Empecemos por los marxistas, que no pueden ignorar el componente dialéctico inherente a la Navidad. Por un lado, representa una pequeña maqueta de un sistema no capitalista que intercambia al margen del mercado. Por el otro, es la mejor oportunidad que tienen los capitalistas para convertir generosidad social en ganancia privada. ¡Todos a mercantilizar afecto este 25 de diciembre! El problema es que la capacidad del capital para extraer ganancia en cada Navidad merma año tras año, dada la llamada “ley de caída de la tasa de ganancia”. Esto implica que la propia Navidad “dará lugar al surgimiento de fuerzas sociales y políticas que socavarán eventualmente la temporada festiva”, como argumenta el exministro de Economía griego Yanis Varoufakis.1 Será la dictadura del proletariado élfico.

Atrás de los marxistas vienen los neoclásicos, una escuela de pensamiento que ha sido criticada por Javier Milei por recostarse sobre un marco teórico equivocado que erosiona “los fundamentos del sistema que nos ha dado la mayor expansión de riqueza y prosperidad de nuestra historia”. Así lo expresó en enero pasado, en el marco del Foro de Davos. En su visión, la teoría económica neoclásica “diseña un instrumental que, sin quererlo, termina siendo funcional a la intromisión del Estado, el socialismo y la degradación de la sociedad. El problema de los neoclásicos es que como el modelo del que se enamoraron no mapea contra la realidad, atribuyen el error a supuestos fallos del mercado en vez de revisar las premisas de su modelo”. Pero en su concepción el mercado es perfecto, así que es una tontería argumentar que enfrenta fallos que ameritan la intervención estatal. De hecho, uno de sus libros se titula justamente Capitalismo, socialismo y la trampa neoclásica.

En fin... volviendo al tema que nos convoca, y caricaturizando la cuestión, podríamos decir que esta concepción equipara a las personas con algoritmos maximizadores de utilidad. Entonces, desde este punto de partida, la Navidad es una verdadera locura. En esencia, cualquier transacción que no esté destinada a incrementar la utilidad es un desperdicio imperdonable de recursos. En ese sentido, los regalos navideños son una forma inherentemente ineficiente de intercambiar valor. En otras palabras, regalar es un acto de irracionalidad.

Todos mentimos un poquito cuando el 23 de diciembre decimos “no te preocupes, no quiero nada”; todos queremos algo. Y ese algo tiene asociada una determinada utilidad. Si yo secretamente quería un libro, era porque ese libro me reportaba determinada utilidad, dada mi disposición a pagar por él. Pongámosle que el libro para mi valía $ 300. Pero como ignoraste mi mentira, secretamente me compraste una remera que costó $ 1.500. No tengo nada en contra de las remeras, pero esa remera me reporta menos utilidad que el libro que deseaba. El problema es que esto no es inocuo, porque esa desincronización bienintencionada de secretos destruyó $ 1.200. ¡Y eso es un pecado capital!

Formalmente, el problema es que mi disposición a pagar por el regalo no coincidió con el costo que tuviste que incurrir al comprarlo. Podría aceptar esa pérdida o también podría sacrificar eficiencia incursionando en el engorroso ritual de cambiarlo. En cualquier caso, terminamos malgastando recursos. Sí, el infierno está empedrado de buenas intenciones. En lenguaje académico, la Navidad es una “orgía de destrucción de riqueza”, o al menos esa fue la conclusión que sacó el economista estadounidense Joel Waldfogel. Su investigación, titulada “La pérdida de peso muerto de la Navidad”, se publicó en 1993 en una reputada revista de publicaciones académicas. Años más tarde, devino en el libro Scroogenomics (en referencia al personaje creado por Charles Dickens en su novela Cuento de Navidad, Ebenezer Scrooge). Para la escuela neoclásica, en efecto, el mejor regalo es no dar regalos o directamente regalar plata.

Ahora bien, pasemos a los keynesianos, que consideran que no regalar puede ser la mejor o la peor idea, dado que todo depende del estado de salud de la economía al llegar el 24 de diciembre. Si la cosa marcha mal y el país atraviesa la fase baja del ciclo económico, hay que tirar la casa por la ventana durante la Navidad. Y como el rol del Estado es facilitarles la vida a sus ciudadanos, podría hacer al menos tres cosas: regalos estatales para todos, subvencionar los regalos privados e introducir decretos para contar con más de una Navidad al año. Es que el motor de la economía se apagó y hay que reactivarlo con una chispa por el lado de la demanda. Siguiendo esta lógica, en épocas de vacas flacas, nuestro querido John Maynard Keynes se disfrazaría de Papá Noel y exclamaría: ¡Feliz Navidad en diciembre, feliz Navidad en marzo y feliz Navidad en junio! De hecho, es mejor regalar que hacer pozos y taparlos. Por el contrario, cuando la economía anda volando (formalmente, cuando el crecimiento supera la capacidad potencial), la recomendación keynesiana iría en el sentido contrario: cancelar la Navidad o, al menos, incrementar los impuestos al consumo para enfriar la demanda.

