De mi vida en el liceo tengo algunos recuerdos. Algunas ideas. Sentimientos viejos a los que puedo acceder con la conciencia. Pocos. No sé por qué son tan pocos. De mis compañeros, son pocos los nombres y las caras que recuerdo, y también son pocos los profesores a los que quise o las enseñanzas que alguna vez estuvieron arraigadas en mi espíritu pero que hoy forman parte de mis conocimientos. El resto se olvidó. Desembocó en el río de lo desconocido. Pasó a ser parte de lo que no comprendo, y se guardó entre alguna y otra anécdota que de vez en cuando resurge en mi mente para sacarme una sonrisa de alegría o de tristeza.

Así que no me pregunten los contenidos de historia de los primeros años de liceo, ni cuestiones matemáticas o físicas. Tampoco de literatura. Aunque tal vez con literatura podrían llegar a tener un poco más de suerte, porque el arte de las palabras bien ordenadas puede generar tanto encanto en mí que algunos de los conceptos estudiados para esa materia se impregnaron en mi cuerpo y jamás se desprendieron de él.

Aunque sí, hay otras pocas cosas que recuerdo con claridad. Hay recuerdos que se dibujan en mi conciencia con líneas sólidas y coloridas. Mojadas de realidad. Como el recuerdo de la vez en que aprendí, con dolor y valentía, a mirar hacia adentro.

Fue en tercero de liceo. En aquel entonces yo tenía 14 años. Era el más chico de mi clase. También el más inseguro. El que oscilaba entre la timidez y la soberbia. Un cúmulo de sentimientos encontrados, de miedos y esperanzas. Era un niño que dejaba de ser niño y seguía siéndolo. La angustia y el amor unidos en una cara. Me formaba mi virginidad y mi primer amor, al que veía desde lejos y sin aceptar. La ansiedad. Mi sed inagotable de saber y mi pasión por el mundo de las letras. Era Sebastián, el que se fascinaba en clase con la precisión de la física, pero también era aquel Sebastián demasiado vago como para llegar a casa y hacer tres ejercicios de deberes.

También era el puto. Siempre fui el puto. Desde la escuela. Fui el puto por mi voz de pito, por mi muñeca torcida, por jugar con las nenas y por elegir el papel glasé rosado. Fui el puto porque no me interesaba jugar con los varones. Ser macho. Ganarme la masculinidad y jugar al fútbol. Fui el puto porque me dejaba molestar. Desde niño. Sin decir nada. Sin confesar.

Todo eso era yo. Lo recuerdo. Pero especialmente recuerdo esto último. Que yo era el puto. Al que todos molestaban porque no se animaba a decir nada. Nunca. El que callaba. El que no sabía si era puto o no. El que no sabía qué significaba ser puto. Hasta que pasó. Aprendí a mirar hacia adentro.


Es un día de lluvia. Somos pocos en el salón. La profesora no viene y la clase se alborota. Hay gritos, celulares sobre la mesa, conversaciones triviales y desorden. Casi todos tiran papeles y pelean. Se escuchan insultos. Hasta que alguien me dice, un varón, no sé quién: “¿Sebastián, cómo salió el fútbol femenino? ¿Cómo salió tu cuadro?”. Entonces me largo a llorar. No aguanto más. No aguanto más que me digan puto, que me traten de mina o de travesti. Que me digan que me gusta la pija, que por qué soy así, que si a mí me gustan los hombres, que Sebastián, decinos la verdad, dale, Sebastián, verdad que te gusta la poronga, verdad Sebastián que nos querés chupar la pija.

Entra la profesora. Nos pide disculpas por la demora y empieza a dar la clase. No me ve. Pero yo no aguanto. Tiemblo y sudo y largo lágrimas como una máquina. Así que agarro mi mochila, salgo y doy un portazo de odio. Me voy a mi casa. Donde no me dicen puto. Donde no puedo pensar en quién soy en realidad.

Corro por el pasillo. Me voy. No quiero volver nunca más. Entonces me tocan el hombro. Es la profesora que vino a pasos apurados hasta mí.

–¡Sebastián! ¡Sebastián! –me dice. Me mira de frente. No puedo responderle. No sé cómo hablar ni qué decirle. Cómo explicarle que desde siempre fui el puto y que ya no doy más, que no sé bien qué es ser puto ni si lo soy, que siempre me explicaron en la iglesia que ser puto está mal, muy mal, que Dios no quiere a los putos, que los putos se van al infierno y son condenados, que el hombre tiene que estar con la mujer y que la mujer tiene que estar con el hombre.

Quiero morir. Renacer. Renacer masculino y bien hombre. Macho. Sin inseguridad. Quiero ser otro. Quiero ser de esos que andan con todas. Un mujeriego. No este Sebastián al que todos joden por puto.

–¿Estás bien? –me pregunta la docente. No digo nada y sonrío. Mi sonrisa lo dice todo. Muestra los añicos en que me convertí.

