El fin del gobierno se aproxima y es posible pasar raya a las políticas aplicadas desde 2020, particularmente en lo que refiere a la gestión de Antel, que es de una magnitud trascendental. Como siempre que hablamos de políticas económicas, no va a faltar la ideología con su dosis de pragmatismo y su particular distribución de pérdidas y beneficios. Esto es sólo una parte de lo que estará en juego este 27 de octubre.

La campaña y el programa de gobierno en 2019

Gran parte de la propuesta de gobierno que el Partido Nacional presentó a la ciudadanía en 2019 −y de la propia narrativa de la campaña electoral− giraba en torno al cambio en la gestión “del dinero de todos”, con promesas de mejora y críticas a la gestión del Frente Amplio. El mismo programa se detenía en “aventuras ruinosas” en algunas de las empresas públicas, alertando que se gastaba mucho y mal, con cargas injustas y pesadas para el sector privado en la forma de impuestos y tarifas, y que además había “apartamientos de la legalidad” y “falta de transparencia”.

Cinco años después estos temas están menos presentes en el discurso del oficialismo, y eso no es casualidad. Ni la transparencia, el resultado fiscal o las auditorías de las gestiones frenteamplistas permiten hacer grandes alardes. Sin embargo, más allá de los discursos de campaña, las bases ideológicas, las alianzas estructurales entre distintos grupos de la sociedad, son imperecederas. Y en este caso, podemos ubicar las diferencias ideológicas en el eje Estado-mercado; cuánta presencia de uno y del otro es necesaria en la economía.

Dentro de esta lógica, las empresas públicas −una intervención del Estado en asuntos del mercado− constituyen un elemento crucial en el contexto uruguayo. Lo fueron también en el gobierno de otra coalición liderada por un Lacalle, que aprobó en 1991 la ley que permitía la privatización de los entes públicos, posteriormente anulada por un referéndum impulsado desde el campo popular. En aquel referéndum Antel ocupaba un rol central.

Volviendo al presente, cabe preguntarse si eran necesarias reformas que empujaran a Antel a la competencia para ser más eficiente en 2019. No hay duda de que la posición en la que se encontraba Uruguay en el mercado de las telecomunicaciones era por demás privilegiada. Los niveles de cobertura, calidad de servicio y despliegue de infraestructura eran de los mejores en el continente y comparables a los de los países desarrollados, algo reconocido hasta por el gobierno entrante.

Si bien en el mercado de la telefonía móvil Antel estaba en competencia desde 2004, en la provisión de internet al hogar su posición era cuasi monopólica. Esta última situación se apoyaba en el despliegue de la fibra óptica, una inversión de más de 800 millones de dólares realizada con fondos propios. Esta infraestructura permitía contar con una ventaja competitiva en el acceso de internet al hogar, pero también para la telefonía móvil y particularmente para la novel tecnología 5G. Y todo esto, además, mientras transfería importantes sumas a Rentas Generales.

Sin embargo, lo que se pregonaba para el mercado de Antel era que “la competencia era desigual entre las empresas públicas y privadas”, con la cancha inclinada hacia el lado público. En ese marco, permitir el acceso a la fibra óptica era uno de los puntos neurálgicos, dado que se argumentaba que si Antel compartía su inversión, se generaría una competencia más “igualitaria”, evitando la duplicación ineficiente de recursos, potenciando las nuevas inversiones y poniendo el foco en el consumidor.

Ante tanto énfasis en los beneficios de la competencia para el consumidor, es necesario traer un elemento ausente en esa visión: los habitantes de Uruguay no sólo son consumidores en los mercados de telecomunicaciones, son también propietarios de Antel. Y esta dualidad es lo que debe considerarse al analizar el bienestar social que generan los resultados en el mercado de las telecomunicaciones.

