Los observadores occidentales muchas veces ven a China como una superpotencia en ascenso en la cúspide del predominio global o como un país frágil al borde del colapso. Estas miradas contradictorias amplifican sólo un lado de la trayectoria económica de China: un boom tecnológico junto a un desplome del crecimiento.
Esta paradoja puede atribuirse, en gran medida, a las directivas emitidas por el presidente Xi Jinping a los millones de burócratas del Partido Comunista encargados de la tarea de llevar adelante su visión ambiciosa.
Contrariamente a la percepción de China como una economía planificada donde los líderes nacionales dan órdenes precisas, prevalece la lógica de lo que yo llamo “improvisación dirigida”. Los líderes centrales indican sus prioridades mientras que la enorme burocracia del país ‒que incluye ministerios y gobiernos locales‒ interpreta estas señales y toma medidas con base en ellas de acuerdo con incentivos políticos.
Xi les ha dejado en claro a los funcionarios chinos que pretende que su legado sea una nueva economía enfocada en un “desarrollo de alta calidad” y “nuevas fuerzas productivas de calidad” (es decir, innovación de alta tecnología). La vieja economía de industrias contaminantes, inversión en infraestructura y especulación inmobiliaria ayudó a que China pasara de la pobreza a un estatus de ingresos medianos, pero Xi ha tomado distancia de esa mecánica. Incluso parece despreciar el modelo de crecimiento anterior del país, al que asocia con los rivales políticos y los subordinados corruptos a quienes ha apartado o encarcelado.
En consecuencia, los funcionarios chinos tienen pocos incentivos para tomar medidas audaces destinadas a reanimar la vieja economía: el éxito serviría de poco para mejorar su posición y el fracaso podría terminar con sus carreras. Esto ayuda a explicar la respuesta deslucida del gobierno central a la crisis inmobiliaria en curso. Si los responsables de las políticas hubieran actuado de manera decisiva justo después de la pandemia de covid-19, podrían haber recuperado la confianza de los consumidores. Ahora, en cambio, la desaceleración económica ha afectado no sólo la confianza, sino también los ingresos, en tanto más gente enfrenta despidos y recortes salariales.
Mientras tanto, el foco singular del gobierno en fabricar productos de tecnología avanzada ha llevado a las autoridades locales a invertir profusamente en aquellos sectores favorecidos por Xi, como los vehículos eléctricos y los paneles solares. En un artículo reciente, junto con mis coautores mostramos que, después de que el gobierno central fijara metas ambiciosas para las nuevas patentes ‒un indicador estándar de innovación‒, las autoridades locales inflaron los números fomentando patentes basura. En consecuencia, el porcentaje de innovaciones genuinamente novedosas ha declinado. Nos referimos a este fenómeno como un “impulso de innovación de baja productividad”.
Si bien China es considerablemente efectiva a la hora de generar producciones masivas con celeridad, esta estrategia resulta en un despilfarro significativo. La industria de vehículos eléctricos es un excelente ejemplo: China tiene más de 450 fábricas de autos, pero un tercio de ellas opera a menos del 20% de su capacidad. A la larga, la mayoría de estos productores probablemente vaya a la quiebra, lo que llevará a la industria a consolidarse en torno a unos pocos gigantes, como BYD.
Ahora bien, este método tiene sus ventajas. Los líderes centrales están dispuestos a tolerar la ineficiencia y el despilfarro siempre que, al final, generen empresas líderes. Los gobiernos locales se sacan de la manga todos los trucos posibles para fomentar a las industrias emergentes, desde combinar capital de riesgo con inversión pública hasta atraer talento científico disuadido por el escrutinio de los científicos asiáticos por parte de Estados Unidos. Es de destacar que China ganó más de 2.400 científicos en 2021, en tanto Estados Unidos experimentó una pérdida neta.
La burocracia, esencialmente, ha adaptado la práctica comunista de “movilización” (conocida coloquialmente como campañas “colmena”) para cumplir con los objetivos capitalistas de las autoridades. Históricamente, esta estrategia apuntaba a las exportaciones de productos de consumo, lo que les permitía a los hogares en el Norte Global beneficiarse de la hipercompetencia dentro de China y, así, de las importaciones chinas baratas. Pero desde entonces tiene un nuevo objetivo: el de promover la manufactura avanzada y la energía limpia ‒sectores que tanto Estados Unidos como la Unión Europea pretenden dominar a través de políticas industriales‒.
