La Constitución aprobada por plebiscito en 1966 unificó en el Banco de Previsión Social (BPS) la mayor parte de los servicios que se habían desarrollado previamente, a menudo con criterios desiguales. En aquel momento ya se reconocía que las jubilaciones y pensiones eran un derecho, y que el Estado debía lograr que las prestaciones fueran suficientes para cubrir las necesidades de cada persona. En cuanto al financiamiento, estaba claro que implicaba contribuciones de los trabajadores en actividad, de las patronales y del propio Estado, con un sistema basado en principios de redistribución y solidaridad (tanto entre sucesivas generaciones como dentro de cada generación).

El desfinanciamiento del sistema de seguridad social uruguayo se suele atribuir básicamente a las tendencias demográficas, y no cabe duda de que, como sucede en muchos otros países, la combinación de tasas de natalidad bajas, emigración de personas en edad activa y vidas más prolongadas después del retiro desequilibra la relación entre aportes y pagos. Pero en Uruguay operaron también otros factores.

Del vaciamiento a Sanguinetti

Durante los años 60 y a comienzos de los 70 del siglo XX, por ejemplo, el crecimiento acelerado de la inflación creó problemas fiscales graves, y desde el Estado se intentó remediar parte del problema con el recurso nefasto de que el BPS usara el dinero que tenía a su cargo para comprar papeles de deuda pública interna, que perdieron valor muy rápidamente.

El manejo del sistema durante la dictadura merece un estudio aparte, pero cabe señalar, por lo menos, que en ese período se disminuyeron prestaciones, se aumentaron edades de retiro (ninguna de las dos cosas para las jubilaciones militares, por supuesto) y se eliminaron aportes patronales.

Cuando se restauró la democracia, el Poder Ejecutivo seguía en condiciones de mantener algunos problemas a raya, a costa de los llamados “pasivos”, mediante el porcentaje de reajuste anual de las jubilaciones y pensiones, que decidía por sí y ante sí.

Durante el primer gobierno de Julio María Sanguinetti (1985-1990), las decisiones en esta materia generaron fuertes cuestionamientos y contribuyeron a que se fortaleciera el movimiento social de jubilados y pensionistas, con una creciente autonomía para defender sus intereses. Este movimiento apeló a la promoción de una reforma constitucional por iniciativa popular, que obligara a reajustar las pasividades de acuerdo con la evolución del índice medio de salarios y en forma simultánea con los aumentos a los empleados públicos.

En mayo de 1989 comenzó la exitosa recolección de firmas y, como estaba en juego el voto de medio millón de jubilados y pensionistas en las elecciones de ese año, fueron muy pocos los dirigentes políticos que se atrevieron a cuestionar el proyecto. La oposición más notoria fue la de Jorge Batlle, y todo indica que esto incidió mucho en la derrota de su candidatura a la presidencia. Los votos por el Sí al proyecto fueron abrumadora mayoría.

Lacalle Herrera y Sanguinetti de nuevo

Aquellas elecciones las ganó Luis Alberto Lacalle Herrera, y una de sus preocupaciones fue, desde el inicio, hacerle frente al aumento de los egresos del sistema de seguridad social. Presentó varios proyectos de ley (incluso dentro de la Rendición de Cuentas) con el objetivo de aumentar la edad de retiro, disminuir las prestaciones y privatizar la gestión de ahorros individuales.

Esto último iba en la misma línea que había aplicado la dictadura de Augusto Pinochet en Chile y que impulsó con éxito el presidente Carlos Menem en Argentina, con la premisa neoliberal de que el sector privado administra mejor que el público. Pero Lacalle no logró sus objetivos, y algunas de sus iniciativas ni siquiera resultaron aprobadas en comisión.

Mientras tanto, el movimiento social de los “pasivos” se seguía consolidando, y en ello incidió el cumplimiento tardío, a fines de 1992, de la norma constitucional que establecía desde 1967 la integración al directorio del BPS de un representante de los jubilados y pensionistas. Este surgió desde la primera vez de una elección directa, mientras que los “directores sociales” en nombre de trabajadores y empresarios fueron designados por las autoridades del PIT-CNT y de las grandes cámaras empresariales. Mediante un nuevo plebiscito exitoso, simultáneo a las elecciones de 1994, se impidió la modificación del sistema mediante rendiciones de cuentas.

Sanguinetti ganó las presidenciales de 1994, formó un gobierno de coalición y definió entre sus objetivos la aprobación de una reforma del sistema de seguridad social, que logró en setiembre de 1995 mediante la Ley 16.713.

Esta reforma se presentó como un “camino del medio” entre el sistema que estaba vigente y el tipo de propuestas que había impulsado Lacalle. Así, en el terreno partidario se facilitó la aprobación del proyecto, que implantó un “régimen mixto”: las prestaciones estatales por solidaridad intergeneracional le cedieron espacio a las originadas por aportes obligatorios a las administradoras de fondos de ahorro previsional (AFAP).

En lo referido a la orientación de la política pública, y también desde el punto de vista ideológico, la operación de presentar el funcionamiento histórico del sistema como uno de los “extremos” a evitar logró desplazar los ejes de la discusión y producir cambios relevantes y duraderos.

Por detrás de los números

La oposición puso énfasis, como ahora, en el efecto material de la reforma, que disminuyó aportes patronales y aumentó tanto los años de trabajo exigidos para jubilarse como la edad mínima de retiro para las mujeres. También se cuestionó con fuerza, como ahora, la tesis oficialista de que las prestaciones iban a mejorar sin que se incrementaran los ingresos del sistema. Pero al costado de estas cuestiones hubo otras de gran relevancia.

El criterio de justicia social perdió mucho terreno frente al de “lo justo” en función del aporte individual, y la noción del derecho universal a prestaciones suficientes se ha sustituido en gran medida por una consideración bancaria del asunto. Es como si se revirtiera el sistema nacional de salud y se naturalizara la idea de que, por encima de un mínimo de atención para las personas con muy escasos recursos, lo justo es que cada una reciba servicios en forma proporcional a su capacidad de aporte.

La entrada en escena de las AFAP implicó, además, una construcción ideológica tan reñida con las ideas socialistas como con las liberales. Una cosa es imponer el aporte a un sistema estatal redistributivo para garantizar derechos, y otra muy distinta que el Estado obligue a las personas al ahorro individual en empresas privadas, con un sistema en el que el retorno es una incógnita.

Esto último tuvo motivos muy claros, que pasaron y pasan bastante inadvertidos. La reforma de 1995 logró que buena parte del dinero aportado a las AFAP en forma obligatoria terminara volviendo a manos del Estado, porque se estableció que gran parte de las inversiones de estas empresas privadas debía consistir en la compra de papeles de deuda pública.

Así, las AFAP, además de generar lucro propio por la administración de los ahorros individuales, pasaron a ser intermediarias para que una parte de esos aportes, en vez de ir al BPS, se convirtiera en dinero disponible para el Ejecutivo. Fue una operación semejante a la descrita al comienzo de esta nota como una de las causas del desfinanciamiento del sistema desde los años 60.