El problema
El 5 de octubre de 2024 Fernando Esponda publicó un artículo titulado “El Uruguay de Schrödinger: la Suiza y la Biafra de América”. En él muestra un desempeño inverso, para países de la región, entre un set de indicadores clásicos del desarrollo (PIB, índice de desarrollo humano, entre otros) y otro alternativo (suicidios, homicidios, personas presas y personas en situación de calle). Este último set de indicadores bien podría interpretarse como un proxy a la capacidad integradora de la sociedad. Por lo que la relación, a simple vista, parece indicar que a medida que aumenta el ingreso promedio de los países latinoamericanos, la capacidad cohesionadora de sus sociedades se debilita.
Esta constatación paradójica, tal como lo indica el propio Esponda, requiere explicaciones, y estas líneas son un intento de acercar algunas reflexiones e hipótesis tentativas; más urgidas por alimentar la discusión que por cerrarla, y consciente de la necesidad de complementariedad con otras miradas.
Mi hipótesis es que el propio proceso de crecimiento económico contiene un conjunto de fuerzas que atentan contra el mantenimiento de la cohesión de la sociedad y que, en países como los analizados por Esponda, los mecanismos que inhabilitan a estas fuerzas desintegradoras son débiles. De ello se desprende que no necesariamente la cuantía del crecimiento en abstracto sea la solución a nuestros problemas. La cuestión estaría más en el cómo crecer que en el cuánto crecer. Intentaré en lo que sigue desarrollar estas ideas.
Crecimiento y acumulación de capital
El crecimiento económico, la multiplicación de bienes y servicios y la distribución de ese bienestar es, de momento, un proceso de expansión de las relaciones capitalistas. Le guste a quien le guste, y le pese a quien le pese, el capitalismo ha sido triunfador; reina sobre la faz del planeta y ha demostrado ser la maquinaria social más potente para multiplicar bienes y servicios a lo largo y ancho del mundo. Por lo que hablar de crecimiento, hoy en día, es hablar de la expansión de las relaciones capitalistas.
La extensión de la racionalidad
Marx decía que el capital es una relación cuyo objetivo es producir, en forma creciente, más de sí. Y ese más de sí no son sólo cosas. Es gente motivada de determinada manera, con una psique adecuada al funcionamiento mercantil, con un tipo de aspiraciones y formas determinadas de relacionarse entre sí y consigo mismo.
En este sentido, el desarrollo capitalista puede verse, por un lado, como un gran proceso de secularización: la técnica, el intercambio, las preferencias y las decisiones de la vida económica y cotidiana en general han de sustentarse en el cálculo, antes que en costumbres o aspectos de carácter moral. Por otro lado, también puede visualizarse como un proceso en continua expansión. Así, la racionalidad y la especialización lo invaden todo, y se expanden cada vez que el proceso de crecimiento se expande.
La formación del homo economicus
Con la expansión de estas formas de relaciones, se forja y multiplica un tipo particular de individuo que podríamos sintetizar en el homo economicus de los economistas; es decir, el individuo racional maximizador de beneficios. El desarrollo del homo economicus, como sujeto típico y necesario de las relaciones capitalistas, es el desarrollo del individuo moderno. El propio despliegue de las relaciones seculares coincide con un fuerte proceso de individuación, en el que las personas pierden referencia de los grupos sociales que determinaban, contenían y prescribían su accionar (la familia, la vecindad, la comunidad inmediata, el grupo ocupacional, etcétera). Las acciones electivas y racionales hacen retroceder al mandato de la costumbre y la tradición.
Del proceso de crecimiento económico capitalista, tal como lo hemos descrito, aparecen por lo menos tres fuerzas endógenas que amenazan la cohesión. Buscaré presentarlas en forma resumida.
Primera fuerza desintegradora: el gradiente creciente de expectativas
Librado de límites y obstáculos tradicionalistas, el crecimiento económico aparece como un proceso que permanentemente se renueva y ofrece más de sí. No hay un punto de llegada. Su reproducción es un incremento permanente de las expectativas, y sus principales instituciones se basan en el aumento y renovación permanente de esas expectativas en varios terrenos.
Para subsistir en el plano económico, las empresas deben innovar, generar nuevos productos e ingresar en nuevas esferas de la vida. Para ser competitivos, los partidos políticos deben prometer más bienestar, mayor elevación de los niveles y estándares de vida. Para ser reconocidos, los sujetos deben acceder a determinados patrones de consumo, permanentemente renovados. La economía promete más, la política promete más y el individuo quiere más; nadie puede salirse de ese juego que termina por moldear y formar aspiraciones permanentemente alcistas.
Las expectativas crecientes se forman sobre los estándares de consumo de los países y sociedades que se encuentran en la frontera superior del consumo. Este fenómeno fue caracterizado por varios pioneros de los estudios del desarrollo, bajo el rótulo de efecto demostración. Siguiendo esta idea, cada punto de divergencia que se establece entre los ingresos de las sociedades occidentales desarrolladas y aquellas periféricas aparece como un problema a la hora de alinear las expectativas con el desarrollo material nacionalmente existente en estas últimas.
Segunda fuerza desintegradora: la desigualdad
Las instituciones para el crecimiento son aquellas que garantizan un régimen de desigualdades necesarias en el plano económico. Todos los incentivos a producir, formarse e innovar tienen que ver con las posibilidades reales de diferenciarse en términos materiales de aquellos que no lo hacen. Por tanto, el desarrollo debe coexistir con el incómodo problema de producir desigualdad económica y diferencias de bienestar entre los individuos, más allá de pregonar su igualdad en el plano civil. La meritocracia y la movilidad social (restringidas a determinados gradientes) han servido como ordenadores y catalizadores de esta fuerza conflictiva, pero cuando estos mecanismos fallan los problemas de integración reaparecen.