La vieja economía de industrias contaminantes, inversión en infraestructura y especulación inmobiliaria ayudó a que China pasara de la pobreza a un estatus de ingresos medianos, pero Xi ha tomado distancia de esa mecánica. Incluso parece despreciar el modelo de crecimiento anterior del país, al que asocia con los rivales políticos y los subordinados corruptos a quienes ha apartado o encarcelado.
Sin duda, hasta los críticos más ásperos de Xi no se opondrían a su ambición de abandonar el viejo modelo de crecimiento de China y fomentar la innovación de alta tecnología. Después de todo, los países, en general, aspiran a avanzar en esta dirección. Pero ambas economías, la vieja y la nueva, están profundamente entrelazadas; si la vieja economía flaquea demasiado rápido, inevitablemente dificultará el ascenso de la nueva. Esto ya se hace evidente en la crisis inmobiliaria, que ha eliminado empleos y riqueza de los hogares, lo que llevó a los consumidores a recortar su gasto. Como resultado de ello, los productores se han visto obligados a exportar productos no vendidos como vehículos eléctricos, exacerbando las tensiones comerciales con Estados Unidos y otros países que acusan a China de verter su exceso de capacidad en sus mercados.
En otras palabras, la nueva economía de China, en términos realistas, no puede crecer lo suficientemente rápido como para reemplazar pronto a la vieja economía. Sumado a este problema están los recortes de empleos como consecuencia de avances tecnológicos como los robots industriales y los vehículos autónomos, donde China ha dado pasos impresionantes. Las alzas de productividad tienden a beneficiar sólo a los trabajadores más jóvenes y técnicamente educados, no a los de más edad.
Asimismo, pasar a una economía de alta tecnología por lo general requiere de un crecimiento robusto del PIB y de finanzas públicas saludables que le permitan al gobierno invertir en políticas industriales, reentrenar a los trabajadores y establecer redes de seguridad social para quienes quedan rezagados. Sin este tipo de apoyo, la transición amenaza con agravar las divisiones sociales y económicas.
China, en cambio, está acelerando su cambio a tecnologías de punta en medio de una desaceleración económica y de una crisis de deuda de los gobiernos locales. Este enfoque no tiene precedentes en la historia moderna. Cuando Japón enfrentó un estancamiento económico prolongado en los años 1990, por caso, no duplicó simultáneamente sus esfuerzos para impulsar la innovación liderada por el estado.
Para garantizar el éxito de un cambio estructural, Xi debe hacer hincapié en la importancia de apuntalar las partes menos glamorosas de la vieja economía y ofrecerles empleos o ayuda a los trabajadores desplazados. Sin esta directriz, los funcionarios seguirán priorizando sectores que exacerban las tensiones comerciales con Occidente por sobre las industrias tradicionales que hoy en día todavía responden por la mayor parte del crecimiento de China.
La teoría del “pico de China” no logra captar la trayectoria paradójica del país. Al pregonar sólo las vulnerabilidades de China, atiza el miedo de que los líderes chinos asuman riesgos militares, que Estados Unidos debe contrarrestar. Como advirtió Ryan Hass, esto amenaza con agravar un círculo vicioso de antagonismo mutuo.
¿China está en decadencia, entonces? La respuesta es sí y no. Si bien el crecimiento del PIB se está desacelerando, China avanza hacia una economía verde de alta tecnología y sigue siendo el segundo mercado de consumo más grande del mundo.
Pero en tanto el país enfrenta fuertes vientos económicos de frente y los consumidores se ajustan el cinturón, los inversores deben adaptarse a una nueva realidad, y los socios comerciales deben diversificar los riesgos.
Aun así, las predicciones de un inminente colapso de la economía china son exageradas. Si la historia sirve de guía, el único acontecimiento que verdaderamente podría desestabilizar al régimen es un vacío de poder en la cima.
Yuen Yuen Ang, profesora de Economía Política en la Universidad Johns Hopkins, es la autora de How China Escaped the Poverty Trap (Cornell University Press, 2016) y de China’s Gilded Age (Cambridge University Press, 2020). Copyright: Project Syndicate, 2024.