente: 43% para 2030 y 84% para 2050 con respecto al nivel de 2019 (llevadas a una unidad común de emisiones de CO2 equivalentes). Esto implica transformaciones estructurales en todos los sectores. En base al informe del IPCC; pueden identificarse tres pilares claves de acción: reducción sustancial del uso de combustibles fósiles, desarrollo de fuentes de energía limpias y uso eficiente de recursos.

En primer lugar, es fundamental reducir drástica e inmediatamente el uso de combustibles fósiles. El informe concluye que para 2030 el consumo de carbón, petróleo y gas debería reducirse 75%, 10% y 10%, respectivamente, en relación al nivel de 2019 (95%, 60% y 45% para 2050). Estas reducciones parecen radicales considerando que las infraestructuras actualmente operativas generarían a lo largo de su vida útil emisiones que exceden el presupuesto de carbono (emisiones acumuladas compatibles con trayectorias de 2º C). En este sentido, las instalaciones ya existentes deberían cerrar o ser reconvertidas antes del fin de su ciclo previsto, y los procesos de licenciamiento de nuevos proyectos deberían suspenderse para cumplir los objetivos climáticos.

En segundo lugar, la expansión del sector eléctrico en base a renovables es clave para reducir las emisiones y en ese campo hay señales prometedoras. Los costos de la energía solar, eólica y de las baterías de litio se han reducido significativamente en la última década (hasta 85%), lo que en general ha favorecido el movimiento hacia la transición energética necesaria. En este sector en particular, el ejemplo de Uruguay es destacado en el informe como un caso de éxito.

En tercer lugar, el informe destaca la importancia de la electrificación y la eficiencia energética, especialmente en sectores intensivos en carbono (industria, transporte, construcción). Llegar a la neutralidad de carbono de la industria global requiere, entre otras cosas, avanzar hacia una economía más circular: moverse del modelo extraer-producir-usar-descartar, hacia un modelo basado en bienes durables y reparables. Por su parte, la política urbana tiene potencial para reducir las emisiones asociadas al transporte y a la construcción: generar ciudades más compactas con menores distancias entre hogares y empleos, desincentivar los vehículos privados y estimular la movilidad activa y el transporte público de bajas emisiones, promover infraestructura verde y estándares adecuados de eficiencia energética en los edificios, entre otros.

La menor demanda de energía y el uso más eficiente de los recursos debería impulsarse también desde el lado de la demanda. Por primera vez el IPCC se enfoca en aspectos comportamentales que podrían tener un impacto sobre las emisiones. Se destacan todos los rasgos del manual ambientalista: reducir consumo de productos de un solo uso, promover consumo local; adoptar dietas bajas en proteína animal y reducir desperdicio de alimentos; menor movilidad intensiva en fósiles, etc. De todos modos, el informe reconoce que el cambio individual es insuficiente, a menos que se enmarque en un cambio estructural y cultural. El desafío desde lo individual radica en que los efectos de cada acción son diferidos en el tiempo y en el espacio: los hábitos de consumo de un norteamericano de altos ingresos hoy tendrán efectos en la vida de un niño pobre de Bangladesh dentro de cincuenta años (¿la última tragedia de los comunes?). Además, el impacto de cada persona es difuso y marginal, y es fácil depositar la culpa y la esperanza en los grandes jugadores.

La política pública tiene un rol clave para empujar las decisiones más beneficiosas desde el punto de vista agregado e intertemporal. En primer lugar, se requiere eliminar las distorsiones en los precios que generan mayor demanda de productos más intensivos en emisiones (en particular, subsidios a los combustibles) y eventualmente reasignar esos recursos para favorecer comportamientos deseables que tienen costos de entrada (por ejemplo, eficiencia energética). En segundo término, se deben generar mecanismos para que los agentes económicos interioricen el efecto de sus acciones, en especial impuestos al uso de combustibles fósiles y mercados de carbono (a mayo de 2020 existían 31 esquemas de ese tipo en funcionamiento o en proceso, alcanzando 22% de las emisiones globales). En tercer lugar, la política tiene un rol para jugar a través de la inversión en infraestructuras verdes (por ejemplo, trenes, tranvías, ciclovías protegidas, arbolado). Por último, la política debe incidir a través de regulaciones tales como la planificación del uso del suelo y estándares de eficiencia. En este sentido, los acuerdos internacionales son importantes para evitar que países individuales logren reducir emisiones mediante deslocalización de actividades, sin efectos a nivel global.

