En el título de este artículo aparece la palabra “moda”. Ese concepto ahuyenta a muchos, apasiona a algunos y causa absoluta indiferencia en otros. Este último caso es el de Andrea Andy Sachs, personaje ficticio de la taquillera película El Diablo viste a la moda. Andrea interpreta a la asistente personal junior de la fría redactora en jefe Miranda Priestly, quien controla el mundo de la moda desde su revista Runway (un paralelismo nada casual con Vogue). Al principio, Andy no encaja bien en el ambiente de la moda, rodeado de chismes y superficialidades. Su falta de estilo, sus nulos conocimientos de moda (y de la misma revista) y su ligera torpeza al trabajar, la hacen el blanco de burlas en la oficina como por ejemplo cuando se burla de dos cinturones (“cosas”) de un celeste muy similar. Miranda le responde: “¿Estas cosas? Oh, entiendo. Tú crees que esto no tiene nada que ver contigo. Tú vas a tu armario y seleccionas, no sé, ese jersey azul deforme porque intentas decirle al mundo que te tomas demasiado en serio como para preocuparte por lo que te pondrás. Pero lo que no sabes es que ese jersey no es sólo azul, no es turquesa ni es marino, en realidad es cerúleo. Tampoco eres consciente del hecho de que en 2002 Óscar de la Renta presentó una colección de vestidos cerúleos. Y luego creo que fue Yves Saint Laurent el que presentó chaquetas militares cerúleas. Y luego el azul cerúleo apareció en las colecciones de ocho diseñadores distintos, y después se filtró a los grandes almacenes, y luego fue a parar hasta una deprimente tienda de ropa a precios asequibles, donde tú, sin duda, lo rescataste de alguna cesta de ofertas. No obstante, ese azul representa millones de dólares y muchos puestos de trabajo, y resulta cómico que creas que elegiste algo que te exime de la industria de la moda, cuando, de hecho, llevas un jersey que fue seleccionado para ti, por personas como nosotros, entre un montón de cosas”.

Se asocia a frivolidad y antojo, a una industria insaciable que atiborra las tiendas de caprichos. Pero si cambia el enunciado y se habla de ropa pasa a ser una cuestión que nos atañe a todos. Cada mañana elegimos un atuendo, y esas prendas no llegaron solas a nuestras manos. Pasaron el filtro de una selección meditada. Estamos acostumbrados a comprar sin preguntar. Elegimos algo por ser útil, bonito, porque nos soluciona un problema o nos atribuye cierto estatus. El cómo es producido pareciera ser irrelevante. Hoy nos fijamos más, pero se nos sigue explicando poco. La elaboración de, digamos, una sencilla camiseta sigue siendo una nebulosa. De dónde salió la materia prima. Quién hizo el desmotado, el hilado, el tejido y el tintado del algodón. Quién se encargó del diseño, de la distribución. Y finalmente: dónde acaba esa prenda cuando nos deshacemos de ella. Todo esto es un misterio cuyos detalles, probablemente, nos aburre saber. Ni siquiera sospechamos cuando algo que implica tantísimo trabajo se cobra $199. No imaginamos que hay una proporción inversa entre el precio, que paga el comprador, y el coste humano y medioambiental, que pagamos todos.

Muchos animales se adornan; el sapiens es el único que se viste. La ropa ejerce un papel crucial en nuestra vida. Explica desde quiénes somos como individuos hasta quiénes somos como civilización. Es una manifestación cultural de primer orden que lo abarca todo: las protestas políticas, el arte, los avances tecnológicos. Este no es tanto un artículo de investigación como de reflexión, de ahí que haya preferido simplificar al máximo de lo posible. La concisión obliga a resumir temas muy complejos que requerirían matices. Estas páginas no pretenden ser un panfleto airado, sino una invitación a considerar nuestras opciones. No quiero hablar de culpa como sí, sino de responsabilidad. No se aturde con más cifras de las imprescindibles, no se exigen imposibles: quememos la tarjeta de crédito, afeitémonos la cabeza, comamos pasto al borde de la carretera. La idea es entreabrir la puerta de la duda para que cada uno ahonde en lo que más le dé qué pensar.

