Quizá nunca más apropiado el título de estos aportes. Nos encontramos en el centro de las discusiones presupuestales en general y sobre los recursos que podrían destinarse a la educación en particular. Como quedó esbozado desde el inicio, aquí se pretende conversar sobre educación más allá de la coyuntura, haciendo foco en sus aspectos pedagógicos, sin dejar de lado otros factores en juego e intentando equilibrar un lenguaje llano, con consideraciones teóricas que puedan enriquecer la reflexión sobre la práctica educacional.

Hace algunos días, con la presentación del Informe sobre el estado actual de la educación 2015-2016, elaborado por el Instituto Nacional de Evaluación Educativa (Ineed), se suscitó un interesante intercambio sobre sus planteos, y algunos actores políticos llegaron a afirmar que “sus hallazgos no deben tomarse al pie de la letra”, palabras más, palabras menos. Esta situación nos coloca de frente a la relación entre lo técnico y lo político en la educación y más allá, en cualquier área de la vida social, a saber: ¿en qué medida el discurso técnico reviste de validez, porque en nuestro contexto histórico la ciencia ha generado lenguajes, saberes y dispositivos que legitiman sus hallazgos, teorías y reflexiones, pero no es pertinente políticamente porque dichos elementos deben situarse en un conjunto más amplio de factores, interrelaciones y plazos que no corresponden al quehacer científico? O ¿en qué medida el nivel técnico ya es político porque sus planteos caracterizan, visualizan, contextualizan, aprecian la realidad social de una manera y no de otras, y ello es lo que inquieta a los actores políticos propiamente dichos, porque tiene lugar un cruce de fronteras que no se corresponde con la construcción de las respectivas esferas de acción? O ¿en qué medida el nivel técnico requiere del nivel político propiamente dicho, ya que de esta forma puede tener pretensión de impactar en la vida cotidiana de la sociedad y permaneciendo sólo técnico podría quedar aislado, remitiéndose a la esfera específica sobre la que versa?

Hace ya varios años, Inés Aguerrondo (1994) se refería a la calidad educativa como el grado de (des)ajuste entre el proyecto político general y el proyecto educativo particular; es decir, qué grado de concordancia hay entre la apuesta de una sociedad en su conjunto y los fines que persigue la educación en orden a concretar, desde esta esfera, la apuesta realizada. Si bien puede resultar sencilla la formulación y se denota un concepto de calidad educativa con fuertes aristas pedagógicas, la calibración de esa distancia entre un proyecto y otro no resulta obvia. A la vez, nos está diciendo que aquí hay un tipo de calidad, la educativa, pero también habrá una calidad laboral, otra calidad sanitaria, otra calidad habitacional, etcétera, cada una con relativos grados de ajuste en su convergencia en la realización de un proyecto político general. De mayor complejidad resulta aun esta caracterización de la calidad educativa si abordamos las distintas dimensiones del proyecto educativo y su compleja articulación: administración, gestión, organización, diseño curricular, relaciones educativas, concepciones epistemológicas, identidades profesionales, etcétera.

En este sentido, el Ineed tiene como mandato legal aportar información que dé cuenta de los procesos educativos y, en su articulación, brinden pistas para respondernos sobre la calidad de estos. Por ello, evaluación y calidad aparecen como un binomio difícil de separar en sus componentes. Se evalúa en relación con un tipo de parámetro, ideal, o llamémosle como queramos, explícito o implícito, sobre lo que consideramos valioso y deseable. Como bien afirmaba Émile Durkheim a fines del siglo XIX, no existe una definición única y para siempre de educación, sino que ella varía según el contexto histórico, pues cada sociedad se construye un ideal de persona y vida en común.

Pero el Ineed tiene ese mandato legal en la medida en que este fue asignado por un conjunto de actores políticos –no sólo parlamentarios, claro está– que consideran que las ciencias sociales (sociología y economía, predominantemente) poseen un saber pertinente para sustentar un discurso sobre la evaluación de la calidad educativa. Porque también podríamos incorporar otras formas de evaluar, propias de otros campos, entre ellos, la pedagogía. Pero estas cuestiones pueden quedar para otro momento. Y al Ineed se lo ha constituido como un espacio novedoso, y se apoya en una concepción de la ciencia que debe tomar distancia de los avatares políticos y de las dinámicas institucionales cotidianas, de modo de objetivar sus aportes.

Entonces, hay una lógica que podríamos llamar lógica entrampada –y no tramposa–: se considera que el saber técnico es legítimo si toma distancia del nivel político, pero al hacerlo se aísla, resulta inocua y es criticada como tecnocracia, en sentido peyorativo; pero si se acerca y, especialmente, aporta prismas de lecturas distintos, tampoco es legítimo, porque se considera que se entromete en campos de decisión que no le corresponden, o habla de lo que no sabe (porque se lo construyó aparte, precisamente) y no se le debe tomar al pie de la letra. El origen de esta falacia, ya que no hay escapatoria al dilema, es sencillo: la ciencia, como quehacer humano, nunca es neutra, lo cual no quiere decir que sólo sea una cuestión de opiniones, y es expresión de las vicisitudes de la vida social. Por ello, recomiendo no tomar al pie de la letra, pero sí mirar la letra.