Como todos, tuve docentes jóvenes, “viejos” (ahora que lo pienso, no eran tan viejos, no podían ser tan viejos porque todo el mundo se jubila), también tuve maestras “cancheras”, de las que ahora sé cosas más allá de su vida laboral, tuve maestras con las que no tuve contacto nunca más, tuve docentes de esos que se te quedan marcados para siempre, tuve profesores de esos de los que no te acordás ni del nombre y sólo vienen a la memoria cuando alguien los nombra y te empieza a dar datos para que llegues al cajón escondido en el que lo tenés metido; a veces encuentro el cajón, a veces parece que ni con el cajón me quedé.

Tuve de esos profesores que se paran frente a la clase con cara de obligación, quietos, tiesos, como petrificados; también tuve de esos docentes que aunque no te guste su materia lo disimulás y le ponés toda la atención del mundo, porque los ves entusiasmados y emocionados, como si en la clase se debatiera todo, y sentís que se lo merecen, y al final sos vos el que se lo merece. Tuve profesores de los que agradecés no acordarte de nada y también tuve de esos con los que llenás los márgenes de recomendaciones que hacen: libros, películas, páginas, artículos o lo que sea para enriquecer un poquito tu curiosidad.

Rita Pierson afirmaba que la educación es generar vínculos, que no es posible educar (lo que va mucho más allá de enseñar) desde una posición de distancia (y no me refiero a distancia física, que puede no ser relevante) y que ningún niño aprende de la gente que no le gusta. A su vez, Paulo Freire tiene esta frase tan famosa: “La educación es un acto de amor, por tanto, un acto de valor”, y bien sabemos que el amor no es redituable. A lo mejor, por eso nos resulta tan difícil saber cuál es el valor de esta profesión, qué tanto vale ser docente (que, a mi entender, es mucho más que ser profesor).

Es más, nunca vi el discurso de Pierson en el liceo ni en la escuela, lo vi en una actividad de los scouts. Me lo mostró una educadora a la que no le pagan por estar ahí y, sin embargo, está ahí. Los mejores consejos que me dieron dentro de un liceo no los recibí mientras me enseñaban matemática, ni literatura, ni biología; me los dieron en los pasillos o en los patios, fuera del horario de clase, en momentos que no estaban generando ganancia económica para el docente. Nadie les paga por estar ahí, nadie les paga por preguntarme cómo estoy o cómo me fue en algo mientras caminamos a la puerta, pero eso no los frena de hacerlo, y sí, estoy hablando en plural, muy en plural.

Me crucé con un montón de gente de la que saluda con un buenos días, una sonrisa, un cómo estás. Me topé con gente que sabe quién sos, sabe cómo estás, sabe qué pensás. También leyendo, escuchando y mirando me encontré con gente que habla, gente que critica en base a nada la situación actual de la enseñanza, o de los jóvenes, o de lo que se suponga que estén hablando.

Ahora ya no estoy más en el liceo, me toca ver las cosas desde una silla entre muchas en la facultad, pero me sigo encontrando con gente que opina, gente que sigue hablando sobre la educación, sobre los liceos y sobre la superpoblación en las facultades. Pero, al igual que no se destacan aquellos docentes que me dejaron algo, tampoco se nombran proyectos que están dejando más de una semilla para germinar.

Cuando entré a la Facultad de Información y Comunicación de la Universidad de la República me encontré con un grupo de estudiantes con un proyecto grande, un proyecto de un duende que se encarga de grabar todas las clases que puede, subir todos los materiales que puede y apoyarnos a todos en todo lo que puede; nadie les paga por estar ahí, pero ahí están (si te interesa, se llama Adán). Hay mucho por arreglar, hay muchas cosas ahí que no podemos dejar de lado –no podemos barrer toda la mugre y taparla con la alfombra–, pero por favor, no ignoremos las otras. Lo bueno también se puede contagiar.