Si cada vez hay más información acerca de todo lo que implica la industria de la moda, ¿por qué se sigue comprando a lo loco? ¿Se explican los detalles de la moda rápida de un modo demasiado complejo? Es un reto criticar un negocio que se presenta disfrazado del envoltorio más sugestivo: prosperidad, diversión, recompensa. Una cosa es segura, y esto vale igual para las empresas que para los consumidores: es mejor un solo cambio tangible, concreto y constante que intentar hacerlo todo bien.

¿Qué es la moda rápida, de todos modos?

La “moda rápida” es una frase de moda, pero ¿qué significa realmente? La moda rápida es un método de diseño, fabricación y comercialización centrado en la producción rápida de grandes volúmenes de ropa. Este tipo de producción aprovecha la réplica de las tendencias de la pasarela o de la cultura de los famosos y los materiales de baja calidad, como los tejidos sintéticos, para llevar estilos baratos al consumidor final. Estas prendas baratas y a la moda han dado lugar a un movimiento en toda la industria hacia cantidades abrumadoras de consumo. La idea es poner en el mercado los estilos más novedosos lo más rápido posible, para que los compradores puedan hacerse con ellos cuando todavía están en la cima de su popularidad y luego, lamentablemente, desecharlos después de unos pocos usos.

Se trata de la idea de que repetir un conjunto es un error de la moda y de que, si se quiere seguir siendo relevante, hay que lucir los últimos looks en el momento en que se producen. Forma parte del sistema tóxico de sobreproducción y consumo que ha convertido a la moda en uno de los mayores contaminantes del mundo. El resultado es un impacto perjudicial para el medioambiente, los trabajadores de la confección, los animales y, en última instancia, los bolsillos de los consumidores. Antes de que podamos cambiarla, repasemos su historia.

Breve historia de la industria de la moda

Para entender cómo surgió la moda rápida, tenemos que rebobinar un poco.

La sobreproducción en la moda es un fenómeno que apenas tiene cincuenta años. El modelo tradicional de manufactura era bajo demanda, sin stocks, algo que hoy se recupera y que revaloriza el oficio, la espera y la exclusividad. De la costura se pasó, a principios del siglo XX, a la producción en serie. A finales de los años ochenta apareció la fast fashion, concebida con un solo objetivo: ofrecer una oferta abundante, incesante y barata. ¿Cómo? Mediante un sistema de producción de respuesta rápida, inventarios dinámicos y decisiones modificadas en tiempo real. Los precios pueden mantenerse bajos estrujando a los proveedores, produciendo en países en desarrollo con condiciones laborales pésimas y plagiando con descaro ideas de otros diseñadores.

La llegada de la moda rápida fue recibida con entusiasmo por todas las edades y los estratos sociales, por aquellos que alguna vez sintieron que habían quedado excluidos de las tendencias por razones geográficas o económicas. ¡Lo trendy por fin al alcance de cualquier bolsillo! ¡Merecemos estrenar una remera cada semana! La moda rápida democratizó el estilo, argumentan algunos. Pero lo único que consiguió es devaluar nuestra percepción de la ropa, presentándola como desechable. Con el cambio de siglo, en paralelo a esos imperios de la eficiencia aparecieron otras empresas aún más aceleradas y corrosivas. Una moda ultrarrápida nacida al calor del big data y las redes sociales que, en la actualidad, es capaz de incorporar a sus tiendas online (no tienen tiendas físicas, no las necesitan) unas quinientas prendas diarias.

La CEO de Shein, Molly Miao, presumió de llegar a los mil nuevos modelos diarios. Incluso en artículos de pocos dólares dejan pagar en cuatro cuotas. Lo que sea con tal de que compremos. Su voracidad hace que la vieja guardia de la moda rápida parezca un hatajo de tortugas reumáticas. Acostumbrados a precios bajísimos desde hace años, muchos compradores han galvanizado la creencia de que todo lo que quede por encima de cierto umbral está inflado. O peor: si pagamos algo más que una miseria es que nos están robando. Lo barato ya no es una opción, es un derecho. ¡Ay! La moda rápida se ha ganado merecidamente su fama gangrenosa. Es la responsable del desprestigio del sector a ojos del mundo, de que se perciba esta disciplina como superficial y contaminante. Pero las prendas caras tampoco están siempre libres de culpa. Las prácticas de las marcas de prêt-à-porter2 y de lujo pueden ser igual de reprobables. Es el sistema entero el que falla.