Logramos hablar, apenas, como para que se entere de qué pasó. Me siento en un banco. La profesora va hasta la clase. Me dice que ya vuelve, y en eso, una compañera se acerca hasta mí, me mira y empieza a hablarme.

–Sebastián... No llores, Sebastián. Estamos contigo. Le hablamos en la clase –dice haciendo referencia al que hizo el comentario– y le dijimos que no se meta más contigo. Que no te joda más. Dice que no te va a joder más –Entonces se acerca el compañero del comentario y me pide perdón–. Sebastián... –sigue mi compañera–. Está bien si te gustan los hombres. Algunos hombres sienten atracción por otros hombres, y está bien.

Ahí giré los ojos hasta mi interior. Miré en las profundidades de mi ser. Lloré. Me lo dije, sin palabras claras ni firmes: “Soy eso. Me gustan los hombres”.


A las horas llegué a casa, a mi cuarto y al silencio. Estaba bien. No sé si feliz. Pero bien. Realmente bien. Como si hubiera perdido una mochila de mil kilos que colgaba en mi conciencia noche y día.

Aquella mañana la profesora retó a todos mis compañeros y nos explicó algunas cosas sobre la diversidad sexual. Se le sumó otra profesora al ver el alboroto, quien también retó a mis compañeros. Ahí supe que ya no me iban a joder más. Ese día me animé por primera vez a buscar en internet algo así como: “Soy hombre y me gustan los hombres”. Todavía me costaba procesarlo, y me costaría unos cuantos días más. Pero la realidad ya estaba en mi interior.

Al otro año, cuando llegó el primer comentario homofóbico del salón –un “Sebastián, ¿a vos te gusta la pija?”–, respondí: “Sí, me encanta la poronga, ¿y qué problema tenés con eso?”. Nunca más se habló del tema.

A mitad de ese año tuvimos un taller de sexualidad. Uno oficial, no como el anterior, improvisado entre lágrimas y alboroto. Ahí nos explicaron qué es el sexo, el género, la orientación sexual y la expresión de género. También nos hablaron de métodos anticonceptivos. Aprendimos mucho. Pero la mayoría de lo que aprendimos se olvidó al día siguiente. Porque del liceo tenemos algunos recuerdos, algunas ideas, sentimientos viejos a los que podemos acceder desde la conciencia. Pero no mucho. Porque la mayoría lo olvidamos.


Siempre me pregunté qué tendría que haber pasado para que esas lágrimas no sucedieran. Tal vez si hubiéramos aprendido antes a girar los ojos hacia el interior para quedar frente a frente, nuestras almas y nosotros. A mirarnos sin desvíos y abrazar los espejos sin horrorizarnos. Tal vez. Tal vez si no me hubiera criado entre cristianos homofóbicos y la verdad hubiera tenido lugar para correr con libertad. Si no me hubieran enseñado que Adán con Eva y que el infierno y que los pecados.

Tal vez si todos supiéramos girar los ojos hacia el interior, sin miedo, sería más fácil también. Si nos hubieran enseñado a mirar hacia adentro de nosotros desde temprana edad. Si nos hubieran enseñado algo más además de biología. Algo más además de la carne. Del cuerpo. De los huesos y los músculos y las células. Si hubiéramos hablado en los salones del espíritu. Del alma. De la personalidad. De quiénes somos. De qué somos y por qué somos lo que somos.

Tal vez por eso no recuerdo casi nada del liceo. Porque no me interesa. Porque siento que el mundo abarca más lo que ahí aprendemos. Que mi recorrido es otro. Individual. Lleno de un espíritu que necesita constantemente mirarse a los ojos.

Pero eso no lo aprendí en el liceo ni en la escuela. Tampoco veo a nadie aprenderlo ahí. No está en los planes anuales. Los profesores no nos preguntan quiénes somos más que en las primeras clases. Así marchamos. Cada año y tras cada boletín. Sin saber quiénes somos. Qué queremos. Quién es el otro. Cómo es el otro y cómo podemos entenderlo.

Quién sabe qué hubiera pasado si aquella compañera no me hubiera mirado a los ojos para decirme que hay hombres que sienten atracción por otros hombres y que eso está bien. Porque ese “está bien” fue como un bálsamo de paz para mi alma destrozada. Había alguien que me entendía y no me juzgaba.

Ojalá hubiera escuchado palabras así antes. En la boca de mis primeros profesores y maestros. Ojalá se hablara de esto de forma natural una y otra vez, a temprana edad. Para que lo incorporemos cuando el espíritu recién empieza a formarse. Cuando todavía no hay tiempo para juzgar quiénes somos porque recién empezamos a ser. En ese momento en que la verdad no duele porque recién empezamos a ser la verdad que más tarde vamos a rechazar con asco y odio. Hasta que llega una compañera y con la paz en la boca te dice que está bien lo que sos, y con eso le enseña algo más valioso a tu corazón que todas las ciencias del mundo.