Los compromisos internacionales han mostrado ser efectivos, al menos en el papel. 135 países, responsables de 88% de las emisiones globales, tienen estrategias de largo plazo que incluyen objetivos de neutralidad de carbono para 2050 o 2060. Además, 90% de las emisiones globales están cubiertas por algún tipo de objetivo climático (leyes nacionales, estrategias nacionales, o NDCs). En Uruguay, los nuevos bonos soberanos ligados a la sostenibilidad, que indexan la tasa de interés al cumplimiento de la NDC para 2025 (si se cumple el compromiso, el costo de financiamiento será más bajo y si no se cumple, se penaliza con una tasa más alta), es una buena forma de alinear incentivos para impulsar el cumplimiento de los objetivos climáticos. Estos instrumentos, si se implementan correctamente, podrían potenciar la imagen de Uruguay como país productor de alimentos sostenibles desde el punto de vista climático.

Pero nada es gratis en la vida y las necesidades de financiamiento para alcanzar el objetivo de 1,5° C se estiman en un valor equivalente a 2,8% del PIB mundial cada año entre 2020 y 2030-2035. A pesar de que los flujos de capital para adaptación y mitigación del cambio climático crecieron hasta 60% entre 2013/14 y 2019/20, aún tienen que aumentar entre 3 y 6 veces con respecto al actual para alcanzar trayectorias sostenibles.

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You may say I’m a dreamer

Las discusiones acerca de la crisis climática y cómo salir de ella tienen múltiples aristas e interpretaciones. Los informes del IPCC son un insumo fundamental para debatir en base a evidencia y escapar de análisis improvisados. Dimensionar la gravedad de la situación no implica apegarse a visiones fatalistas y señalar los progresos no implica desconocer la enorme distancia entre las trayectorias actuales y aquellas consistentes con los objetivos climáticos. Ni lo uno ni lo otro debería llevarnos a la inacción. Por el contrario, ambas visiones deberían converger en profundizar un camino que, aunque muy insuficientemente, pareciera por momentos moverse en sentido correcto. Los escenarios más sombríos del Quinto Reporte de Evaluación del IPCC (2014) son ahora menos probables, al tiempo que algunas señales políticas y económicas empiezan a alinearse de a poco con los escenarios optimistas.

En este sentido, distinguir entre aspectos relativos y absolutos es clave para avanzar a la velocidad necesaria. En general, el exitismo se recuesta sobre progresos relativos (participación de fuentes renovables en la matriz de abastecimiento de energía), mientras que la problemática es consecuencia de derivas absolutas (emisiones de gases de efecto invernadero). Advertir los desafíos de esto último es tanto o más importante que reconocer el mérito en lo primero.

Es importante asimismo evitar las tentaciones de análisis simplistas. Los estados del sistema climático no son binarios y las respuestas no son inmediatas. No es lo mismo que la temperatura global aumente 1,09º C a que aumente 1,5º C, como tampoco es lo mismo que aumente 2º C o 4º C. Cada décima de grado importa, al menos para una parte importante de la población mundial a la que se le va la vida en esto. Los horizontes temporales donde se alojan los compromisos climáticos tampoco deberían funcionar como incentivos para retrasar la acción: la justicia global y la justicia intergeneracional deberían funcionar como motores de cambio en estos nuevos locos años 20.

Los excesos que definieron aquellos otros “locos años 20”, los originales, terminaron con el crac del 29, una crisis financiera sin precedentes con consecuencias catastróficas que se amplificaron mucho más allá de la década. Los excesos de estos locos años 20 podrían derivar en una crisis con consecuencias inéditas y devastadoras. La ciencia ordenada por el IPCC nos muestra los octógonos negros que advierten los potenciales efectos de la inacción y nos muestra que hay trayectorias posibles y económicamente viables para mitigar los impactos del cambio climático. A pesar de la tentación de seguir con los excesos, es hora de dar pasos decididos hacia una prosperidad más compartida y sostenible.


  1. IPCC Sixth Assessment Report. Mitigation of Climate Change (WGIII, abril 2022). IPCC (febrero 2022). Impacts, Adaptation and Vulnerability (WGII, febrero 2022). The Physical Science Basis (WGI, agosto 2021).