Hoy en día, las marcas de moda rápida producen unas 52 “microtemporadas” al año, es decir, una nueva “colección” a la semana. Según la autora Elizabeth Cline, esto comenzó cuando Zara pasó a realizar entregas quincenales de nueva mercancía a principios de los años ochenta. Desde entonces, es habitual que las tiendas cuenten con una gran cantidad de existencias en todo momento, para que las marcas no tengan que preocuparse por quedarse sin ropa. Al replicar las tendencias de la calle y de la semana de la moda a medida que aparecen en tiempo real, estas empresas pueden crear nuevos y “deseables” estilos ya no semanalmente, sino diariamente. De este modo, las marcas disponen de grandes cantidades de ropa y pueden asegurarse de que los clientes nunca se cansan del inventario.

Los números hablan

Ante todo, una inexactitud repetida mil veces: la de que la industria de la moda es la segunda más contaminante del mundo. No lo es. En 2018 tuvo que intervenir The New York Times para matizar una afirmación que había rebotado como un pinball, sin que nadie tuviera los datos para demostrarla. Con todo, no importa mucho que sea la segunda o la cuarta. Ese tipo de titular extremo, aunque incorrecto, funciona como sacudida urgente y la moda necesitaba un foco urgente que la señalara. Estas son algunas cifras que dan una idea del panorama:

  • La industria de la moda provoca 10% de las emisiones mundiales de carbono. Es la segunda manufactura (aquí sí) que más agua consume y la responsable de 20% de la polución de los océanos.
  • En el planeta hay 75 millones de trabajadores que se dedican a confeccionar ropa. Menos de 2% de ellos gana un salario suficiente para vivir.1 Dicho de otro modo: 98% de ellos se encuentra desprotegido, en un estado de pobreza sistémica y la gran mayoría son mujeres: 75%. Las jóvenes se proclaman comprometidas con la sororidad mientras visten camisetas con lemas como “THE FUTURE IS FEMALE” confeccionadas por chicas de Bangladesh que cobran 30 céntimos de dólar la hora.
  • Solo usamos 20% de nuestro armario. El resto de las prendas duerme el sueño de los justos. Creí que la observación era exagerada hasta que me dirigí a mi ropero.
  • Desde el año 2000 la producción de moda se ha duplicado. Antes del cambio de milenio, las marcas presentaban dos colecciones anuales (verano e invierno), frente a las cincuenta actuales de las marcas de fast fashion. Se calcula que, de seguir este ritmo, el consumo de ropa aumentaría un 60% para el año 2030. Solo hay un camino sensato posible: reducir drásticamente el volumen. Incluso si toda esa ropa estuviera hecha de tejidos orgánicos y tintes naturales, los efectos en el planeta serían devastadores. No es solo el cómo, sino el cuánto.
  • En Europa, cada persona compra cada año unos cuarenta artículos; vestirá cada pieza una media de diez veces antes de deshacerse de ella. Es una pincelada con brocha gorda (abarca edades, países y rentas muy diferentes), pero sirve para hacerse una idea. Una imagen deprimente: prendas nuevas que esperan -en tiendas o almacenes- a ser vendidas. Esperan y esperan. En vano. Jamás encontrarán quienes las vistan. Han requerido esfuerzo, sufrimiento, recursos. Para nada. Acabarán incineradas, enterradas o enviadas en fardos a un país lejano que no las quiere, pero cuyo gobierno claudica a cambio de acuerdos económicos ventajosos.

En resumen... ¿Por qué es tan mala la moda rápida?

Contaminación del planeta

El impacto negativo de la moda rápida incluye el uso de tintes textiles baratos y tóxicos, lo que convierte a la industria de la moda en uno de los mayores contaminantes del agua limpia del mundo, junto con la agricultura.

Los tejidos baratos también aumentan el impacto de la moda rápida. El poliéster es uno de los tejidos más populares. Se deriva de los combustibles fósiles, contribuye al calentamiento global y puede desprender microfibras que se suman a los crecientes niveles de plástico en nuestros océanos cuando se lava. Pero incluso los tejidos “naturales” pueden ser un problema a la escala que exige la moda rápida. El algodón convencional requiere enormes cantidades de agua y pesticidas en los países en desarrollo. Esto provoca riesgos de sequía y crea una tensión extrema en las cuencas hidrográficas y una competencia por los recursos entre las empresas y las comunidades locales.