Además, el avance de este sector es crucial para el desarrollo económico y social del país, ya que las telecomunicaciones son un insumo importante para el despliegue tecnológico en la economía en general y, por tanto, la intervención del Estado puede traer ganancias de eficiencia. De hecho, puede argumentarse que lo que pierden como consumidores en un mercado determinado, como el de la telefonía móvil, es la fuente de inversiones que beneficia a la población en otros mercados, como fue el caso de la fibra óptica. Y ya no sólo como consumidores, sino también ante la posibilidad de aumentar la calidad de la producción y el trabajo en el entramado productivo.

También debe tenerse presente que las telecomunicaciones constituyen un bien de consumo esencial que posibilita el ejercicio de otros derechos, como el acceso a la información, la comunicación, el entretenimiento, la educación, el trabajo y otros. A esto se le suma que hoy en día la soberanía del Estado y la seguridad están íntimamente ligadas a las tecnologías de la información y la comunicación.

Entonces, en última instancia, más que un imperativo teórico, el nivel óptimo de competencia en un mercado es una interrogante empírica, cuya evaluación debe hacerse considerando una gama amplia de variables, con una ponderación que difiere según los modelos teóricos. Para los mercados donde Antel operaba, más que un caso de ineficiencia del Estado por falta de competencia, lo que había era un ejemplo de despliegue público exitoso.

Las políticas llevadas adelante

Desde el inicio del gobierno se tomaron medidas tendientes a intensificar la competencia en el mercado de la telefonía móvil, como la portabilidad numérica. En este caso, según las autoridades, se produjeron ciertos beneficios para los consumidores, aunque con importantes perjuicios económicos para la empresa estatal.

En los últimos meses, la atención de las políticas se ha corrido hacia el mercado de internet en el hogar. Si bien desde 2022 el gobierno ha otorgado licencias a empresas privadas (esencialmente cableoperadores) para que puedan brindar internet a los hogares, las medidas que terminaron de configurar el ecosistema de actores de este mercado se tomaron recientemente. Es que hace pocas semanas, el directorio de Antel resolvió que les arrendará la fibra óptica a los privados, sus nuevos competidores. Para inclinar un poco más la cancha hacia los privados, Antel les alquilará su infraestructura a precios mayoristas altamente rentables. Esto, que había sido impulsado sin éxito por la vía legislativa −revertido por falta de acuerdo dentro de la coalición de gobierno y sus últimos reflejos batllistas−, se terminó aprobando a través de una resolución del directorio de la empresa pública.

Se puede entender que las autoridades del Poder Ejecutivo y reguladores promuevan la mayor competencia en el mercado, aun cuando se refiera a una empresa estatal. Más difícil es comprender que quienes están a cargo de dirigir esa empresa también se plieguen a la idea de que es necesario inclinar la cancha hacia los privados que acechan sus negocios. En ese sentido, los resultados de la empresa están a la vista.

Sin embargo, no podemos obviar que la promoción de la competencia no ha sido lo que siempre ha fomentado este gobierno. En setiembre de 2023 las tres empresas de cable de Montevideo, con sus noveles licencias, empezaron a ofrecer internet a los hogares de la ciudad. En julio de este año, se fusionaron en una empresa sola, con el visto bueno de la Unidad Reguladora de Servicios de Comunicaciones y el presidente de la República, pasando a controlar el 53% del mercado de televisión para abonados. La fusión −según esas autoridades− “no consagra un poder de mercado significativo”, por lo que no habría perjuicio para los consumidores. Ampliar un poco la mirada echa dudas sobre esta decisión.

Un poco de historia

Podemos aceptar que la intervención del Estado en la economía conlleva riesgos de ineficiencia y de procesos poco transparentes. Es también legítimo preguntarse si el retiro del Estado y la consiguiente apertura a empresas privadas va a beneficiar a los consumidores. Bueno sería que se presente evidencia para decisiones tan importantes, aunque al día de hoy no contamos con ninguna. Es mucho más difícil sostener, aunque sea teóricamente, que eso es beneficioso para la empresa estatal, que ostenta el 99% del mercado.

