Uruguay atraviesa una década de bajo crecimiento económico. Aunque el diagnóstico sobre el estancamiento parece ampliamente compartido, las miradas sobre sus causas y los caminos para superarlo son parte del debate actual. Este artículo propone un mapa para recorrer las interpretaciones tentativas de este fenómeno, deslizando una mirada sobre lo que se esboza para el nuevo gobierno y para el país.
Los desafíos que enfrenta hoy la economía uruguaya son conocidos: bajo crecimiento, tensiones sociales crecientes y desigualdades persistentes. Grandes segmentos de la población –muchos con empleo– continúan sin acceder a condiciones de vida digna u oportunidades reales de progreso. Pero la discusión ya no gira en torno al diagnóstico, sino a cómo interpretar estas inercias que parecen difíciles de romper.
Un ciclo que se agota
Volvamos la mirada atrás. El ciclo actual económico comenzó tras la crisis de 2002 y tuvo su fase expansiva entre 2005 y 2015, con gobiernos del Frente Amplio que aprovecharon la bonanza externa y promovieron políticas de crecimiento con impronta distributiva y ampliación de derechos.
Pero los cambios estructurales fueron más modestos. La matriz exportadora siguió centrada en bienes primarios y la política de ciencia y tecnología fue débil. Con el deterioro del contexto internacional, hacia 2015, se agotó la fase expansiva y comenzó la década de estancamiento.
La falta de soluciones sostenidas comienza cambiando gobiernos. El Frente Amplio perdió en 2019; la coalición que asumió no revirtió el estancamiento ni contuvo el deterioro social. Al dejar el poder en 2025, lo hizo con una economía algo más grande (1,4% anual de crecimiento), pero con más pobreza –algo inédito bajo gobiernos frenteamplistas–. Su desempeño no evitó el regreso del Frente Amplio.
Ahora, el contexto es otro: un mundo más incierto, importantes restricciones fiscales y falta de mayorías parlamentarias. En el Frente Amplio recae la expectativa de cambio, pero sin la receta de su éxito pasado. Es también quien carga con la responsabilidad de reducir desigualdades y atender urgencias sociales.
Aunque Uruguay conserva una estabilidad institucional que lo distingue, no está ajeno a las transformaciones económicas y tecnológicas que están tensionando muchas democracias de Occidente. La falta de respuestas a los problemas económicos y la pérdida de confianza en un rumbo han transformado los sistemas políticos, con una crisis de representatividad en el centro: desconfianza hacia los partidos históricos e irrupción de nuevas fuerzas. Varios sectores, como el de los trabajadores sin derechos ni protección, sienten que el sistema democrático ya no habla en su nombre. La democracia ejemplar que exhibe Uruguay invita a diagnosticarnos como sanos, pero quizás sólo seamos asintomáticos.
No sería la primera vez que Uruguay atraviesa una etapa sostenida de escaso dinamismo económico. Entre 1955 y 1972 nuestro país experimentó un estancamiento marcado por grandes desequilibrios estructurales, creciente conflictividad social y pérdida de legitimidad institucional, lo que desembocó en la ruptura democrática de 1973. Con las crisis económicas se agota también una forma de orientar el desarrollo, y en aquel momento aparecieron diversos intentos de interpretar los trastornos que organizaron las discusiones sobre las propuestas. ¿Cómo sería, hoy, el mapa de interpretaciones sobre el estancamiento actual?
Una brújula en disputa
Con ánimo más cartográfico que concluyente, voy a esbozar a continuación un mapa tentativo de las interpretaciones de este fenómeno; no se trata de categorías cerradas, sino de trazos de brocha gorda en medio de la incertidumbre.
Una primera interpretación, que podemos ubicar dentro de la visión liberal-conservadora –como la que profesan cámaras empresariales y algunos think tanks afines–, parte de que el problema está en los obstáculos que enfrenta el sector privado para crecer, muchos de ellos colocados por el Estado. Este aparece como un actor sobredimensionado, ineficiente y capturado por intereses corporativos como el de los sindicatos. La receta es mejorar el entorno de negocios, reducir costos y focalizar el gasto público en el llamado capital humano. El objetivo es que el dinamismo económico se traduzca en empleos más numerosos y de mejor calidad. Ante la tensión social, apelar a la focalización –y en sus versiones más clásicas, al orden– es una respuesta que reaparece nítida frente al desafío de la seguridad.
