Es agosto y subo las escaleras del IAVA como desde hace dos años. Una de las diferencias es que en los pasamanos grises hoy se enredan decenas de pañuelos que me recuerdan la bandera de la diversidad; la segunda, que llevo en una mano la guitarra acústica, en la espalda la eléctrica y la mochila llena de cables. Atrás mío, como para completar el campamento ambulante, vienen las dos compañeras de la banda con un violonchelo, micrófono y jirafa.
Pasamos la segunda puerta y nos enfrentamos a la escalera que llega al segundo piso. A nuestro lado pasa una exposición de fotos y dibujos que abarca toda la zona media de la pared, y adelante se escucha el murmullo de un salón de actos que se va llenando de a poco. Cuando termina la escalera, el sol nos da en la cara mientras empezamos a ver a los compañeros que expondrán en la llamada “Muestra de los artísticos 2015”. En el piso que parece formar flores con su diseño de pequeños hexágonos coloridos, hay un río de mochilas, estuches y cables. Si levanto la mirada, veo adolescentes hablando, riendo, cantando, practicando un arreglo instrumental, y cada tanto uno que asoma desde la puerta del salón de actos y pregunta por distintas personas. Lleva en su mano una lista, y después de que se asegura de tener al menos dos grupos esperando atrás del improvisado telón (tres maderas enormes puestas verticalmente), habla con otra de las animadoras y deciden quién sale a presentar. Cuando termina la canción, levantan por encima del telón un cartel que dice “aplausos” (y se reservan el que dice “bache” para cuando el orden de las bandas se entrevera un poco). El público responde.
Después de una hora, con la guitarra me toca acompañar a una amiga; la primera de dos salidas que me esperan. Me sorprendo bastante al ver que en el salón de actos no entra ni la sombra de un alfiler, pero el ritmo al que me llevan los presentadores no me deja ver más nada, y me siento esperando tocar el primer acorde. La canción va, y mi compañera, que está más adelante y a mi derecha, la lleva perfecto; yo la acompaño, siento que es su momento y me libero de toda presión. Levanto la mirada por primera vez después de que pasa el estribillo, y veo a la directora en primera fila, escuchando atenta. Al fondo, no sé cómo, diviso a mi padre y lo saludo con un cabezazo. La canción termina y el público aplaude, como lo hace durante horas con cada grupo, en un día de semana, donde en los salones de Científico, Biológico y Humanístico hay clases.
Salgo por segunda vez, ahora con la banda, y veo entrar a dos amigos de otro bachillerato por la puerta. Salieron al recreo justo para llegar al toque. Empieza la presentación y no sé si me lleva la música, las compañeras, el público, o el ambiente que hay en el liceo, pero los nervios se van y toco más tranquilo que nunca, sintiendo una calidez singular que flota en el salón. Me toca presentar la última canción y es ahí donde veo también a la profesora de música de sexto y a nuestra adscripta. El plantel está completo, pienso, y cuando la “Muestra de los artísticos” llega al final, compruebo que las tres estuvieron ahí todas las horas que duró.
El salón se vacía y salgo al patio, que está lleno de banderas y colores. Sentados en algunos bancos están los animadores, que dejan las listas por primera vez desde la mañana. En los demás salones siguen las clases, y viendo el trabajo de organización, decoración, el apoyo del liceo para la actividad, y las presentaciones que hicimos los de Artístico, me pregunto por cuántas clases vale esto.