La inteligencia artificial y la amenaza que representa para los buenos empleos parecería ser un problema absolutamente nuevo. Pero podemos encontrar ideas útiles sobre cuál puede ser nuestra respuesta en el trabajo de David Ricardo, un fundador de la economía moderna que observó la Revolución Industrial británica de primera mano. La evolución de su pensamiento, inclusive algunos puntos que él pasó por alto, contiene muchas lecciones que nos pueden resultar útiles hoy.
Los líderes tecnológicos del sector privado nos prometen un futuro más brillante de menos estrés laboral, menos reuniones tediosas, más tiempo libre y quizás hasta un salario básico universal. ¿Pero deberíamos creerles? Lo cierto es que mucha gente puede perder lo que consideraba un buen empleo –viéndose obligada a encontrar trabajo con un salario más bajo–. Después de todo, los algoritmos ya se están apropiando de tareas que actualmente requieren del tiempo y de la atención de seres humanos.
En su trabajo seminal de 1817, Sobre los principios de economía política y tributación, Ricardo manifestaba una visión positiva de la maquinaria que ya había transformado el hilado de algodón. Siguiendo la creencia generalizada de su época, pronunció célebremente ante la Cámara de los Comunes que “la maquinaria no hace caer la demanda de mano de obra”.
Desde los años 1770, la automatización del hilado había reducido el precio del algodón hilado y había hecho subir la demanda de la tarea complementaria de tejer algodón hilado hasta obtener un tejido acabado. Y como casi todo el tejido se hacía a mano antes de los años 1810, esta explosión de la demanda ayudó a transformar el tejido a mano de algodón en un trabajo artesanal muy bien remunerado que empleaba a varios cientos de miles de hombres británicos (inclusive muchos hilanderos preindustriales desplazados). Esta experiencia temprana y positiva con la automatización tal vez forjó la visión inicialmente optimista de Ricardo.
Pero el desarrollo de maquinaria a gran escala no se detuvo en el hilado. En poco tiempo, empezaron a instalarse telares a vapor en las fábricas de tejido de algodón. Los “tejedores manuales” artesanales dejarían de ganar buen dinero trabajando cinco días por semana desde sus casas. Por el contrario, les costaba alimentar a sus familias, a pesar de que trabajaban muchas más horas bajo una disciplina estricta en las fábricas.
A medida que la ansiedad y las protestas se iban propagando en el norte de Inglaterra, Ricardo cambió de opinión. En la tercera edición de su libro influyente, publicada en 1821, agregó un nuevo capítulo, “Sobre la maquinaria”, donde dio en el clavo: “Si la maquinaria pudiera hacer todo el trabajo que hoy hace la mano de obra, no habría demanda de mano de obra”. La misma preocupación es válida hoy. La capacidad de los algoritmos de realizar tareas que antes llevaban a cabo los trabajadores no será una buena noticia para los trabajadores desplazados a menos que puedan encontrar nuevas tareas bien remuneradas.
La mayoría de los artesanos que hilaban a mano durante los años 1810 y 1820 no conseguían empleos en las nuevas fábricas de tejido, porque los telares automáticos no necesitaban tantos trabajadores. Mientras que la automatización del hilado había creado oportunidades para que más personas trabajaran como tejedores, la automatización del tejido no creó una demanda de mano de obra compensatoria en otros sectores. La economía británica, en general, no creó suficientes empleos nuevos bien remunerados, al menos no hasta que los ferrocarriles despegaron en los años 1830. Frente a menos opciones, cientos de miles de tejedores manuales permanecieron en el oficio, a pesar de que los salarios cayeran a menos de la mitad.
Otro problema clave, si bien no un problema en el que el propio Ricardo se detuviera demasiado, era que el trabajo en condiciones duras en la fábrica –convirtiéndose en un pequeño engranaje en los “molinos satánicos” controlados por los empleadores de principios de los años 1800– no les resultaba atractivo a los tejedores de telares manuales. Muchos tejedores artesanales habían trabajado como empresarios y emprendedores independientes que compraban algodón hilado y luego vendían sus productos tejidos en el mercado. Como es natural, no les entusiasmaba someterse a más horas de trabajo, más disciplina, menos autonomía y, en general, menores salarios (al menos en comparación con los buenos tiempos del tejido en telares manuales). En testimonios recogidos por varias comisiones reales, los tejedores hablaban con amargura de su reticencia a aceptar ese tipo de condiciones laborales, o sobre lo horribles que se volvían sus vidas cuando se veían obligados (por falta de otras opciones) a aceptar ese tipo de empleos.
La IA generativa de hoy tiene un enorme potencial y ya se ha apuntado algunos logros impresionantes, entre ellos, en investigación científica. Se la podría utilizar perfectamente para ayudar a los trabajadores a volverse más informados, más productivos, más independientes y más versátiles. Desafortunadamente, la industria tecnológica parece tener otros usos en mente. Como explicamos en “Poder y progreso”, las grandes empresas que desarrollan e implementan IA favorecen primordialmente la automatización (reemplazando a la gente) por sobre la aumentación (haciendo que la gente sea más productiva).
Eso implica que enfrentamos el riesgo de una automatización excesiva: muchos trabajadores serán reemplazados y los que conserven su empleo serán sometidos a formas cada vez más denigrantes de vigilancia y control. El principio de “automatizar primero y preguntar después” exige –y, por ende, fomenta aún más– la recopilación de enormes cantidades de información en el lugar de trabajo y en todas las partes de la sociedad, lo que pone en tela de juicio cuánto quedará de privacidad.
Un futuro de estas características no es inevitable. Una regulación de la recopilación de datos ayudaría a proteger la privacidad, y reglas más firmes en el lugar de trabajo podrían impedir los peores aspectos de la vigilancia basada en IA. Pero la tarea más fundamental, nos recordaría Ricardo, es cambiar la narrativa general sobre la IA. Sin dudas, la lección más importante de su vida y trabajo es que las máquinas no son necesariamente buenas o malas. Si destruyen o crean empleos depende de qué uso les demos, y de quién tome las decisiones. En los tiempos de Ricardo, un pequeño grupo de dueños de fábricas era el que decidía, y esas decisiones se centraban en la automatización y en exprimir lo más posible a los trabajadores.
Hoy en día, un grupo aún menor de líderes tecnológicos parece estar tomando el mismo camino. Pero centrarse en crear nuevas oportunidades, nuevas tareas para los seres humanos y respeto por todos los individuos garantizaría resultados mucho mejores. Todavía es posible tener una IA que favorezca a los trabajadores, pero sólo si podemos cambiar la dirección de la innovación en la industria tecnológica e introducir nuevas regulaciones e instituciones.
Como en los tiempos de Ricardo, sería ingenuo confiar en la benevolencia de los líderes empresariales y tecnológicos. Hicieron falta importantes reformas políticas para crear una democracia genuina, legalizar los sindicatos y cambiar la dirección del progreso tecnológico en Gran Bretaña durante la Revolución Industrial. Hoy nos enfrentamos al mismo desafío elemental.
Daron Acemoglu, profesor de Economía en el MIT, es coautor (junto con Simon Johnson) de Power and Progress: Our Thousand-Year Struggle Over Technology and Prosperity (PublicAffairs, 2023). Simon Johnson, execonomista jefe del Fondo Monetario Internacional, es profesor en la Escuela de Gestión Sloan del MIT y coautor (junto con Daron Acemoglu) de Power and Progress: Our Thousand-Year Struggle Over Technology and Prosperity (PublicAffairs, 2023). Copyright: Project Syndicate, 2024.