Esta visión gana terreno cuando los servicios públicos se perciben como costosos o ineficaces y el Estado no logra garantizar ni prosperidad ni orden. En ese clima de desconfianza hacia lo público –más libertad (de mercado), menos impuestos– emerge con fuerza la figura del individuo “como su propio jefe”, que oficia de faro y motor simbólico frente a la retirada de lo colectivo.
Frente a esta perspectiva, se agrupan otras interpretaciones bajo el paraguas de “crecimiento con distribución”, donde confluyen distintas miradas que tienden a concebir al Estado no como freno, sino como parte de la solución: un actor clave para sostener la cohesión social, corregir desigualdades y remover obstáculos al crecimiento.
Allí coloco una segunda mirada, pragmática y modernizadora, que pone el acento en reactivar la inversión privada y mejorar la productividad, con foco en el dinamismo del sector exportador. Esto permitiría elevar la calificación laboral, mejorar el empleo y aumentar la productividad general. Para ello, son clave las reformas en los sectores no transables –que sólo operan en el mercado interno– donde persisten equilibrios que encarecen costos y reproducen desigualdades. Un ejemplo serían las empresas públicas, cuyos directores, al ser designados políticamente, responden a intereses que no siempre priorizan la eficiencia y los precios.
Esta visión no busca achicar el Estado, sino transformarlo mediante mejores regulaciones, gestión más profesional y un uso más eficaz de su capacidad distributiva, con reformas en áreas como salud y educación. El objetivo es fortalecer la cohesión social, no sólo atendiendo a los sectores más vulnerables, sino también a quienes están atrapados en trabajos mal remunerados. El crecimiento, aquí, no es sólo un medio: también es una condición para sostener la cohesión social en tiempos de escasez fiscal, sin grandes narrativas de conflicto de clase ni cruzadas por la liberación nacional.
Una tercera interpretación, de corte más desarrollista, propone no sólo crecer más, sino hacerlo de forma distinta: transformando la estructura productiva a través de la planificación, políticas industriales e inversión en ciencia y tecnología. La meta es diversificar la matriz exportadora –hoy demasiado centrada en bienes primarios– para reducir nuestra histórica volatilidad y generar más empleo en sectores dinámicos, más calificado y mejor remunerado.
Esto requiere diseñar mecanismos que permitan una mayor captación pública de la renta de los recursos naturales que fluye a los exportadores, sin depender de instrumentos indirectos como el tipo de cambio bajo. Este último transfiere ingresos a los asalariados –al elevar sus salarios reales en dólares–, pero al mismo tiempo encarece a los sectores menos competitivos que el agroexportador, limitando su desarrollo.
Esta visión requiere un Estado más activo, tanto en la producción como en la redistribución, dispuesto a disputarles la brújula a las fuerzas del mercado. Para eso, se necesita un sistema tributario más progresivo –con impuestos al gran capital y a los altos patrimonios– y una revisión de las exoneraciones fiscales a los sectores ya consolidados. Claro que una mayor intervención también abre riesgos: si el Estado no se blinda frente a la captura de rentas, sus instrumentos pueden volverse “bumeranes” sin beneficios sociales; por ejemplo, cuando un subsidio creado para fomentar una actividad productiva se transforma en un privilegio permanente, defendido por los propios beneficiarios, incluso si ya no cumple con los objetivos que lo justificaron inicialmente.
Final abierto
El nuevo gobierno aún debe definir cómo transitará su versión del “crecimiento con distribución”. El alcance de la intervención estatal en la economía y la profundidad de las herramientas distributivas serán clave en el rumbo que se trace. Hasta ahora, no se ha planteado la elaboración de una estrategia nacional de desarrollo. Tampoco se ha explorado la posibilidad de que las políticas impositivas operen como herramienta frente a las restricciones fiscales.
Por supuesto, es muy temprano para afirmar que estas tensiones estén resueltas. Su desenlace dependerá también de lo que hagan otros actores sociales, como los propios trabajadores. Las crisis de este estancamiento, y sus interpretaciones, tienen una marca de época: la fractura entre un tipo de trabajadores –cuentapropistas, informales, independientes– que no logran ser representados por el Estado ni por los sindicatos, y que se identifican más con la figura del emprendedor o del self-made man. A muchos de ellos, una transformación productiva puede parecerles lejana o ajena. El Frente Amplio se enfrenta a estas tensiones con el riesgo de quedar atrapado entre las expectativas de cambio y las fracturas del presente.
Antes de transitarla, toda historia se ensaya en la imaginación. A veces, sin saber que mientras imaginamos al otro, también estamos siendo imaginados por él.