Pero la situación se ha complicado todavía más. La convergencia entre los diferentes servicios de telecomunicaciones (telefonía móvil, internet al hogar y contenidos) es una tendencia global a la que no somos ajenos y que ha metido en el juego a las empresas de TV para abonados y −a través de estas− a los canales de TV abierta.

Los medios de comunicación audiovisual operan en frecuencias del espectro radioeléctrico, que es un patrimonio común de la humanidad, administrado por los estados, que puede utilizarse si se otorga una licencia en concesión. Como ha documentado Buquet (2022), en nuestro país el proceso de otorgamiento de las licencias de televisión abierta, radio y televisión para abonados ha estado “vinculado a la cercanía política entre futuros licenciatarios y partidos políticos en el poder”. Las de televisión abierta se otorgaron entre 1956 y 1962, gracias a la cercanía que había con los partidos tradicionales.

Los canales de TV abierta han funcionado como cartel desde la dictadura y durante el gobierno de Lacalle Herrera obtuvieron la licencia para operar en Montevideo, conformando así las tres empresas de cable de la capital. Mientras tanto, se expandieron a todo el país, primero con la TV abierta y luego con el cable.

Estos tres grupos, además de desarrollar prósperas actividades empresariales, también desplegaron radios y periódicos. A pesar de haber sufrido cambios en la propiedad durante el siglo XXI, su vínculo estratégico como cartel permaneció incambiado. Sí se modificó el mercado de televisión para abonados que, durante la presidencia de Jorge Batlle −un liberal consecuente−, vivió la entrada de dos multinacionales potentes (Grupo Clarín y Directv). Esto presionó a los grupos nacionales, que ya desde las administraciones del Frente Amplio bregaron por la posibilidad de vender internet al hogar a través de su red de cobre coaxial.

Siguiendo a Buquet, la transformación tecnológica implicó el movimiento de la inversión publicitaria de los medios clásicos a las distintas plataformas de internet. Esto, junto al surgimiento del streaming, asestó otro golpe a los medios nacionales. Estos grupos pasaron de facturar 273 millones de dólares a 143 millones entre 2014 y 2020.

En efecto, las medidas de apertura del mercado de telecomunicaciones y de la fibra óptica son un importante espaldarazo para el cartel de medios de comunicación de Uruguay. Esta no ha sido la única medida favorable que recibieron durante esta gestión, que incluyó transferencias directas a través de contratos con la propia Antel y la exoneración del pago por el derecho de uso del espectro. Favores millonarios.

Abrir un mercado hacia quienes ya tienen mucho poder no parece ser exactamente una medida procompetencia. Es cierto que una ideología no es un corsé y siempre existe un grado de pragmatismo. El problema es que es discutible que eso vaya a mejorar el bienestar de los consumidores en estos casos en los que se flexibilizaron los postulados teóricos de mayor competencia, y no solamente por lo reduccionista de considerar sólo los efectos inmediatos en la compra de un bien particular (en este caso, una potencial caída en la tarifa de internet al hogar por la entrada de nuevos actores). En este sentido, las ramificaciones del mercado de las telecomunicaciones alcanzan la potencialidad del despliegue tecnológico del país y la calidad de la democracia.

Estos cambios regulatorios vienen atados además a la aprobación de una nueva ley de medios que echa por tierra un intento de la legislación del Frente Amplio que, si bien fue incompleto en su aplicación, pensaba al mercado de los medios de comunicación como pilar de la convivencia democrática. Con la normativa recientemente aprobada, se eliminan los controles, las contrapartidas y se flexibilizan los límites a la concentración. En síntesis, el estímulo a la competencia y al libre mercado no aseguran de por sí un mayor bienestar general, y además es menos probable que lo haga cuando termina en una mayor concentración del poder. Después de todo, amigos son los amigos.