Como no podía ser de otra manera, esto provocaría la ira de los defensores de la escuela austríaca. En particular, la sola perspectiva de alterar el curso de los acontecimientos manipulando el ciclo económico escandalizaría al austero Friedrich Hayek. Alimentar el espíritu navideño es un estimulante artificial que interfiere con el buen funcionamiento de la economía, y eso es tan contraproducente como pretender frenar un auto agarrando la aguja del velocímetro. Desde su cosmovisión, la iniciativa keynesiana para las fiestas representa un osado atajo guiado por la dañina “pretensión del conocimiento”.2 Además, ¿quién es el Estado para decidir que los 25 de diciembre sean feriados? ¿Por qué las empresas tienen que cerrar o pagar doble? ¡La Navidad es antiliberal!, podría incluso argumentar pasado de copas una vez que el reloj marque la medianoche del 24.

Poniendo paños fríos sobre este choque navideño entre ambas escuelas, aparecería Milton Friedman y su ejército de monetaristas. Además de un lindo arbolito, lo único que necesita la Navidad es la dosis justa de dinero. Para evitar presiones inflacionarias, la tasa de interés de política monetaria debería aumentar conforme pasan los días de diciembre. No hay que cerrar la canilla navideña de los regalos, pero hay que contener el chorro. ¡Relajo, pero con orden!

Con un tono mucho más humano, los economistas comportamentales podrían estar de acuerdo con los neoclásicos y aceptar que regalar puede ser económicamente ineficiente. Sin embargo, no existe nada más socialmente eficiente que alimentar la cultura de la reciprocidad a través de los regalos navideños. Los economistas deberían abandonar su deformación profesional. No siempre importa la eficiencia y no hay que promover el egoísmo. Este mundo necesita una cuota mayor de conexión humana, así que ¡viva la Navidad y vivan los regalos!

Después tenemos a los nuevos keynesianos. Por su análisis sobre los mercados con información asimétrica, Joseph Stiglitz, George Akerlof y Michael Spence recibieron el Premio Nobel en 2001. En un mundo donde existe asimetría de información es necesario dar “señales”. Pensemos en el mercado de trabajo, uno de los ejemplos típicos. Si vos como empleador estás pensando en contratarme, a priori no sabes si soy un trabajador productivo o no lo soy. Entonces, tengo que darte una “señal” de que efectivamente lo soy, y eso requiere que incurra en un esfuerzo. Por ejemplo, estudiando. En efecto, un título académico opera como una “señal” de que yo (potencial empleado) te mando a vos (empleador).

En el mercado del afecto pasa lo mismo, es decir, existen asimetrías de información. Por eso, la entrega de regalos cumple una función de señalización. Yo tengo información privada que al resto, pongamos, a mi pareja, le gustaría conocer. ¿La amo o no la amo? ¿Y cuánto? El amor y el afecto serían, en esencia, piezas de información privada. Por más que me equivoque con el regalo, invertí esfuerzo y recursos para mandar esa “señal”. Es por eso que uno invierte más tiempo y energía en elegir un regalo para la pareja que para sus padres: en este singular mercado, la “señal” hacia la pareja debe ser más fuerte que la “señal” hacia los padres, porque presumiblemente saben que son amados por sus hijos. Entonces, ¿qué regalar en Navidad? Depende. Como dijimos, sobran economistas y faltan soluciones.


  1. The Economists Who Stole Christmas. PS. 

  2. Este fue el título que le dio a su conferencia de aceptación del Premio Nobel en 1974. En breve, el argumento es que nadie conoce los deseos, aspiraciones o restricciones de las personas, pero esa información existe y está codificada en los precios, que funcionan como señales para asignar los escasos recursos con los que cuenta una economía. Por lo tanto, cuando el Estado interviene bajo la pretensión de que conoce todo eso, lo que hace es distorsionar esa señal y generar un gran problema que potencialmente nos puede ubicar en un “camino de servidumbre”. La intervención genera más intervención y cada vez somos menos libres en el sentido negativo del concepto (libres de la interferencia).