Tercera fuerza desintegradora: la individuación
Si parte de la integración social se basa en la adscripción de los individuos a grupos de referencia y socialización, donde son internalizadas normas y conductas, el proceso de individuación y secularización desprende a los individuos de estas esferas. Conforme el desarrollo avanza, menos pesan la familia, la religión y los grupos inmediatos, y más creciente se vuelven las relaciones impersonales y destradicionalizadas. Este proceso de individuación y pérdida de referencias colectivas lleva a las personas a vivir como propias las coordenadas de su situación desigual, a sentir
como propia la responsabilidad por su capacidad de ascenso social y a alejarse progresivamente de cualquier explicación de orden estructural o sistémica a estos problemas.
Las fuerzas integradoras
Pese a estas fuerzas fragmentarias, las sociedades tienden a conjugar el problema de su integración mediante diversos mecanismos. La complementariedad de roles y posiciones, su cristalización en un sistema de valores e identidades comunes y su traducción en arreglos normativos acordes parece ser parte del asunto. Pero para que exista reunión de los individuos bajo un mismo lazo social, la sociedad debe desplegar un sistema de protecciones que garantice condiciones mínimas de existencia frente a los riesgos sociales (sea bajo el régimen de empleos, bajo el sistema de prestaciones y seguridad social o en articulación con formas comunitarias de gestión de aquellos riesgos).
Pero hay aún más. En ausencia de otro tipo de mecanismos -como un relato nacional o de sacrificio por un ideal colectivo superior-, el cuerpo social debe recrear permanentemente una subjetividad de movilidad y consumo ascendentes que ahuyenten (aunque más no sea en el imaginario) cualquier autopercepción de grupo perdedor sin capacidad de superación. En conjunto, estos mecanismos condensan un tipo de pacto social que mantiene el conflicto inherente a los intereses divergentes entre grupos sobre determinados parámetros.
La dualidad estructural en América Latina
La estructura de clases y grupos sociales que se deriva de la estructura de desarrollo latinoamericana procesa de una forma singular aquellas tendencias integradoras y desintegradoras que vimos anteriormente. En Uruguay, el actual proceso de desarrollo combina un segmento numeroso de la clase obrera profundamente estancado, con escasas capacidades de ascenso y movilidad social, en un mundo que exige niveles crecientes de formación y diferenciación de la fuerza de trabajo.
Este segmento siempre existió, pero sus expectativas de inserción por intermedio del trabajo manual simple se erosionan cada vez más, conforme avanza el desarrollo tecnológico. A estos sectores, muchos de ellos sumergidos en el desempleo y la informalidad, se agrega una porción de las capas trabajadoras que mantienen ciertos beneficios vinculados al empleo estable y un creciente grupo de clases profesionales y de trabajadores especializados. Este grupo heterogéneo combina capas fuertemente proletarizadas con sectores de altos ingresos insertos en lógicas y dinámicas globales en el marco de una economía cada vez más abierta y extranjerizada.
Por último, hay que anotar una profunda reestructura de las clases propietarias, cuya forma de existir y perdurar ha pasado en gran parte por mantener el control de algunos activos (inmobiliarios y financieros especialmente), perdiendo dominio directo del proceso productivo y reconvirtiendo a sus congéneres hacia esa nueva clase de profesionales y servicios globales.
Esta estructura limita y segmenta las formas de movilidad social. El propio proceso de crecimiento, que hemos buscado en nombre de borrar sus efectos adversos, parece incluso haberla acrecentado.
Así, el problema de la dualidad estructural sobre el que insistieron varios teóricos latinoamericanos reaparece en el conjunto social bajo las siguientes coordenadas: la estructura de motivaciones y expectativas aparece fuertemente sincronizada con el proceso secular de las sociedades de altos ingresos, pero la estructura económica-social no experimenta la misma cercanía. América Latina combina así lo mejor de las fuerzas desintegradoras del crecimiento capitalista con cada vez más bajas capacidades de cohesión.
El cómo crecer como problema
Si en una máquina del tiempo nos transportáramos al convulso Uruguay de los años 60 y les dijéramos a sus habitantes que en 2024 iban a tener una economía con más del doble de bienes y servicios disponibles por habitante, seguramente se les vendría a la cabeza algo distinto. No imaginarían que la agenda, aún hoy, pasaría por cómo seguir creciendo para aumentar el bienestar. Los rasgos desintegradores de aquella sociedad que procesaba un ascenso de la conflictividad social parecen persistir hoy bajo otras formas: suicidios, delincuencia, adicciones, etcétera. El crecimiento no pareció bastar, sino más bien reconfigurar el problema de la integración sobre otras coordenadas.
Hay una especie de consenso generalizado en que crecer al 3% posibilitaría una ampliación del bienestar y el desarrollo de Uruguay. Sin desmerecer la necesidad del crecimiento económico, pienso que esta senda podría amplificar más la cuestión de la dualidad y los problemas de integración social si no se atiende la cuestión de cómo crecer, de la estructura económica y social necesarias para el crecimiento y del pacto social (de grupos y fuerzas sociales) necesario para modificar y sostener el desarrollo.