La velocidad y la demanda constantes suponen un aumento de la tensión en otros ámbitos medioambientales, como el desmonte de tierras, la biodiversidad y la calidad del suelo.

Debido a la escasa regulación sobre la normativa de aguas residuales, en países como China, Nepal o Bangladesh los vertidos de los fabricas se vuelcan -directamente, sin más, ahí va ese regalito- en ríos y arroyos. Ese engrudo es una mezcla de productos químicos cancerígenos, sales, disolventes y metales pesados. Cuando la superficie del río se espesa y oscurece impide que la luz penetre en el fondo, reduciendo la capacidad de las plantas para realizar la fotosíntesis. Bajan los niveles de oxígeno en el agua y mueren la flora y la fauna acuática. Esas sustancias tóxicas no se evaporan ni desaparecen, solo van de aquí para allá. El agua con productos químicos riega cultivos y asciende así en la cadena alimentaria. Algunas de esas sustancias se acumulan en el cuerpo (¿Erin Brockovich?, ¿alguien?) y aumentan el riesgo de padecer afecciones. A los pescadores de esos ríos se les acaba el sustento. Nadie del vecindario puede emplear esa agua. Los trabajadores de las fábricas enferman porque no realizan su trabajo bien equipados; llevan sandalias o van descalzos, no usan guantes ni mascarilla.

Este ejemplo aparece con frecuencia cuando se habla de “maldades” fashion: producir unos jeans -desde hacer crecer el algodón hasta el producto final- requiere unos 8.000 litros de agua, la cantidad que una persona bebe en diez años. Eso para un solo par. El asunto de los jeans es especialmente grave, ya que es la prenda más popular del planeta... y también la más contaminante. La ciudad de Xintang (Guangzhou) se autoproclama la capital mundial del vaquero, con una producción de 800.000 unidades al día. Su río Dong supera 128 veces los límites de cadmio, además de contener mercurio, cromo, plomo y cobre.

El impacto de la moda en el medioambiente no se detiene en el proceso de producción. Los microplásticos que sueltan los tejidos sintéticos al lavarse -ya en nuestra casa- representan 35% de la contaminación de los océanos. Según la ONU, en 2025 dos tercios de la población mundial vivirá bajo condiciones de estrés hídrico. Para que los productores construyan centros eficaces de tratamiento de aguas y empleen tecnologías sin productos químicos, es decir, se lancen a hacer una inversión, las marcas deberían comprometerse a firmar contratos a largo plazo. Una relación duradera y firme con sus proveedores sería ventajosa para todos. La pena es que la moda solo piensa, como mucho, en pasado mañana.

Explotación de los trabajadores

Además del coste medioambiental de la moda rápida, hay un coste humano. Para conocer de verdad una firma no se fijen solo en su Instagram o sus tiendas. Observen dónde y cómo se hace su producto. Las cadenas de suministro poco claras y con prioridades agresivas -rapidez, cantidad y efectividad al coste mínimo- son, ya se ha dicho, uno de los grandes problemas de la moda. Los fabricantes oficiales sí son visibles. Pero como su volumen y su ritmo de trabajo son vertiginosos necesitan subcontratar a terceros. La subcontratación no es la excepción sino la norma, y a menudo implica a más de un partícipe. Es decir, el subcontratado también subcontrata. Todo sucede lejos de cualquier marco legal; es trabajo a corto plazo, a salto de mata y con horas extras. Esa parte del proceso queda fuera del control de la marca. Esta intuye que pueden darse irregularidades, pero se hace la vista gorda.

Una prenda pasa por una media de cien personas desde la materia prima hasta su venta, por eso es tan difícil hacer un seguimiento. En el primer nivel de lo logística es donde hay más falta de transparencia, riesgos medioambientales y posible trabajo infantil o forzado. Los sueldos ayudan a entender el brutal margen de beneficio de la industria. En los principales países productores de moda (Bangladesh, Vietnam, Indonesia, India, Laos, Pakistán, Camboya) se cobran entre 100 y 200 dólares mensuales. Únicamente en China, Tailandia y Filipinas los salarios se acercan a los 300 dólares por mes. La situación se repite en países “más prósperos”. Hay talleres clandestinos en Prato, Leicester y Manchester, São Paulo, Buenos Aires, Durban o Los Ángeles.

Estas marcas ganan millones de dólares mientras venden piezas baratas debido a la gran cantidad de artículos que venden, sin importar el coste o el margen de beneficio. Y, sin duda, los trabajadores de la confección cobran un salario muy inferior al mínimo. En el documental The True Cost, la autora y periodista Lucy Siegle lo resumió perfectamente: “La moda rápida no es gratuita. Alguien, en algún lugar, está pagando”.

En 2013, el hundimiento del edificio Rana Plaza, en Bangladesh, mató a 1.134 personas e hirió a 2.500 más. Es el peor accidente de la era moderna en una fábrica de ropa. Su impacto supuso un antes y un después; a partir de ese año surgieron movimientos globales y campañas para la reforma sistémica de la industria, y más de 200 empresas firmaron un acuerdo para mejorar los estándares de salud y seguridad en los centros de trabajo.

Sin embargo, las líneas morales se desdibujan cuando se tiene en cuenta que la moda rápida puede ser mucho más accesible e inclusiva. Los defensores de la moda ética se han esforzado por desentrañar esta complicada narrativa, pero el coste y las tallas exclusivas siguen siendo barreras para muchos.

Coaccionar a los consumidores

Por último, la moda rápida puede afectar a los propios consumidores, fomentando una cultura de “usar y tirar”, tanto por la obsolescencia incorporada de los productos como por la rapidez con que surgen las tendencias. La moda rápida nos hace creer que tenemos que comprar más y más para estar al tanto de las tendencias, creando una sensación constante de necesidad y de insatisfacción final. La tendencia también ha sido criticada por motivos de propiedad intelectual, ya que algunos diseñadores alegan que los minoristas han producido ilegalmente sus diseños en masa.

¿Cómo detectar una marca de moda rápida?

Algunos factores clave son comunes a las marcas de moda rápida:

  • Miles de estilos, que tocan todas las últimas tendencias cada semana.
  • Un tiempo extremadamente corto entre el momento en que una tendencia o prenda se ve en la pasarela o en los medios de comunicación de los famosos y cuando llega a las estanterías.
  • Fabricación en el extranjero, donde la mano de obra es la más barata, con lo que eso implica.
  • Cantidades limitadas de una prenda concreta: es una idea de la que fue pionera Zara. Con la llegada de nuevas existencias a la tienda, cada pocos días, los compradores saben que si no compran algo que les gusta, probablemente perderán su oportunidad.
  • Los materiales baratos y de baja calidad, como el poliéster, hacen que las prendas se degraden tras unos pocos usos y se tiren a la basura, por no hablar del problema de las microfibras que se desprenden.

¿Qué podemos hacer nosotros?

Personalmente me parece estupenda esta cita de la diseñadora británica Vivienne Westwood: “Compra menos, elige bien, haz que dure”.

Comprar menos es el primer paso: intenta volver a enamorarte de la ropa que ya tienes dándole un estilo diferente o incluso “buscándole la vuelta”. También vale la pena considerar la creación de un armario cápsula en tu viaje por la moda ética.

Elegir bien es el segundo paso, y la elección de una prenda de alta calidad hecha de un tejido ecológico es esencial aquí. Todos los tipos de fibra tienen sus pros y sus contras. Elegir bien también puede significar comprometerse a comprar primero en tu armario, a comprar solo de segunda mano o a apoyar a las marcas más sostenibles (hay muchas marcas slow fashion en Uruguay que valen la pena).

Por último, debemos hacer que dure y cuidar nuestras prendas siguiendo las instrucciones de cuidado, usándolas hasta que se desgasten, remendándolas siempre que sea posible y reciclándolas responsablemente al final de su vida útil.


  1. Andrew Morgan, The True Cost (2015). 

  2. El prêt-à-porter es el término que designa las prendas confeccionadas, vendidas en estado acabado y en tallas estandarizadas, a diferencia de las prendas a medida o las confeccionadas a la medida de una persona concreta.